Albert Frank-Duquesne
SATÁN
Traducción y notas
Jack Tollers
Estudio preliminar y traducción del griego
P. Carlos A. Baliña
Colaboraron
Rodofo J. Brie (†) y Sergio R. Castaño
BUENOS AIRES | 2015
BIBLIOTECA
DIGITAL
VÓRTICE
1. George MacDonald, Phantastes
2. Albert Frank-Duquesne, Lo que te espera después de tu muerte
3. Jorge N. Ferro, Leyendo a Tolkien
4. Gilbert K. Chesterton, Chaucer
5. C. S. Lewis, La abolición del hombre
6. Giacomo Biffi, El quinto evangelio
7. Martín Heidegger, Desde la experiencia del pensar
8. Sebastián Randle, Castellani 1899-1949
9. Gilbert K. Chesterton, Alarmas y digresiones
10. Louis Bouyer, La descomposición del catolicismo
11. Alfredo Sáenz, San Miguel, Arcángel de Dios.
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© by Ediciones Vórtice
Duquesne, Albert Frank
Satán / Albert Frank Duquesne
Prefacio de: Carlos A. Baliña.
1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Vórtice, 2015 - Libro digital, PDF
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Jack Tollers.
ISBN 978-987-9222-76-8
1. Doctrina Cristiana. 2. Teología.
3. Teología Dogmática. I. Baliña, Carlos A., pref.
II. Tollers, Jack, trad. III. Título.
CDD 230
Estudio preliminar
Albert Frank-Duquesne: una odisea espiritual
Es para mí un gusto y un honor presentar en estas Jornadas de Cultura y Cristianismo 1 la vida y la obra de un autor seguramente desconocido para la mayoría de los presentes por el simple hecho de ser totalmente desconocido para la intelligentsia católica contemporánea. Si se quiere, parte del propósito de esta exposición será permitir entender simultáneamente la grandeza de Albert Frank-Duquesne y los motivos de su desconocimiento.
Esta exposición tendrá dos partes: la primera estará dedicada a la ajetreada vida de nuestro autor, poniendo especial énfasis en el complejo desarrollo de su pensamiento, a la manera de un itinerarium mentis in Deum. En la segunda expondremos algunos aspectos particulares de su cosmovisión, haciendo referencia a algunas de sus obras más importantes.
Vida de Albert Frank-Duquesne 2
1. Ascendencia, primeros años de vida y formación inicial
Albert Frank-Duquesne nace en Bruselas el 8 de agosto de 1896. Su padre, Frédéric Frank (1843-1909) era un judío de origen holandés dedicado a la producción de tintas para imprenta que se había preparado para el rabinato durante su juventud, pero que durante el servicio militar en 1864 se convirtió al cristianismo. Maldecido por su madre y excomulgado por la comunidad judía, se estableció primero en Alemania y posteriormente en Bélgica. En palabras del mismo Duquesne:
Mi padre, nacido en 1843, era un judío descendiente del famoso Jacob Frank, que estudiaba para el rabinato y pertenecía a los círculos místicos “jasídicos” descritos por Martin Buber; se convirtió al cristianismo en 1864 después de una visita casual a la Catedral Viejo Católica de Utrecht (Santa Gertrudis), donde ante el tabernáculo se postró, derribado por una fuerza invisible, convencido de estar en la presencia de la Shekhiná, la misteriosa manifestación de Dios en el templo de Jerusalén, sobre el Arca de la Alianza. Se convirtió al catolicismo en 1870. 3
Su madre, judía hamburguesa, de una familia proveniente de Alemania, estaba emparentada con el poeta Heinrich Heine. Su abuelo fue también un rabino convertido al protestantismo.
Frédéric Frank tuvo diecisiete hijos, de los cuales nuestro autor fue el último, único de su segunda mujer. Posiblemente por eso Albert pasó una infancia solitaria y triste, rodeado de libros, y mostrando gran precocidad y verdaderas características de superdotado. Dice Frank-Duquesne en sus notas biográficas:
Infancia estrictamente solitaria y abandonada, con excepción de las largas conversaciones con mi padre, ávido de compartir conmigo sus creencias. Desde mis nueve años fui alimentado por él; la memoria precisa de dichas lecturas ha quedado grabado en mi mente desde entonces: las obras de Franz Delitzsch, Ignaz Döllinger, Arthur Schopenhauer. El gusto de la contemplación, con todo el sentido místico de la palabra, se apodera de mí cuando yo tenía trece años. Al mismo tiempo, tuve la revelación de Leon Bloy por El Desesperado. 4
Cursa la escuela primaria en Bruselas, de la cual no conserva buen recuerdo y comienza sus Humanidades greco-latinas en el Colegio San Agustín de Enghien, donde uno de sus docentes, el P. Wauthy, profesor de historia y de religión, descubre su enorme talento y lo inicia en toda clase de lecturas que Albert devora con fruición.
2. Adolescencia y vida de aventuras por el mundo
Pero en 1909 muere su padre y al año siguiente su madre vuelve a casarse en el extranjero. De este modo, en 1910, a los catorce años, debe interrumpir sus estudios y es abandonado a su suerte por su madre y sus hermanastros. Queda así solo en el mundo, abandona su hogar y comienza una verdadera vida de aventuras recorriendo el globo durante varios años: así, entre 1911 y 1914 lo encontramos embarcado como marinero en un buque noruego y navegando por los siete mares. A consecuencia de una broma que le gastó un marinero borracho tuvo que ser internado de gravedad en un hospital de Río de Janeiro y durante su convalecencia lee a Apuleyo, a Iámblico y a Plotino. Luego va a parar a Texas, donde trabaja en un pozo petrolífero; es periodista de ocasión en Francia y al fin vuelve a su país natal a trabajar en las minas de carbón.
Es interesante consignar su estado de ánimo y de espíritu durante estos vagabundeos:
Nací católico, y si prácticamente abandoné la Iglesia en 1911 a la edad de quince años, fue debido a que durante los trece años siguientes estuve errante como un fugitivo sin hogar por todo el mundo, privado de todo contexto social, y rebelado en contra toda norma.
Al estallar la Gran Guerra se ofrece como voluntario en el ejército belga; herido, es enviado a Inglaterra, donde perfecciona su conocimiento de la lengua inglesa. Luego del Armisticio, en 1919 es desmovilizado y recala en París, donde su pobreza crónica lo reduce a la condición de mendigo, viviendo bajo los puentes, alimentándose en los albergues populares y refugiándose en los hospitales durante la noche, cuando no en la cárcel... Con enorme franqueza confiesa que:
Mis contactos con la vida me inspiraban una repulsión cercana al terror y al odio. Por lo que, durante muchos años, tuve una necesidad de metamorfosear el mundo exterior, de trastocar las identidades y sus relaciones, que tan frecuentemente se expresaban de manera mediocre, impotente y larval, por la mentira, el mito y la mistificación.
3. Primeras búsquedas espirituales
Endurecido de este modo, hasta llegar al punto del odio de sí y del mundo, no debe extrañar que sus búsquedas espirituales, no interrumpidas a pesar de las calamidades materiales, lo hayan conducido hacia las doctrinas hinduistas del Vedanta que postulan la irrealidad del mundo-maya, y asimismo a toda clase de doctrinas esotéricas, mágicas y filosóficas. A pesar de todo ello, Duquesne confiesa años más tarde que
Nunca dejé de saber que el Padre me salvaría del abismo... de esperar, con una imperturbable confianza, en su bondad, en su incomprensible ternura, de la cual no dudé ni una vez. 5
Finalmente su penetración intelectual lo lleva a percibir con toda claridad que esas doctrinas escamotean el hecho central de la Redención. Su espíritu, que no conoce reposo, lo lleva a sumergirse en la Sagrada Escritura y en la lectura de los Padres de la Iglesia que le dan el gusto del contacto con el Dios viviente. De este modo durante cuatro meses consecutivos lee febrilmente las dos Patrologías de Migne y llega a la convicción de que la Iglesia ha renegado de sus orígenes al apartarse del espíritu de los Padres y de su espiritualidad pura.
Es éste el momento indicado para citar in extenso el testimonio, ya referido anteriormente, que nuestro autor da en 1953 acerca de las etapas de sus búsquedas iniciales:
Mi odisea espiritual comporta cinco fases:
1. El período ocultista y teosófico, durante el cual el aspecto místico, o más bien pseudo-místico de las Weltanschauungen esotéricas, me atrae más que su aspecto práctico, mágico.
2. La búsqueda de los primeros principios me lleva a una posición más metafísica y hago mi síntesis en el contexto del pensamiento del Vedanta.
3. Sin embargo, estando mi piedad personal profundamente marcada por la fe siempre viva en Cristo y en la Trinidad, me encamino casi a pesar de mí mismo a una nueva síntesis: aquella de la tradición iniciática y del cristianismo; dicho de otro modo, llego a la gnosis, no al gnosticismo pagano bajo un barniz cristiano, sino a la gran Gnosis alejandrina (Clemente, Orígenes, Sinesio). 6
O como aclara nuestro autor en otro lugar:
No ese cambalache de mitología fumosa y baja magia, esa decocción de Misterios asiáticos, paganismo puro recubierto con un barniz del cristianismo, que los Apóstoles y Padres combatieron con horror: el gnosticismo bajo cualquier forma; sino la Gnosis alejandrina, que recibió de Filón la influencia bíblica y que se expandió a partir del siglo II con Panteno y Ammonio Sakas, Hieroteo, Clemente de Alejandría, Orígenes, culminando en el siglo IV con Sinesio, obispo de Tolemaida, en el Alto Egipto, autor de himnos admirables a la gloria de la divina Sofía. 7
Volviendo a los hechos de su vida, entre 1923 y 1929 su existencia comienza a encaminarse más favorablemente: se establece definitivamente en Bruselas, trabajando alternativamente como profesor de lenguas, como periodista y como publicista. De a poco se va creando un círculo de amigos y un marco social en el que desenvolverse, elementos indispensables para una vida verdaderamente humana.
4. Matrimonio y vida de publicista
Esta nueva tendencia en su vida se consolida y consuma cuando en 1924 contrae enlace con Elicia Duquesne, y es a partir de entonces que Albert Frank pasa a llamarse a sí mismo –y a firmar sus artículos y libros– como Albert Frank-Duquesne, queriendo remarcar de este modo su profunda unión con su esposa, tema que desarrollará posteriormente en su admirable obra sobre el matrimonio titulada Creation et Procreation. 8
Frank-Duquesne se dedica de lleno al periodismo como medio de vida en esta etapa de su vida. Pero como si todo esto no fuese suficiente, nuestro autor agrega una nota singular a su ya de por sí ajetreada vida: la condición de espía. Efectivamente, durante los últimos años de la década del veinte, Frank-Duquesne oficia, dados sus profundos conocimientos del idioma alemán, como doble agente del gobierno belga: haciendo ostentación de germanofilia en sus artículos periodísticos, es contactado por los servicios secretos alemanes, a los cuales suministra información falsa. Como esto no era conocido obviamente por la policía, es encarcelado hasta que la situación es aclarada.
Volviendo a su ya de por sí notable itinerario espiritual:
4. En esta época, en los años 1922-1926, se ubica mi lectura apasionada de la Patrología; al mismo tiempo, releí las obras exegéticas, escritas hacía veinte años, de Albert Schweitzer, que serían redescubiertas treinta años después, ignorando al Schweitzer exégeta, teólogo y místico. Esta lectura exegética fue posible debido a la nueva perspectiva que me suministró el libro póstumo de George Tyrell, Christianity at the Crossroad, el cual me dio el gusto, el sabor experimental, el amor y la revelación del Dios viviente de la Biblia. Abandoné en consecuencia todo mi pasado intelectual e hice tabla rasa de toda concepción esotérica: se trataba ahora simplemente de reintegrarme a la Iglesia. 9
El problema, como él mismo lo dice es: ¿a cuál Iglesia? Podría pensarse que éste era el momento para que Albert Frank-Duquesne se reintegrara definitivamente a la Iglesia Católica, sobre todo porque el azar lo había puesto en contacto durante los años 1923-1926 con lo que, según sus mismas palabras, eran “los medios de un catolicismo sincero pero estrecho” 10, aquellos de la de la Revue Apologétique de Paris, que dirigía por aquel entonces el P. Dumoutet, bajo las órdenes del P. Verdier, quien luego sería cardenal arzobispo de París. De este modo, entre 1923 y 1926 funge como único colaborador laico de la Revue Apologétique, la cual le confía, dado su conocimiento de la lengua inglesa, la crónica de la Iglesia Anglicana. Pero no era todavía el momento para que este corazón eternamente inquieto se sosegara: este catolicismo estrecho de miras no podía colmar el intelecto de un hombre que había devorado las dos Patrologías en cuatro meses.
Por lo tanto, en un evidentemente erróneo retroceso, lo encontramos en 1929 frecuentando la Sociedad Teosófica. Allí se encuentra con Ernest Nyssens, “obispo” de la Iglesia católica liberal. Según sus propias palabras, pensó de esta manera “recuperar un punto de apoyo en el cristianismo a través de la pertenencia a una Iglesia donde sus ideas gnósticas tuviesen juego libre”. 11 De este modo, en noviembre de 1930, Nyssens lo ordena diácono. Pero su pertenencia a esa susodicha Iglesia dura poco: el aspecto puramente ocultista y mágico que formaba el núcleo de la misma ya no podía colmar su espíritu, en el cual, como hemos visto, por influjo de Tyrrell había renacido el deseo por el Dios viviente de la Biblia.
5. Ingreso en la Ortodoxia
En septiembre de 1931 decide en consecuencia abandonar dicha Iglesia Católica Liberal y acercarse por afinidad patrística a la Iglesia Anglicana. A su vez, el sacerdote anglicano de Bruselas lo pone en contacto con la Iglesia Viejo Católica 12, donde es recibido y ordenado sacerdote en 1932, siendo instalado inmediatamente en una parroquia creada para él en Bruselas. Pero su corazón inquieto no se detiene allí, sino que, empujado por su profundización de la teología ortodoxa, se acerca a la Iglesia Ortodoxa Rusa en Francia, donde es admitido y reordenado bajo condición, en 1937, por Mons Alexandre Nemolovsky, arzobispo para Bruselas del Exarcado ruso del Patriarcado ecuménico de Constantinopla. Toma el nombre de “padre Juan” y regresa a Bruselas, donde se desempeña como sacerdote de dicha Iglesia.
En palabras del mismo Frank-Duquesne:
Mi impregnación patrística, el estudio de los primeros siglos cristianos, la ignorancia y la mala fe de muchos polemistas católicos, y el deseo de un catolicismo verdaderamente abierto y universal, me condujeron hacia formas no romanas de la antigua Iglesia histórica: en 1932 me ordené sacerdote en el Viejo-Catolicismo; pero la posición de estas iglesias poco a poco se me fue apareciendo como demasiado abierta a las influencias modernistas y ecuménicas, y demasiado referible a la Iglesia Romana, de la cual no son más que una simple negación. En consecuencia me acerqué a la Iglesia Ortodoxa de Oriente, en la que fui reordenado como sacerdote el 14 de marzo de 1937. 13
Nos es posible asomarnos al estado de su espíritu por aquellos años de su sacerdocio ortodoxo en Bruselas merced a dos breves escritos que publicó por aquel entonces, titulados Catholique et Orthodoxe y Du Christ à l’Eglise. 14 Para intentar comprender adecuadamente el pensamiento de nuestro autor es importante aclarar que Frank nunca concibió su entrada en la ortodoxia como una ingenua adhesión a un folcklore estrechamente greco-eslavo o incluso a una espiritualidad exclusivamente “oriental”. Lo que él buscaba por el contrario era la verdadera fe, la ortodoxia con mayúsculas, la Iglesia una, santa, católica y apostólica de los orígenes; tenía por así decirlo una concepción universal de la ortodoxia. Podríamos decir que mutatis mutandis y con muchas diferencias de genio, época y nacionalidad, el caso de Frank-Duquesne sería análogo al de Newman y su conversión por la imagen grandiosa de la Iglesia de los Padres del siglo IV.
Escribe Duquesne en Catholique et Orthodoxe:
Es toda la atmósfera tradicional de Occidente –en gran parte heredada por Roma desde la Reforma– que nos parece inferior a aquella de Oriente, en cuanto “vulgar”, materializada, reducida a las preocupaciones canónico-jurídicas. Respiramos más libremente el aire de Oriente que el de Occidente. Adherimos no sólo a la fe ortodoxa –también profesada por los Viejos Católicos y un buen número de anglicanos– sino a la espiritualidad ortodoxa, al alma ortodoxa. Y esta alma, embriagada por la celestial Liturgia del Apocalipsis, se siente incómoda en nuestras iglesias occidentales, donde el Oficio ha perdido la exuberancia del carácter sacro y mistérico que se ha conservado en la Ortodoxia... La prosa, la Nüchternheit (sobriedad) de las Liturgias occidentales a los ojos de los ortodoxos justifica su viejo dicho: “La Misa romana hace descender a Dios a la tierra entre los hombres; la Liturgia Ortodoxa eleva a los hombres al cielo, delante del trono de Dios”. 15
Es muy importante aclarar que esta actitud tan claramente favorable a lo bizantino no significaba, como quedará muy claro por los sucesos posteriores de su vida, que Frank-Duquesne despreciara a la Iglesia Latina: nada más opuesto a su pensamiento que una actitud sectariamente eslavófila. Creemos que el siguiente texto tomado de Catholique et Orthodoxe es suficientemente explícito:
Demasiados ortodoxos, lamentablemente ignorantes de todo lo que la Iglesia Latina ha dado de grande, de fecundo, de santo a la Cristiandad, hastían y desalientan a los que, criados en la Iglesia Romana, y arribados a la ortodoxia, consideran con una mirada imparcial los beneficios y sombras, de ambos lados [...] Si a la intolerancia y arrogancia de los apologistas romanos, los ortodoxos deben responder pro medio de una incomprensión despreciativa de toda la tradición latina, nosotros, ortodoxos belgas, deberíamos preguntarnos si realmente valió la pena cambiar de estrechez y enarbolar otra bandera de la mezquindad. 16
6. Regreso a la Iglesia Católica
Sin embargo, ésta no será la última etapa de nuestro aventurero del espíritu. El estado de la Iglesia Ortodoxa, al menos por aquel entonces, no termina por satisfacer su alma y, en un golpe de escena verdaderamente espectacular, retorna finalmente al seno de la Iglesia Católica Romana.
Ya desde comienzos de la Segunda Guerra Mundial, Frank-Duquesne comienza una copiosa correspondencia con los PP. Yves Congar O. P. 17 y Dom Lialine O.S.B., del monasterio de la Unión de Chevetogne, 18 a raíz de una serie de cuestiones que comienzan a pesar en su espíritu. Como resultado de este proceso, el primer domingo de cuaresma del año 1940 celebra por última vez la Divina Liturgia en su parroquia Ortodoxa y el 30 de junio de ese mismo año abjura de esa confesión en presencia del obispo católico de Malinas, Mons. Van Cauwenbergh, sin renegar de todo lo positivo que había recibido durante su breve paso por la Iglesia Ortodoxa. 19 Pero debe hacer el sacrificio de su sacerdocio por estar casado y es reducido al estado laical.
¿Qué llevo a nuestro autor a realizar semejante viraje en su ya de por sí ajetreada vida? Trataremos de asomarnos a lo profundo de su pensamiento. Ante todo, poseemos el valiosísimo testimonio de sus Notas biográficas, donde dice:
Tres años me fueron suficientes para para ser penetrado profundamente y para siempre de dos verdades: en primer lugar, que la Ortodoxia aporta a mi alma y a mi inteligencia una teología, una liturgia y una espiritualidad incomparablemente más reconfortante y más familiar que aquellas del Occidente latino; en segundo lugar, que la posesión de estos tesoros, únicos en el mundo, se ve comprometido por el abandono de la unidad, ordenada por Jesucristo en Juan XVII, como la marca esencial de su Iglesia.
En 1940, ya no dudé más: como el joyero de la parábola evangélica, vendí todos mis bienes para adquirir la perla preciosa. Sacrifiqué mi sacerdocio y regresé a Roma, reducido al estado laical. Si el acto esencial del sacerdote es el sacrificio y si el sacrificador debe ofrecerse a sí mismo con Cristo, como dice San Agustín, mi vida secular desde 1940 hasta mi muerte se me aparece como una Misa ininterrumpida en el plano de la voluntad espiritual. 20
¿Qué es lo que ocurrió? No es nuestra intención abordar en detalle esta de por sí compleja cuestión: pensemos que Frank-Duquesne dejó siete extensas cartas sobre este tema con la intención de escribir una obra, nunca acabada, sobre su pensamiento eclesiológico, que habría de titularse La Cité sur la Montagne. Este solo tema demandaría varias conferencias pero, sintetizando el pensamiento de nuestro autor, podemos decir que durante su experiencia ortodoxa Duquesne comprueba que no sólo la Iglesia Latina se ha apartado del modelo si se quiere arquetípico de la Iglesia de los Padres, sino que el Oriente también ha quedado seriamente comprometido.
Antes de entrar en algún detalle, digamos que su análisis es notablemente similar al de otro gran converso proveniente de la Ortodoxia, Vladimir Soloviev, tal como éste lo desarrolla en dos obras fundamentales: Rusia y la Iglesia universal y La Gran Controversia.
Nuestro autor escribe una larga carta 21 de despedida a Mons. Alexandre Nemolovsky, arzobispo para Bruselas del Exarcado ruso del Patriarcado ecuménico de Constantinopla, quien lo había ordenado, fechada el primer domingo de Cuaresma de 1940, y que lleva el sugestivo título de Passage du Rubicon. Los argumentos principales de Duquesne son los siguientes 22:
En primer lugar, es un dato fundamental de la Revelación cristiana que la Iglesia fundada por Jesucristo es una, o sea es una unidad, no un conglomerado de Iglesias. Las Iglesias Ortodoxas actuales carecen por completo de este sentido de la unidad, que sólo la Iglesia de Roma manifiesta, a pesar de abundantes excesos históricos que en definitiva no hacen más que confirmar su infalible instinto por la unidad y la catolicidad. Inclusive las Iglesias Ortodoxas (sugestivamente no se puede hablar de Iglesia Ortodoxa) han caído en mayor o menor grado en el estado de Iglesias nacionales, error al cual ellos mismos le han puesto un nombre: filetismo.
Frank confiesa que este argumento es el más pesaba en su espíritu al momento de retirse de la Ortodoxia.
Junto con este argumento eclesiológico, Duquesne afirma en su carta que el temperamento general ortodoxo comporta un cuasi-quietismo docetista 23 que se manifiesta en su absoluto desprecio por las realidades de acá bajo, que son casi abandonadas al reino del Maligno, y por la carencia en consecuencia de un verdadero sentido apostólico, incompatible con la Iglesia de Jesucristo y los Apóstoles. Y en cuanto a la espiritualidad, nuestro autor, que conocía muy bien y de primera las formas de realización espiritual del Vedanta y del Taoísmo, ve demasiada semejanza entre éstas y una piedad ortodoxa muchas veces demasiado estática y acósmica.
Éste es, en apretadísima síntesis, el núcleo de la argumentación de Duquesne con relación a las razones que lo llevaron a volver a la Iglesia Romana, en la cual de ahora en más se desenvolverá como simple fiel, publicista y escritor.
7. Prisionero en el Lager
Podríamos pensar que ya con esto la agitada vida de nuestro autor estaría consumada. Pero no, la Providencia le tenía reservada una prueba especialísima que terminaría de acrisolar esta “vida de vagabundaje intelectual y anarquía espiritual”, como él mismo decía. Los años de la Segunda Guerra Mundial fueron de por sí especialmente duros para los Frank-Duquesne, quienes carecían de bienes y rentas y llegaron a pasar hambre y frío luego de la ocupación alemana. Pero lo más grave tuvo lugar cuando Albert fue apresado por los alemanes y confinado en el campo de concentración de Breendonck, ubicado entre Bruselas y Amberes, acusado de “difamación epistolar del Führer”. Sucedió que la Gestapo descubrió, entre las cartas de una dama rusa, una de Frank-Duquesne de 1937 en la que, refiriéndose a Hitler y a Stalin, decía: “Para mí, cristiano, Hitler y Stalin, Gog y Magog pueden meterse en el mismo saco, porque ambos son secuaces leales del Anticristo”. De este modo el 21 de agosto de 1941 se convirtió en el número 538 en el campo de reeducación que los ocupantes alemanes habían establecido en Bélgica. Años más tarde Albert Frank describirá su vida en el campo de Breendonck, “vómito del infierno”, como “puramente teologal”, “magnífico retiro” y como “sacramento de la noche mística”. Nuestro autor dará cuenta conmovedora de esta prisión, vivida como un verdadero purgatorio, en su libro llamado El Camino de la Cruz, que se publicará en el año de su muerte. Por intervención personal de Mons.Van Roey, cardenal Arzobispo de Malinas, será liberado el día de Todos los Santos, 1º de noviembre de 1941. Sus protecciones eclesiásticas posibilitaron que, a pesar de su condición de judío, pudiese pasar el resto de la guerra con algunos sobresaltos pero sin correr peligro su vida. 24
En 1944-1945, después de la Liberación, dará testimonio en favor de varios presos políticos, incluyendo su presencia en el juicio de José Streel, ex redactor en jefe de Pays Réel, en palabras del mismo Duquesne: “Brassillach Belga devorado por las bestias, alegando el Memorare”. 25
8. Últimos años
Luego de su liberación del campo de concentración, Frank-Duquesne decide servir a la Iglesia ofreciéndole sus dones espirituales: dejándose llevar por la inspiración, multiplica manuscritos en el pequeño apartamento que ocupa con su esposa y donde lleva una vida aislada y pobre. Pero a pesar de sus esfuerzos, las puertas de las editoriales están cerradas para él y el mundo católico lo ignora. Aquejado por frecuentes crisis de extenuación profunda, en una oportunidad presa del desaliento prende fuego a ¡4.000 páginas de manuscritos!
Pero la Providencia una vez más lo inspira: cedámosle una vez más la palabra:
En los primeros días de marzo de 1946, después de haber quemado cinco manuscritos momificados en mis cajones durante nueve años, me encontraba frente a la inutilidad evidente de mis esfuerzos literarios, y decidido a quemar dos mil páginas concebidas y escritas prácticamente “de memoria” en la cárcel alemana de Breendonck, cuando mi ángel de la guarda –¡Oh! él muy moderno: viste sotana y anda en motocicleta 26– susurró bajo no sé qué inspiración:
–Claudel está en Bruselas... ¿por qué no le envías uno de tus escritos?
–No sé dónde vive.
–¡Prueba con la embajada!
En consecuencia, deja en la embajada francesa en Bruselas el manuscrito de Cosmos et Gloire para recabar la opinión del afamado poeta católico, y éste es el momento para decir que pertenece precisamente al gran hombre de letras francés el mérito de haber sacado de las sombras a nuestro autor. Habiendo recibido el extraño paquete de un desconocido, Claudel por caridad lo leyó e inmediatamente convenció a su editor, la editorial Vrin, de publicarlo. Tenía el genio para entender a un hombre del tamaño de Albert Frank-Duquesne.
Y no sólo lo hizo publicar sino que le añadió un prólogo de su propia mano. De este modo se abrieron para nuestro autor, en alguna medida, las puertas de la intelligentsia católica: contó con el apoyo del P. Bruno de Jesús María O.C.D. –el editor de Etudes Carmelitaines– y de otros influyentes personajes de aquel tiempo, como Mons. André Combes, el P. Alfred Deboutte C.S.S.R. y el P. Jean Daniélou S.J., que le facilitaron el acceso a editoriales y revistas católicas, además de introducirlo al importante foro que por aquel entonces constituía el Institut Catholique de Paris.
Como consecuencia de todo esto nuestro autor gozó de un cierto reconocimiento durante los últimos años de su vida: con el humilde éxito de su libro y su reciente prestigio, pudo ponerse en contacto con muchas personas influyentes de la capital francesa y varias editoriales comenzaron a aceptar y a publicar su textos.
En este punto es interesante consignar, aunque sea de modo anecdótico, el siguiente testimonio acerca de este Duquesne maduro, que debemos al famoso historiador y filósofo de las religiones Mircea Eliade, quien en la entrada de su diario del 19 de febrero de 1949 escribe:
En casa del doctor Humwald conozco a Frank-Duquesne, autor del libro muy discutido Cosmos et Gloire [...] Ha sido ortodoxo, ahora es católico, pero apasionado por el esoterismo. Deja entender que su misión consistiría en reanimar el simbolismo esotérico en el catolicismo [...] De complexión fuerte, rostro eclesiástico, bastante enérgico, gestos impulsivos de toro; tiene calor, se quita la chaqueta, se sube las mangas y aspira una enorme pipa belga; tiene poca paciencia cuando es otro el que habla. 27
Sin embargo, la salud del escritor comenzó a disminuir. Minado por las numerosas pruebas que debió enfrentar durante toda su vida, agotado por el esfuerzo creador, se vio frecuentemente aquejado por grandes crisis de fatiga. Pero habiendo recibido la minúscula seguridad económica que le aportó un empleo en un ministerio pudo dedicar sus últimas fuerzas a su labor intelectual.
Aquejado de un cáncer de hígado, murió bruscamente en Bruselas el 17 de junio de 1955, dejando tras de sí una obra inacabada y un gran número de trabajos inéditos, no publicados hasta la fecha.
Pensamiento y obras de Albert Frank-Duquesne
Con relación al pensamiento y, si se quiere, la doctrina de Albert Frank-Duquesne, la respuesta es simple e inmediata: es la de la Iglesia expresada broncíneamente en el credo Niceno-constantinopolitano. Pero si nos preguntamos por la intentio auctoris detrás de su obra escrita, la respuesta es más matizada y, afortunadamente, tenemos un testimonio directo, el de nuestro mismo autor al final de sus Notas biográficas, donde dice:
Después de un silencio de siete años, y un maravilloso refugio que la Providencia me ha reservado, en el campo alemán de Breendonck, he publicado varios libros, de los cuales puedo resumir su espíritu del siguiente modo: a la luz de la Escritura Santa repensar el dogma y la espiritualidad, como Católico unido a la Sede de Pedro, pero en plena fidelidad a la tradición de los Padres orientales.
Ésta es la definición de mi trabajo, realizado en 1947 por el fallecido Mons. Beaussart, Arzobispo Coadjutor de París. Mi posición es la de un San Basilio, de un Teodoro de Studium 28, y, en los tiempos modernos, de un Soloviev, de un (Ciril) Korolewsky, de los monjes de Amay 29, y, en general, a los ambientes que rodean en Roma al Cardenal Tisserant.
Sobre esta base, intentaré a continuación caracterizar de algún modo el pensamiento de Frank-Duquesne. En una sola frase: nuestro autor intenta, gracias a sus ingentes conocimientos y experiencias espirituales, recrear de algún modo para el lector cristiano contemporáneo la visión que del Cristianismo tenía la antigua Gnosis alejandrina, de la cual él se confiesa admirador y seguidor, tal como más arriba citamos, matizada por el pensamiento de los padres griegos posteriores.
Y aquí cabe una aclaración de la mayor importancia, pues la palabra que estamos utilizando ha sido prácticamente anatematizada en el pensamiento católico moderno: posiblemente haya pocos epítetos tan despectivos para caracterizar a alguien como llamarlo “gnóstico”. Pues bien, como el gran teólogo francés Louis Bouyer demuestra en una de sus últimas obras, titulada precisamente Gnosis 30, el término gnosis es de rancia raigambre cristiana, hasta el punto de que es por primera vez utilizado en el sentido de conocimiento superior, de las realidades divinas, por el Cristianismo 31: como Bouyer muestra en su obra, la palabra gnosis en el griego clásico no tenía dicha connotación sino que era un conocimiento de tipo sensible o, a lo sumo, de sí mismo; para el conocimiento superior se reservaban las palabras nous o episteme.
El sentido de conocimiento superior, especialmente en el sentido de gnosis de Dios, gnosis tou theou, es específicamente judeo-cristiano, como aparece claramente en el griego de la Septuaginta. Más adelante, ya en el ámbito del Nuevo Testamento, es San Pablo el que utilizará la palabra en la Epístola a los Filipenses, en la Primera a Timoteo y en la Segunda a los Corintios.
Debe repararse además en un dato fundamental: San Ireneo de Lyon, el gran develador del gnosticismo, titula su obra fundamental Adversus Haereses como “Denunciación y refutación de la falsa gnosis”, pseudonimos gnosis, referido esto último al gnosticismo, no a la verdadera gnosis que es la eclesiástica y ortodoxa 32. Es este concepto de gnosis cristiana el que desarrolló la escuela de Alejandría y que impregnó a toda la patrística griega. En última instancia se trataría de una visión mística intelectualista de la Revelación, producida por la inhabitación del Espíritu Santo y efectuada principalmente por los dones de ciencia, entendimiento y sabiduría. La gnosis cristiana no consistiría en una salvación por el conocimiento, sino en la redundancia cognoscitiva de la actuación salvífica del Divino Paráclito en el alma. Esto sería, en nuestra opinión, el leit motiv de toda la obra del Albert Frank-Duquesne.
Para terminar pasemos rápida revista a las obras publicadas de nuestro autor.
• Cosmos et Gloire. Dans quelle mesure l’univers physique a-t-il part à la Chute, à la Rédemption et à la Gloire finale? (Avant-propos de Paul Claudel, préface de Dom Bernard Capelle), Paris, Librairie Philosophique J. Vrin, 1947.
Ésta es la primera obra publicada de Duquesne, la que le abrió las puertas a un cierto reconocimiento en el mundo intelectual católico. Por lo tanto nos detendremos para exponer aunque sea de un modo sucinto el contenido de esta obra maestra.
Tal como la segunda parte del título explícitamente lo indica, el tema de este libro es mostrar en qué medida el universo físico tiene parte en la Caída, en la Redención y en la Gloria final. Si quisiésemos ponerle un nombre al género al que pertenecería esta obra, se trataría de una antropo-cosmología teológica; o sea una visión prácticamente abandonada por la teología desde la época patrística: lo que podríamos llamar una perspectiva cósmica del Cristianismo. De este modo el hilo conductor de la obra es la sutil unión existente entre el hombre y el cosmos material, de carácter ontológico, trascendental y perenne.
Sobre esta base, Frank-Duquesne despliega una erudición asombrosa: las patrísticas oriental y occidental, las fuentes rabínicas, el Vedanta, la misma literatura profana; podríamos decir que el escritor belga hace uso exhaustivo de todas las fuentes sapienciales de la humanidad, y por supuesto multiplicando citas en todas las lenguas conocidas, modernas y clásicas. Nos animaríamos a decir, parafraseando a Terencio, que nada de lo divino y humano le es ajeno. Estrictamente hablando se puede decir que se trata de una monumental exégesis al capítulo octavo de la Epístola a los Romanos, cuyo comentario detallado constituye el capítulo central del libro.
Por fin, merece un párrafo aparte una mención acerca del estilo del autor. Creemos no exagerar si decimos que es avasallador y contundente, nervioso y terriblemente exigente para el lector 33, quien se ve vertiginosamente arrastrado hacia planos de la realidad totalmente desconocidos e impensados previamente.
• Joie de Jésus-Christ, en Études Carmélitaines, Ma Joie terrestre où donc es-tu ?, Paris, Desclée de Brouwer, 1947, pp. 22-37.
Como dijimos más arriba, vía Paul Claudel, Frank-Duquesne trabó amistad con el P. Bruno de Jesús María O.C.D., editor de la afamada publicación Etudes Carmelitaines, la cual le publicó primero este precioso opúsculo sobre el gozo de Jesucristo en un número dedicado a la alegría. Esto posibilitó la publicación al año siguiente de
• Réflexions sur Satan en marge de la tradition judéo-chrétienne, en Études Carmélitaines, Satan, Paris, Desclée de Brouwer, 1948, pp. 179-313.
Ésta es otra de las obras mayores de nuestro autor: no conocemos ningún estudio más profundo, erudito y exhaustivo sobre este tema. Se trata del fruto opimo del peregrinaje espiritual e intelectual de Duquesne, un despliegue de erudición, por momentos vertiginoso, sobre el mortal enemigo del humano linaje. A la manera de las Cartas de un diablo a su sobrino, de C. S. Lewis, Duquesne realiza en esta obra un verdadero tour de force de teología “en negativo”.
• Le Dieu vivant de la Bible : Unité, Trinité, Paris, Éditions Franciscaines, coll. “Lumières d’Assise” (6-7), 1950.
Ésta es otra obra fundamental de nuestro autor, bastante poco conocida y citada, en la cual vuelca su excepcional conocimiento de la teología patrística, tanto griega como latina, referido en este caso al objeto principal de la teología y de nuestras vidas: el Dios viviente Uno y Trino. Por dar una muestra mínima de una obra excepcionalmente rica, es especialmente interesante su defensa apologética de la noción de un Dios personal contra las lucubraciones orientales del Vedanta y del esoterismo acerca de la impersonalidad del Principio supremo.
• Ce qui t’attend après ta mort. La vie dans l’au-delà à la lumière de la Révélation chrétienne (Préface d’Albert Béguin), Paris, Éditions Franciscaines, 1950.
Ésta es una obra referida a los novísimos.
• Création et Procréation. Métaphysique, théologie et mystique du couple humain, Paris, Éditions de Minuit, 1951.
Otro de los grandes libros de nuestro autor, cuyo título nuevamente sintetiza admirablemente el enfoque de la obra. Como anécdota, o tal vez no tanto, pues el hecho sintetiza la incomprensión que rodeaba a la obra de nuestro autor, consignemos que este libro tiene un prólogo indignadísimo de Duquesne, debido a que los Scriptores Catholici de Bélgica habían decretado que el polígrafo belga no era ni “escritor” ni “católico” y, por tanto, se le había negado la posibilidad del imprimatur para su libro. Obviamente el prólogo es una furibunda andanada de Frank-Duquesne contra la cerrazón de la inteligencia, contra la teología estrechamente latina, contra las cuestiones de escuela vueltas dogmas, etc., etc. Incluye la reproducción facsimilar de una carta de Paul Claudel a Duquesne en total solidadaridad con nuestro autor.
Lo lamentable de todo esto es que este libro es realmente único, pues consiste en una densa exposición de la perspectiva mística del misterio del matrimonio desde la creación original, pasando por la caída y la redención. Si se quiere, es una aplicación a la unión esponsalicia de la teología desarrollada en Cosmos et Gloire.
• Seul le Chrétien pardonne: Jésus-Christ trahi par les siens, Paris, Nouvelles éditions latines, 1953.
• Via Crucis: Chemin de la Croix, Paris-Bruselas, Éditions Universitaires, 1955.
Última obra publicada en vida del escritor belga.
Conclusión 34
Luego de este vertiginoso itinerario por la vida y la obra del gran escritor belga creemos haber cumplido, con todas las deficiencias del caso, con el propósito manifestado al comienzo de esta exposición. Y para decirlo todo del modo más sintético posible: si uno tuviese que dar una razón, y nada más que una para leer a Albert Frank-Duquesne, y espero que esto haya quedado claro, es que su lectura abre horizontes, panoramas, perspectivas, nunca antes entrevistas por el lector: Frank-Duquesne siempre nos traslada más allá de lo cotidiano y lo prosaico. Lo que implica como es obvio, que no se trata de un autor fácil sino terriblemente exigente, que requiere del lector una atencion maxima y una sintonía espiritual adecuada.
Habiendo dicho esto es menester una aclaración de la mayor importancia: todo esto no significa que uno apruebe todas las lucubraciones de nuestro autor. Duquesne es una especie de animal salvaje que se resiste a ser encerrado en una jaula, como creo que todos los que han acompañado esta exposición se habrán dado cuenta. Muchas veces se mueve en los confines de la ortodoxia y parece que va a caer en la herejía, pero no, no cae, y siempre que propone algo particularmente risqué aclara que está hablando ex hipotesi.
Por esto nos animamos a decir que la lectura de Albert Frank-Duquesne es una verdadera aventura espiritual digna de ser acometida y a la cual invitamos a todos.
P. Carlos A. Baliña
Advertencia del traductor
Amable lector: siento decirle que si adquirió este volumen por curiositas, el diablo acaba de hacerle otra jugarreta –y Ud. ha perdido plata. No que no haya aquí y acullá algunas curiosidades esotéricas, ni quiero negar que Frank-Duquesne colorea este trabajo con multitud de referencias exóticas y a las que generalmente sólo acceden unos pocos iniciados. Pero, estimado amigo, no vale la pena.
No, amigo lector, este libro no es para cualquiera. No querría yo tratarlo a Ud. de “cualquiera”, y menos asustarlo o disuadirlo de comprarlo y leerlo, pero... la advertencia ha de constar desde el primer renglón. Ahora, si hay algo de studiositas en su ánimo, ¡arripoa!, vamos a galopar, que este Satán de don Alberto Frank-Duquesne es cosa seria; además de que, como dice el propio autor, “nada más urgente que el cristiano ilustrado se ocupe de «des-ocultar» sus misterios”.
Y contra lo que uno pudiera creer, es enormemente consolador. Es que si los diablos creen y tiemblan, algunos “hobbits” de esta comarca también y todavía creen... y se gozan en su fe.
Quitad a Satán y nuestra Religión carece de sentido. Imaginemos un país sin guerra, sin enemigos al acecho, sin fronteras peligrosas, sin “hipótesis de conflicto”. Los ejércitos y los soldados serían despreciados, el centinela que hace guardia puede dormirse (¡por lo menos aprovecha su tiempo!), no hay por qué invertir en armas y la consigna sería liquidar de una vez y para siempre uniformes y entrenamientos, armas y consignas de guerra, pistas de combate y la natural tensión del militar. El país que así hiciera, haría muy bien... siempre que sea verdad que no tiene, en serio, enemigos. Ahora, si hay enemigos peligrosísimos, sólo que no están a la vista, pues, nada, estamos fritos.
Y es lo que denunciaba León XIII cuando nos advertía que la mejor treta de Satán consiste en hacernos creer que no existe. Total que hoy el Diablo es sólo materia de ficción, interesante material para guiones cinematográficos, para cuadros impresionistas, para novelas de horror o tal vez como trama y decoración de un concierto de rock & roll. Y nada más.
Y sin embargo... Esa curiositas que denunciamos al principio es de su industria, créase o no. Esa progresiva desaparición de la studiositas en seminarios y universidades, en congresos y medios intelectuales católicos, que reemplaza una ignorancia invencible con su jerga meta-sintáctica y sus idiotismos à la page, es cosa también, no vaya a creer, de Satán. Por no hablar del racionalismo exegético del que se mofa nuestro autor con tanto empeño.
Versado en las Escrituras como pocos, inteligentísimo y sapiencial conocedor de la Teología y de la Literatura, los libros de Frank-Duquesne son densos, están llenos de reflexiones profundas y especulaciones variopintas que estimulan al lector inteligente, al que busca la verdad incansablemente, al que quiere saberlo todo sobre Dios y sus cosas.
Pero es exigente. Este ensayo –como cualquier otra obra salida de su pluma– exige que nos sentemos a un escritorio, con lápiz y papel, la Escritura a mano, que nos aferremos al texto, y que no nos dejemos cansar por nuestras perplejidades (“Perplejos, mas no desconcertados”, como quería San Pablo –II Cor. 4, 8). Si es verdad que él lo escribió en menos de diez días –cosa que se deduce de las fechas que asentó al final– difícilmente se pueda leer con provecho en tan poco tiempo.
Aquí presentamos una versión “argentina” del texto originalmente publicado en francés. Esto, no sólo como retribución por lo que hicieron los españoles (tradujeron íntegramente el número de Etudes Carmelitaines dedicado a Satán, a excepción de este trabajo que, con mucho, supera a los demás), sino porque estamos orgullosos de ser los primeros en publicarlo en nuestra lengua (lo que no quita que reserváramos los modismos menos felices del “argentino” para ponerlos en boca de Satán; no porque creamos que Satán sea un “chanta”, sino por algunas resonancias un tanto groseras del habla rioplatense).
También hemos querido darnos corte con nuestro Castellani, poniendo en nota los lugares paralelos que hemos hallado entre ambos talentos (destacando también alguna que otra divergencia que nos parecía de interés).
Pero conviene que el lector sepa que, en notable contraste con el elegante aire, el incisivo élan y ese divertido humor que constituye la marca de todo lo que sale de la pluma de Castellani, el estilo de Frank-Duquesne es (nunca más apropiada la expresión) endiablado. Dicen que el estilo es el hombre. Pues bien, Mircea Elíade lo recordaba como “de fuerte complexión, un rostro eclesiástico, bastante enérgico, gestos impulsivos de toro; tiene calor, se quita la chaqueta, se sube las mangas y aspira una enorme pipa belga; tiene poca paciencia cuando es otro el que habla”. Algo parecido surge del análisis de su nerviosa sintaxis, de su afición por la proposiciones parentéticas; se infiere al hombre detrás de su curioso manejo de la puntuación (superabundancia del punto y coma, los dos puntos repetidos en una misma frase, los tres puntos a menudo también, los redundantes signos de exclamación, etc.) y el frecuente recurso a oraciones subordinadas, revelan a un erudito de tal modo saturado de conocimientos, que su transmisión le “sale” inevitablemente engorrosa. Ese manejo de innumerables fuentes, de datos curiosos junto a relevantes textos de la Escritura que afloran tan justos a cada paso, semejante pujanza y variedad de follaje, transforman muchas veces sus frases en una verdadera jungla en donde el lector menos atento se pierde con facilidad.
Contraparte masculina de su contemporánea, Simone Weil (infinitamente menos erudita, pero quizá más profunda), al leerlos y releerlos sentimos lo mismo: recordamos que “la salvación viene por los judíos” y que, habiendo aceptado al Cristo con todo su corazón, después de infinitas tribulaciones, estos verdaderos israelitas nos deslumbran con sus brillantes intuiciones, la profundidad de su inteligencia, la astringente lógica de sus consistentes razonamientos, el talante –áspero y cordial– de los que Dios eligió para sí, desde toda la eternidad (“Cuando Israel era niño, Yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo” –Oseas 11, 1).
Nos hacen creer que tal vez Filadelfia no esté tan lejos.
Y nos hacen transpirar. Es que Frank-Duquesne es un genio erudito; pero, ay, no es un escritor (ni, para el caso, lo fue Simone Weil). Su estilo conspira contra la inmediata comprensión del texto y las más de las veces hay que releer sus párrafos más sesudos para una recta inteligencia de materia tan subida. Como fuere, nos hemos esforzado en presentar la versión más fiel y amigable posible, aunque no siempre hemos logrado gran cosa, tanto por la densidad de los tópicos que se abordan cuanto por el ímpetu y arrebato que caracterizan sus frases.
En cuanto a la traducción de los vocablos griegos, que, como el lector comprobará, forman parte inescindible del modo de discurrir de Duquesne, hemos preferido incluirlos dentro del mismo texto y acompañarlos, entre llaves, de su transliteración en letra cursiva –además de, por supuesto, su traducción al castellano–, para no perder siquiera el flujo fonético de sus pensamientos. Todo esto merced a una, como se dice, concienzuda tarea de equipo 35.
Con todo, si nos hemos tomado el insalubre trabajo de intentar ponerlo en buen castellano, lo hemos hecho con la convicción de que quien se acerque a este trabajo con la debida docilitas será ampliamente recompensado, y que quien recoja el guante y se ponga a estudiar este astringente texto –aquí mido mis palabras– aprenderá más en una mañana que en años de estudio.
Aparte de la bouleversante (¿trastornadora?, ¿emocionante? ¿conmovedora?) experiencia espiritual de comprobar qué sucede cuando un “hermano mayor” vive de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Jack Tollers
Noticia biográfica
Albert Frank-Duquesne nació en Bruselas allá por 1896. Su padre fue Frederick Frank, un rabino holandés convertido al cristianismo en las circunstancias que refiere en este mismo trabajo. Por parte de su madre era descendiente de Heine. En sus años mozos recibió una educación católica más o menos convencional, si no fuera necesario señalar que tuvo de profesor de Religión y de Historia a un sacerdote notable, el P. Wauthy, quien lo inició en toda suerte de lecturas que el precoz estudiante engullió con voracidad. Sólo que a los catorce años falleció su padre y, por razón de necesidad, tuvo que dejar de estudiar formalmente para contribuir al sostén de su casa. Son los dos rasgos que definen el perfil intelectual de nuestro autor y que Mircea Elíade supo describir en lúcida síntesis después de haber conversado con él: “Inmensas lecturas, pero con las lagunas y las insuficiencias del autodidacta” (Fragmentos de un Diario).
Bien pronto Frank-Duquesne abandona el hogar, se embarca en un buque noruego y viaja hacia los destinos más inverosímiles: trabaja en un pozo petrolífero ¡en Texas!, luego viaja al Brasil donde desempeña toda clase de menesteres, vuelve a Bruselas a trabajar en las minas de carbón y finalmente aterriza allá por 1918 en París, un mendigo alejado de la Iglesia... y de todos. Su carácter no es fácil, tiene el sino del solitario a la búsqueda de la verdad que se le escapa y no tiene tiempo ni paciencia para las minucias y frivolidades del mundo. Al revés del judío errante, es el judío perseguidor, como Pablo, de la verdad. Pronto se ve seducido por el teosofismo y siente la atracción del esoterismo en todas sus formas, llegando a dar conferencias con el patrocinio de la Sociedad Teosófica de París. También se interesa por las doctrinas hindúes del Vedanta, que intenta conciliar con su raíz judía y su educación cristiana.
Para el año 1925, en parte por influencia de las lecturas del jesuita inglés Georges Tyrrel (!), y a fuerza de reflexionar sobre los textos patrísticos que tanta influencia tienen sobre él, cae en la cuenta de que debe pertenecer a una Iglesia, pero no sabe a cuál afiliarse. Finalmente decide que los viejo-católicos son los más fieles a la tradición de los Padres y al espíritu del Evangelio. En 1932 es ordenado sacerdote de esa confesión cismática y nombrado párroco en los alrededores de Bruselas.
Pero su corazón sigue inquieto (e inquieto estará, hasta el día de su muerte). En 1937 es reordenado, bajo condición, en la Iglesia Ortodoxa Rusa establecida en París. Vuelve en tal carácter a Bruselas, donde se desempeña como sacerdote de esa Iglesia y es conocido como “el Padre Juan”. ¿Listo? No, listo nada. Considerando retrospectivamente su vida, nuestro autor dirá que fue una “vida de vagabundaje intelectual y anarquía espiritual”.
Pero fue entonces –a comienzos de la Segunda Guerra Mundial– que comienza una copiosa correspondencia con los sacerdotes Yves Congar O.P. y Dom Lialine O.S.B. a raíz de la cual se siente cada vez más atraído por el catolicismo. El primer domingo de cuaresma del año 1940 celebra por última vez conforme a la liturgia ortodoxa y el 30 de junio de ese mismo año abjura de esa confesión en presencia del obispo católico de Malinas, mons. Van Cauwenbergh. Pero es reducido al estado laical.
Estamos en Bélgica, es el año 1940, y los alemanes han ocupado el país. Al año siguiente es enviado al campo de concentración de Breendonk, acusado de “difamación epistolar del Führer”. Allí comienza un largo cautiverio plagado de inmensos sufrimientos que, muchos años después, calificaría como de “purgatorio” y, en otro lugar, de “sacramento de la noche mística”. Algo de eso se puede colegir de su confesión de fe –¡y esperanza!– con que termina el prólogo a Lo que te espera después de la muerte, libro traducido al castellano y de los mejores salidos de su pluma 36.
Los últimos años de su vida los dedicó a escribir. Pero al no hallar editor católico, llegó a desesperar de poder publicar algo, confesando alguna vez que en determinada ocasión quemó no menos de cuatro mil páginas manuscritas. Con todo, tuvo la inspiración de acercarle su libro Cosmos y Gloria a Claudel, quien convenció a su editor (chez Vrin) de publicarlo. A partir de allí se le abrieron, en algún grado, las puertas de la intelligentzia católica: contó con el apoyo del P. Bruno de Jesús María O.C.D. –el editor de Etudes Carmelitaines– y de otros influyentes de aquel tiempo, como Mons. André Combes, el P. Alfred Deboutte C.S.S.R. y el P. Jean Daniélou S.J. que le facilitaron el acceso a editoriales y revistas católicas, además de introducirlo al vigoroso foro que por entonces constituía el Institut Catholique.
SATÁN
I. La cuestión en el Antiguo Testamento
1. La serpiente del Génesis
Abramos el Discurso sobre la Historia Universal. Desde el comienzo mismo –dice Bossuet– “Moisés propone a los judíos carnales, por medio de imágenes sensibles, verdades puramente intelectuales”. Así es que La Serpiente del Génesis constituye una “viva imagen de los falaces rodeos del Tentador”; y “la tierra, con la que se dice que la Serpiente se alimenta, significa los bajos pensamientos con que el Tentador nos inspira”. Aunque el Águila de Meaux habitualmente tiene la debilidad de seguir la exégesis alegórica de los Padres antes que atenerse a la única obvia –pues a él se le antojaba que la exégesis literal es sólo una pedagogía conducente a la alegórica–, por lo general se admite que en este caso su interpretación se ajusta incluso a los espíritus contemporáneos que se nutren (si se me permite decirlo) de crítica y escrúpulos de archivistas. Lo cierto es que –como anota Newman– “el relato entero de la Caída en el Génesis [is full of difficulties] hormiguea con problemas”. Allí uno se topa, sin ninguna duda, con una relación de hechos auténticamente históricos: realmente, algo ocurrió. Pero, de modo igualmente patente, esos acontecimientos que sucedieron realmente, se presentan bajo una forma estilizada, folklórica, desde hace tiempo estereotipada, alegórica, y por vía de alusión significativa, más en la línea del símbolo sugestivo que del proceso verbal: la Escritura nunca recurre a la ramplona simplificación de los titulares de los diarios. Así, cuando de un croquis se trata, la caricatura libera y devela al modelo de manera mucho más reveladora que el retrato. Por lo demás, tratándose en el Génesis de un estado de ser, de un estado de dispensa, de privilegio excepcional –de un “eón”– que nos hemos vuelto incapaces de comprender 37, no seríamos aptos para recibir ni comprender ninguna doctrina de la caída si ciertos elementos no nos fueran propuestos por vía de símbolos 38.
La prueba de nuestros primeros padres no debe aquí interesarnos sino en la medida en que aclara nuestro tema. Ahora bien, en virtud de su constitución misma, el hombre no podía dejar de experimentar la tentación, sin la cual tampoco podríamos, por lo demás, soñar siquiera para él progreso o ascensión alguna (Ecli. 3, 21). Con todo, el equilibrio interior de Adán es tal que los encantos puramente exteriores de este mundo no podían hacerle mella. El peso, la atracción, la seducción gravitacional de esos prestigios, que sólo pertenecen a eso que Pascal llamaría las “grandezas (o el orden) de la carne”, no podrían, sin la intervención de un “espíritu seductor” y “demoníaco iniciador” (I Tim. 4, 1) –él mismo a la vez engañador y engañado (por su enceguecedora infatuación, cf. II Tim. 3, 13)– desorbitar al hombre, alienarlo, arrancarlo de la atracción del Reino. Ha sido necesario que el Diablo “vivificara” la tentación, insinuándose él mismo en el corazón de Adán (cf. Jn. 13, 27). Tal ha sido el rol de la serpiente.
Sobre este personaje a la vez real y simbólico se han dado las “explicaciones” más dispares. Pero a nuestro juicio la más satisfactoria es la más simple, la más corriente en los primeros siglos de la Iglesia: cualquiera sea nuestra concepción del Demonio, puede también atribuirse a la Serpiente 39, este actor inflado, de una astucia bastante limitada, este “traidor” del drama primitivo que no se detiene ante nada salvo la simplicidad, la “pobreza de espíritu”, el desmantelamiento de un alma abierta, sin repliegues ni recovecos. El instinto de los imagineros antiguos lo ha representado alimentándose él mismo del Fruto prohibido; de tal manera que su sola actitud, sin siquiera necesidad de un discurso articulado, “habla”, actúa por el contagio de su ejemplo y con su ejemplo sugiere la duda acerca de las prohibiciones y amenazas divinas. Ahora bien, si este personaje come del Fruto y no “muere”, es que ya está “muerto”. Así como nosotros desde ahora mismo estamos sentados en el Cielo en Cristo (Ef. 2, 6; Col. 3, 1-4), así el tentador también ya está, virtualmente y como en suspenso, entregado a la “segunda muerte” (Ap. 20, 14); sus pseudo-días están contados (cf. Lc. 10, 18). Arrastra por la creación el simulacro de la vida, la pseudo-vida que mata, comenzando por aquél que la expande como una estela de baba... 40
El Apocalipsis identifica sin género de duda a esta Serpiente con Satanás: “Y fue precipitado el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama el Diablo y Satanás, el engañador del universo” (Ap. 12:9); es decir, en el lenguaje de las Escrituras, es el seductor de toda la naturaleza sensible, que usa al hombre como canal 41. Pues bien, la intervención de este personaje –activo hasta el fin de los tiempos, pero degustando desde ahora mismo su praelibatio sententiae, como dice Tertuliano– nos confronta con otro problema: el origen del mal. Resulta relativamente fácil contar cómo comenzaron los tratos entre el Maldito y la especie humana; pero es terriblemente difícil –y seguramente imposible, hoy– “explicar” exhaustivamente cómo, en el seno mismo de la eternidad, pudo originarse el pecado, el mal moral, la perversión del espíritu.
2. El Mal y el Maligno
El Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal no se nos presenta, en la Biblia, sino con relación a la prohibición de comer de su fruto, sólo a título, prácticamente, de pretexto para esta prohibición, para esta puesta a prueba. Resulta inútil devanarse los sesos tratando de dilucidar estos dos temas, originalmente independientes (considerados desde un punto de vista estático), mas luego conjugados (si se los mira dinámicamente): el Árbol y la Prohibición. El Árbol no está ahí más que para que se lo decrete vitandus; sólo es mencionado a propósito de esta posible tentación. No se trata del Árbol y la Prohibición, sino la Prohibición del Árbol. El conocimiento del Bien y del Mal no resulta, en caso de ingesta, de una propiedad particular, esencia o naturaleza característica de aquel árbol en particular: todo árbol prohibido, en el momento mismo en que Adán comía su fruto, desencadenaba instrumentalmente en él este conocimiento “superior” y nietzscheano del Bien y del Mal. ¡Y, por lo demás, toda no-ingesta, si Dios hubiera ordenado comer de él! Se ha fabricado entonces, con todas las piezas, un pseudoproblema mitológico –tipo Rama dorada y tutti quanti– sólo por el placer de intentar vanamente su elucidación.
Lo que importa, por consiguiente, es la prohibición en sí misma (del Árbol, ya que resulta necesario “fijarla” para concretarla, adherirla a algo). Esta prohibición, ¿qué significa? Lo siguiente: Dios quiere, ciertamente, que el hombre conozca el mal, pero como lo conoce el mismo Dios –como una detestable posibilidad. La idea del mal no implica sólo ausencia total o parcial del ser, su invasión por la herrumbre de la indeterminación, por el caos o tohu-vabohu bíblico. ¿Ausencia total? Dios no odia lo inexistente. ¿Carencia parcial? Sólo los gnósticos, en su angelismo antifísico 42, identificarían el devenir con la malicia; por lo demás el Acto puro, el Bien difusivo de sí, no podría, a su respecto, testimoniar más que bondad, misericordia y providencial omnipotencia: llenar esta tierra 43 “como las aguas del mar recubren su fondo” (Isaías 2, 9; Hab. 2, 14).
Es así que la idea del mal, en lo que tiene de positivo –el ser dotado del “signo menos”, el ser vuelto contra el Ser, el triunfo en la creatura de la existencia sobre la esencia; de la vita, como dice Lucrecio, sobre las vitae causae; el caos aparentando orden–, esta idea, digo, dado que es objetiva efectivamente, dado que es susceptible de realización concreta, dado que es un posible, no puede subsistir en la soledad y la independencia de un esse a Se; debe estar eternamente presente en el pensamiento de Dios (exégetas anglicanos han interpretado en este sentido Is. 45, 5-7). Si no, el mal sería absurdo, contradictorio, al punto de jamás alcanzar no sólo la objetividad de la presencia concreta, sino ni siquiera el estado puramente subjetivo de representación intelectual (no digo: de imagen).
Así es que, para que el hombre creado a imagen de Dios 44, es decir, capaz de elevarse a la “semejanza” de su divino modelo 45, pueda realizar esta similitud, debe, él también, conocer el mal, como Dios lo conoce: pero el mal entonces es un puro posible, llamado a la no-actuación; algo que, para el hombre, queda –e indudablemente quedará siempre–, como exterior, hostis 46, rechazado para siempre, odioso, vomitado previamente a toda “gustación”.
Por lo tanto, comer de este Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal –que es todo “árbol” prohibido (cf. entre otros Mt. 7, 16-18)– gustar, saborear, experimentar, ensayar en su acción y, por ende, en su ser 47, la diferencia entre el bien y el mal, equivale a ser capaz de adquirir, gracias a ese discernimiento, ese conocimiento que pone en juego toda la persona, aislándola, concentrándola sobre ella misma y en ella misma “más allá del bien y del mal” 48, como un Ser necesario 49; es, digo, llegar a ser capaz, en adelante, de distinguir, en lo real, la combinación del bien y del mal y, de ahí en más, de operar su dosaje. Equivale a manipular a Dios, de quien Jesús afirma categóricamente que es el Bien, “el único bueno”. Es sustituirse a Yahwé tal como él mismo define su naturaleza en Is. 45, 5-7. Es también iniciarse en ese conocimiento discriminador –serenamente, soberanamente, indiferentemente– por la contemplación: la consideración desinteresada, en el seno de la experiencia, de la Erlebnis, en ella y por ella. Es además conocer el Mal eligiendo hacerlo, tolerándolo, identificándose con él, pretendiendo en el mismo momento dominarlo por la propia trascendencia 50. Equivale a convertirse de algún modo en alguien connatural con él, transformarse uno mismo en una encarnación del Mal, en una puerta de acceso para que este puro posible ingrese al mundo de las realidades objetivas; de tal manera que a quien desea conocer a su vez al Mal, le basta que lo mostremos apuntando con el dedo: ¡helo ahí!... Convengamos entonces que hay allí más que una simple deficiencia de ser, una laguna ontológica: el mal no es sólo imperfección. El Tartufo, parásito de su bienhechor, carece de techo: no se trata todavía más que de una desgracia. Pero luego vuelve contra Orgón su propia bondad; se sirve contra Orgón de los poderes, bienes y dones que de él recibió; se sirve de él mismo como de un arma contra él. Pretendiendo sustituirse a él, lo asesina, al menos virtualmente; lo suprime, al menos en el orden de la intención: a falta de algo mejor.
¿Carencia ontológica? Seguramente, pero también mucho más que eso: superabundancia mórbida y proliferación cancerosa del ser, y de un ser prestado. El “maligno” en su “malicia” se instala en el Ser, en Dios, como esos parásitos del mundo animal que devoran su abrigo viviente. Toda vez que trata con el Ser infinito, por descontado que no tiene la menor posibilidad de éxito. Y sin embargo, en su fuero íntimo, el crimen ya ha sido perpetrado (cf. Mt. 5, 28). Se supera entonces la concepción aristotélica del mal como simple “falta (parcial) del ser”.
Sería imposible para el mal tener ningún tipo de existencia, incluso una existencia puramente subjetiva, a título de potencial pensamiento, de evocación-rechazada, si la idea de él no estuviera eternamente presente en Dios (Is. 45, 7). Pero Dios no podría acoger esta idea, Dios no podría aceptarla, tolerarla, hacerla suya –lo que para el “Motor inmóvil” de Aristóteles 51 equivale a la creación, a la bendición-benefacción de Génesis I– 52 sin renegar de Sí mismo: Él, el infinito, estableciendo esta idea positivamente en el ser, instalándola en la presencia, aunque más no fuera como un límite, insertándola en el esquema universal. Dios, pues, no puede pensar el mal sino renegando de él simultáneamente, rechazándolo como una hipótesis odiosa. A fortiori, Él no puede crearlo, conferirle el Dasein (la presencia objetiva y concreta), hacerlo, o, de una manera cualquiera –incluso si le fuera posible a su simple e inmutable naturaleza–, aceptar sufrir a su respecto la menor propensión, como si le faltara algo, de manera de establecer el mal en la existencia efectiva, manifestada, incluso permitirle expandirse en el curso de la Historia. Para Él, el Mal permanece, eternamente, como un abominable no-Dios, la hipótesis de una existencia sin esencia, de un ser anárquico, “insensato”, sin valor, significación ni alcance: de un caos. Nada más. Indudablemente, los peores excesos a los que podría llegar el Mal, una vez objetivado y “encarnado”, están “al desnudo, al descubierto”, implacablemente “expuestos”, intus et foris, como en una cuarta dimensión, a su presciencia, a su vista (Hab. 1, 13). Pero Él no se detiene, Él no vivifica estas larvas al considerarlas; porque “sus ojos son demasiados puros para mirar el mal, Él no puede contemplar la iniquidad” (Hab. 1, 13). La idea misma del mal lo subleva, esbozo de un atentado criminal a su plenitud, nacido muerto 53. A todas sus obras, tales como surgieron del fiat creador, las ha declarado “buenas”, y, tras su coronación en la creación del hombre, “excelentes”, “muy buenas”, en virtud de esa misma perfección, de esa plenitud (Gén. 1, 10, 12, 18, 25, 31); es decir, obras inalteradas, puras, sin la menor mezcla de mal (Ps. 103, 24), y sin la menor tendencia al mal.
Éste, por otro lado, no es inherente a la materia: la katabolé {acción de lanzar} o proyección del mundo en ser no es una caída (I Pet. 1, 20). Y la creación de voluntades relativamente libres 54 no implica necesariamente el mal. Su existencia, como fenómeno concreto, no es necesaria a la prueba y al progreso de los Ángeles y de los hombres. Nunca habría debido llegar a la existencia, a la presencia; y ciertamente Dios no lo ha querido así. Digamos incluso en que en un cierto sentido el mal –el verdadero, el que nada podría compensar, la anomía {injusticia} o mal moral (Mt. 24, 12)– no existe, incluso en la hora presente: no es algo o alguien; no es, en sí y por sí, un ser, una creatura, un objeto. Como las larvas de la Odisea que acechan ávidamente el derramamiento de “sangre negra” para encontrar con qué evadirse de su “vacío” (Rom. 8, 20, versión en griego), para aplacar su sed feroz de presencia física, el mal sólo existe si nosotros le proveemos las posibilidades de su manifestación, por lo tanto en la medida en que las voluntades malas se consagran y se entregan a él –del mismo modo que los fieles de Yahwé se santifican para su Dios. Es en la medida en que las creaturas espirituales adoptan el mal, le dan asilo y subsistencia, “disminuyen” para que él “crezca”, hasta que no sean ellas las que viven, sino el mal en ellas– ¡entonces la nada, el “vacío”! Purgad esas almas rebeldes, liberadlas, y el mal se encontrará sin hábitat, sin alimento, sin personalidad prestada. Volverá a ser simple hipótesis, límite negado, idea rechazada por el acto mismo que la provoca.
Ahora bien, para que las voluntades creaturales sean realmente buenas, en profundidad, con una bondad que “sea plena”, dotada de espesor y densidad, deben haber visto y considerado el mal, mas eso sin sombra de simpatía, incluso con indiferencia, sin ningún deseo de conocerlo experimentalmente con el mismo título que el bien. Les es menester elegir libremente no tener conocimiento sápido, fruitivo sino de Dios –“el único Bueno” dice Jesús. ¿Cómo podríamos incluso soñar con una voluntad santa, entregada a Yawhvé, si no admitiéramos la necesidad, para ella, de encontrarse confrontada por el Mal e interpelada por una elección que la compromete a fondo y la convierte en “intencionalmente” buena o mala? Es por ello que la creación misma de seres destinados a la santidad parece implicar, en general, y salvo casos “extranormales”, el riesgo, para ellas de una elección fatal: “Venciendo sin peligro se triunfa sin gloria”...
3. La caída de los Ángeles
Otros espíritus anteriores al hombre han sufrido esta prueba indispensable. Entre estas jerarquías angélicas establecidas por Dios como agentes y mediadores con relación a la creación inferior –y mientras esperan, ya sea la creación del hombre, ya sea, después de la Caída, su restauración en la gloria– los hay quienes eligieron bien y quienes eligieron mal55.
¿Bajo qué forma hemos de concebir la tentación de los espíritus puros? Sería temeridad e inútil pronunciarse sobre este asunto con afirmaciones y conclusiones excesivamente asertivas. Con todo, existen dos vías que se abren ante la inteligencia que busca, no dos imposibles certezas, aunque sí dos hipótesis plausibles, susceptibles de conciliarse sin inconveniente (en el sentido etimológico de la palabra) en el esquema general del dogma revelado. Por lo demás, creemos que es posible lograr una síntesis de estas dos concepciones.
San Pablo le recomienda a Timoteo que no admita a ningún neófito al episcopado “no vaya a ser que, viniendo a obnubilarse por el orgullo, caiga en la misma condenación que el Diablo” (I Tim. 3, 6). Porque “el origen de todo pecado es la soberbia; quien la tuviera, rebosará en abominaciones” (Eccle. 10, 15). Pareciera entonces que, para el Apóstol, la caída de aquel ser que hoy llamamos el Hostil, Satán –“el espíritu que siempre niega” de Goethe– sea debida a la soberbia: con infatuación se ha complacido en sí mismo, hallando en su propio ser toda complacencia y beatitud, triunfante de ser lo que era, habiendo degustado la embriaguez de ser princeps y caput de la jerarquía celeste –como si acaso no fuera un miserable mendigo como usted y yo–, quien halla fruición en Narciso y se deleita con la superabundancia de dones y el poder que encuentra en sí mismo 56. Pero el Salvador se pronunció más explícitamente que San Pablo al afirmar que Satán “no permaneció [oukh ésteken {no permaneció}] en la verdad” (Jn. 8, 44). Será preciso reveer más de cerca este texto cuando hablemos de San Juan. Mas, ahora mismo advirtamos que, para este evangelista, toda especie de pecado consiste en apartarse de “la verdad”, concebida como una adaequatio creaturae et Verbi 57. Así es que al principio el Diablo se encontraba “en la verdad”, y merece destacarse hasta qué punto esta fórmula de inmanencia espiritual debida al Salvador, se parece a la clásica expresión “en Cristo Jesús”, tan frecuente en el Apóstol 58.
Ahora bien, el Diablo no se mantuvo en esta posición. Y lo mismo sea dicho de su cómplices, las jerarquías que han consentido que su influjo sature su ser. “Estos Ángeles no han guardado su principio” –así como se “guardan” los preceptos del Verbo, principium creaturae Dei– 59 puesto que “han abandonado su hábitat” ontológico, Jesús diría: su morada (Judas, 6; Jn. 14, 2).
Por otra parte, una tradición judeo-cristiana y musulmana, sobre la cual hemos de volver, quiere que los Ángeles rebeldes se hayan sublevado por respeto a los “derechos” de la “creatura espiritual” 60, cosa que ocurrió ni bien se anoticiaron de la gloria a la que Dios quería elevar al hombre en sí, a la “imagen” del Creador, “en el mundo de las formas, la más bella (Corán, 95: 4) 61: la eterna Sabiduría manifestada mediante la “Sofía de la creación” (Boulgakov). Estos gnósticos avant la lettre no habrían podido ni concebir la eminente dignidad de la materia 62, ni captar la magnitud del riesgo inherente a la condición psicofísica, ni mucho menos comprender “la incomprensible, la insondable riqueza de Cristo” 63 Cabeza del Cuerpo de innumerables miembros 64, dado que Él es el Reconciliador por su Cruz, de las creaturas terrestres y celestes (Col. 1, 20). Tal es, en efecto, el pleroma que debe “permanecer en Él” (ibid., 1, 19). El misterio de la Encarnación sólo debía ser revelado a los arkhai {principados} y exousíai {potestades} –a los “principados” y “fuentes del ser” (a título relativo y secundario), a los regentes del cosmos (pertenecientes a los niveles “supracelestes del ser”)–, “hoy”, dice San Pablo 65, es decir, “a la vista de la Iglesia”, teofanía definitiva, siendo que hasta el presente había “permanecido escondida” a la más altas jerarquías espirituales 66.
Dios tiene previsto que el género humano entero desempeñe el papel de Mediador cósmico, y para él son las promesas de gloria en caso de que preste buenos y leales servicios. La clave de este designio es, evidentemente, la unión vital, personal, “hipostática”, de las dos naturalezas en Cristo, cabeza y plasma germinativo de la Iglesia; es la “insondable riqueza”, “la plenitud de la divinidad” presente en Cristo completo, pleno, del Jefe en los miembros, “a la manera de un Cuerpo” (Col. 1, 19; 2, 9). Pero la Encarnación supera toda conjetura: es, en sí misma, especialmente inconcebible para los espíritus puros: por más que “quieran hundir su mirada” en estos abismos de la divina caridad (I Pet. 1, 12), sin la explícita relevación que les aporta “hoy” la Iglesia ex angelis et hominibus, koinonía {comunión}, la comunidad misteriosa, a primera vista increíble. No podrían comprender ni un jerónimo del glorioso destino reservado al hombre.
Fatalmente hostiles a todo el hombre, y a todo hombre, ese advenedizo de la ontología, los espíritus puros correrían el peligro de negarse a la adoración del Hombre-Dios, de perderse la reconciliación, la paz que Él aporta, incluso a los Ángeles, “por la sangre de su Cruz” (Col. 1, 20), si, desde el vamos, desde el momento en que conocieron los designios de Dios para su especie, no hubiesen confiado en Él, antes de la Encarnación, incluso antes de la creación de Adán –ni bien entrevista la species viri, la sura de la mística musulmana– con humildad, en virtud de un acto equivalente en ellos a lo que en nosotros sería la fe 67.
Por lo tanto, según la Tradición judía, para los satélites de Satán la falta de fe 68 está en la raíz de su orgullo, cosa que les ha hecho rechazar los planes de Dios para el hombre. Su inteligencia no ha podido plegarse a lo que han considerado como una locura, como una pura irracionalidad, una divagación absurda y arbitraria del Todopoderoso. Desconocían lo concerniente a la Encarnación (futura) del Adán definitivo; a partir de allí su actitud, perfectamente “razonable” habría estado justificada si, precisamente, Dios no les hubiese requerido una ciega adhesión al “Hijo del Hombre” (Daniel 7, 13-14). Los Judíos, una vez que este Personaje se convirtió en uno de ellos, reasumieron por su cuenta la rebelión farisaica de los ángeles caídos, y por eso, siendo su falta exactamente la misma, no llama la atención que Cristo, en el Evangelio de San Juan, los haya asimilado a los demonios.
En lo que concierne a la Caída de los Ángeles, tales son las dos concepciones que los Judíos contemporáneos a Jesús debían a sus tradiciones verbales. Veremos más adelante algunos de sus detalles característicos. Pero desde ya parece claro que estas dos opiniones son perfectamente compatibles: 1º, el orgullo, por falta de fe, ha hecho que los demonios pierdan su estatuto ontológico original; 2º, han manifestado esta soberbia bajo la forma de envidia 69, cuando les fue revelado en qué desembocaba el plan divino para el hombre, siendo que entonces eran incapaces de descubrir por sí mismos, entre los acontecimientos por venir, la Encarnación, la sola clave que pudiera, a sus ojos, justificar la detestable antropoteosis 70.
4. “Dereliquerunt suum domicilium” (Judas, 6)
¿En qué momento de la historia cósmica se inserta la caída de los Ángeles? 71 No se sabe demasiado 72. Pero puede parecer, a primera vista por lo menos, que para San Judas esta catástrofe se relaciona con la de los “hijos de Dios” que precedió al Diluvio, y encuentra en ella su analogado. Porque este Apóstol escribe: “También a los Ángeles que no conservaron su principio 73, sino que (al contrario) abandonaron su propia morada, Él (el Señor) los tiene guardados hasta el Gran Día del Juicio en tinieblas perpetuas que los ligan y paralizan a todos” (Judas 6, texto griego) 74. El arkhé {principio} que aquí traducimos por principio, es el equivalente neotestamentario (cf. Apoc. 3, 14) a la vez de la reschîth y del rosch judíos: (in)-ceptio y caput 75, idea-madre y arquetipo como esencia –y fuente, origen y guía como existencia 76.
Pero existen, en el seno de la existencia universal, innumerables estasis-ciclos ontológicos (estasis o ciclos según el punto de vista en que uno se ubique), mundos coexistentes, incluso perfectamente compaginables, que forman todos juntos el uni(di)verso, el en kai pan {uno y todo}.
Cada una de estas dispensaciones tiene su duración propia, su propio ritmo del devenir, su tempo, sus “dimensiones” 77, que podríamos calificar como “velocidad” o “intensidad”: son tantos otros eones, siglos, este último término, si se retiene su significación primitiva (y tradicional, kalpa, yug-yom, doré, olam, athé, -aevum), que no se restringe a cien revoluciones terrestres alrededor del sol. Un eón –y San Pablo planteará la ecuación Satanás = este eón (malo)– es entonces una “ontosfera”, un sistema creatural aparentemente cerrado. Este cosmos que cae bajo la observación y la captación de nuestros sentidos es uno 78. Pero se observa también que para una representación gráfica, a poco que uno “sitúe” un “eón” merced a coordenadas como la de Efesios 3, 18, este “eón” aparece como “hábitat” (el domicilium de Judas, 6) 79.
Si llama la atención de que se intente llegar a comprender lo que San Pablo, entre otros, entendía por estas expresiones epistolares que se transmiten tan a menudo de un exégeta a otro sin preguntarse cuál es su actualidad, responderíamos lo siguiente: cuando el Apóstol nos habla de jerarquías espirituales, calificándolas, por ejemplo de arkhai {principados} y de exusíai {potestades} ¿se cree que estas denominaciones son arbitrarias, o bien el autor tenía de ellos una noción precisa en mente?
Aun suponiendo que haya tomado prestada esta nomenclatura tan matizada de las teosofías entonces en boga, desde entonces se hace cargo de eso; para él apelativos como Potestades, Principados, Dominaciones, etc., tienen cada una un sentido preciso que se refiere a su ser o a su actividad específica. Y para volver a la etimología de arkhé {principio}y de exusíai {potestades}, tales Ángeles serían entonces, relativamente y a nivel de las causas segundas, iniciadores de hileras (arkhai {principados}); otros, reservorios a partir de los cuales el ser se volcaría en criaturas de orden inferior (exusíai {potestades}). La Cábala asocia todas esas jerarquías a los diversos “estadios” de la creación, cuya “sucesión” no es, para el caso, más que lógica (“jerárquica”), en tanto que sub-órdenes e intermediarios; y, en ciertas epístolas paulinas (Gálatas, Hebreos, por ejemplo). no faltan alusiones a ese papel 80.
Hay entonces, según San Judas –que se refiere expresamente a la Tradición judía (versículos 5-7, 9-11: las mismas fuentes que II Tim. 3, 8)–, ángeles que han operado su propia desnaturalización (ver nota 31 y la noción de políteuma {ciudadanía} en Fil. 3, 20), en un sentido: su propia desnaturalización (si se tiene en cuenta que fueron creados en estado de gracia, como Adán). Mientras esperan su castigo definitivo, que les traerá la Parusía, gustan ya, dice Tertuliano, praelibatio sententiae, viviendo en esas “tinieblas exteriores” de las que habla el Evangelio y que simbolizaron las de Egipto 81. San Judas continúa: “Igualmente, Sodoma y Gomorra y las ciudades circunvecinas, habiendo fornicado 82 de la misma manera (que los ángeles mencionados), y dejándose ganar por el deseo de otra vida (distinta de la legítima) 83 yacen allí como ejemplo, sufriendo la sanción de un fuego eterno”, literalmente aioníos {eterno}, y que constituye desde ya, para esas poblaciones, una pregustación de los que les espera en el Juicio Final...
Pasando a los Gnósticos despreciadores de la materia, nuestra Epístola termina sugiriendo una analogía: “Análogamente, esos delirantes manchan 84 la carne 85, despreciando la Señoría, blasfemando las glorias. Sin embargo, el Arcángel San Miguel, en conflicto precisamente con el arkhé {principio} de toda esa ralea, no se resolvió, por su parte, a formular la execración 86 contra él, sino que se contentó con abandonar a Dios el castigo”. Así los Gnósticos vituperados por Judas, como los ángeles caídos, “insultan lo que ignoran” 87; en cuanto a lo que conocen naturalmente, y no es ni la “señoría” del nuevo Adán (Fil. 2, 9-11), ni las “glorias” reservadas a su cuerpo místico (I Cor. 15, 40-49; II Cor. 3, 18; 4, 17) –una y otra objeto de conocimiento sobrenatural– “lo que ellos conocen en virtud de su propia naturaleza, lo corrompen como brutos” (Judas, 7-10). A lo largo de este texto altamente significativo, afloran las alusiones a la natura de la caída angélica. Traigámosla a la luz.
5. Tenor de la Falta en los Ángeles
Hagamos una rápida síntesis. Ya hemos visto que:
1º. El mal, simple posible –riesgo de las creaturas libres (Luc. 20, 13)–, pero posible negado 88, no tendría existencia objetiva y concreta si no fuera porque Satán se convirtió en el Malo;
2º. Con respecto a Dios, la falta del Diablo y los suyos es, como todo pecado, una falta de orgullo, que se origina en una deficiencia de la fe (como ocurrió con Eva, por lo demás).
Queda por ver cómo se presenta “existencialmente” –en lo que respecta a la efectiva y actual (tatsächliche) psicología de los ángeles caídos–, la naturaleza concreta o tenor de su transgresión.
La lectura de San Judas sugiere un paralelo con los Gnósticos. Así, lo que los Sodomitas cometieron en el plano “físico”, estos ancestros de los Albigenses lo perpetraron en el orden intelectual. Almas encarnadas, cuerpos animados, compuestos de espíritu y de materia para espiritualizar el eón físico, en lugar de ser sus animadores, se erigen en sus despreciadores. Se trata de almas invertidas. A la inversión carnal de los Sodomitas se corresponde la suya: mental, psíquica. Ahora bien, el Apóstol Judas retoma el paralelo y lo aplica a los ángeles caídos: los gnósticos desprecian la materia. Les repugna la Encarnación y la gloria que, mediante ella, el hombre puede obtener de la Cruz, de la Carne y de la Sangre teantrópicas. Lo hemos visto: analógicamente, al rechazar el comercio sexual normal y confinarse en la homosexualidad, las ciudades perdidas (Sodoma, etc.), hacen, ellas también, caso omiso de esta universal complementariedad (en la cual lo sexual no es más que un aspecto) mediante la cual Dios quiere providencialmente “esforzar” el mundo hacia su télos {fin}. Los gnósticos y los sodomitas no hacen sino reflejar, en los “planos” respectivamente psíquico y somático (“hílico”), la homofisia, el homoneutamismo, el angelismo exclusivo y vigilado de los ángeles caídos; y, de hecho, Pascal diría que los dualistas, los “puros” o cátaros, “quieren hacerse los ángeles”. Lo que horroriza a los sodomitas, al igual que más tarde a los maniqueos y Albigenses –y tal vez por los mismos motivos, en virtud de sabe Dios qué Sod, de Misterios perdidos– es el matrimonio, la perpetuación de la carne, “la obra del Demiurgo”, todo lo que la carne contribuye al plan divino para el hombre, de la que nació Cristo y que posee con Él su cuerpo místico. [Al releer este estudio, advertimos que el canónigo J. Coppens, Profesor de la Universidad de Lovaina, acaba de publicar en Anvers un grueso opúsculo sobre la naturaleza de la caída en tanto hecho histórico (De kennis van goed en kwaad in het paradijsverhaal). Concluye con esta hipótesis: “Eva no aceptó la vocación natural que Dios le había encargado y que su esposo le había significado solemnemente; y el hombre en seguida le dio su apoyo en esta rebelión... La serpiente quiso seducir a la madre del género humano para que se entregue a una de esas prácticas gravemente pecaminosas, contra natura, en vista de evitar la progenie; prácticas que, más tarde, como se sabe, se extendieron en el culto de Istar” (pp.54-56). Se trata, aquí también, del odio profesado por el Diablo hacia los hombres, ¡estos advenedizos, cuya sola existencia psicofísica constituye, para él, un insulto a los espíritus puros!]
No diremos aquí entonces, con ciertos Padres, que la Caída de los ángeles arranca con el episodio –narrado en Génesis 6, 2– en el que “los hijos de Dios” se desposaron con “las hijas de los hombres”, a menos que se refiera –porque a menudo las jerarquías supra-humanas son calificadas como de progenitura divina en el Antiguo Testamento– 89 a un íncubo, destinado a “manchar” como diría San Judas, por una parodia monstruosa, el “gran misterio” del matrimonio. Pero nada, en el texto bíblico, confirma ni desdice esta glosa. Lo que nos parece plausible es que, conforme a la Tradición judía reasumida por San Pedro en la última Epístola canónica, el pecado de los ángeles consiste en el desprecio por la Encarnación, tomada en el sentido más lato. Es por razón de ese gnosticismo y catarismo avant la lettre que Dios los “tartarizó”, “entregándolos a cadenas de tinieblas, que Él se reservó para el día del Juicio” (II Ped. 2, 4). Quiere decir que su castigo definitivo aún está pendiente 90.
De aquí en más, el Diablo y los suyos podrán errar como otras tantas inquietudes, angustias hipostasiadas, desde ahora y en adelante, paralizadas, “encadenadas”, por la noche que los invade y satura cada vez más 91. Suplicarán a Jesús –el kírios {señor} despreciado (Judas, 8), el Hombre-Dios que en su soberbia rechazaron, y cuyo poder se les hace manifiesto, pero demasiado tarde–, que no los “atormente prematuramente” (Mt. 8, 29): quiere decir que el tiempo de su castigo final aún no ha llegado. Expulsados del endemoniado de Gerasa, rogarán a Jesús que “no les ordene arrojarse al abismo”, en el “pozo sin fondo”, sino que los deje todavía en “este país”, es decir en el mundo sensible, sobre la “tierra” (Lc. 8, 31; Mc. 5, 10; Apoc. 9, 1; 20, 1,10; Mt. 25, 41). Así es que los encontraremos más tarde, regidos por su arkhé {principio}, por el iniciador de su eón 92, y desplegando en torno nuestro una suerte de atmósfera saturada de rebelión (Ef. 2, 2; 6, 12).
Por lo demás, más allá de la cuestión del momento en que Satanás, el jefe, cae, es lícito pensar que sus secuaces actuales –“espíritus (absolutamente) puros” o no– no degeneraron en bloque, globalmente, como partes de un solo Cuerpo. La específica solidaridad de los hombres que los constituye en partes de “la humanidad”, este lazo forjado por la herencia, la responsabilidad común, no es propia de la naturaleza de los ángeles; de tal manera que la caída de un solo ángel no acarrea necesariamente la de todos, o de un gran número de ellos. Por tanto su falta reviste un carácter personal: cada uno de ellos es culpable; mientras que la nuestra (la falta “original”) no es más que una tara de natura: cada uno de nosotros la padece.
En todo caso, el primero de los espíritus caídos 93, el principal, el más capaz de arrastrar a otros 94, es Satán, si tomamos, con todas las reservas del caso, ese apóstrofe del Señor a los Judíos en que el Diablo nos es presentado no sólo como un mentiroso, sino también como “el padre de eso” (Jn. 8, 44) –ho patér autou {el padre de eso}–, es decir, de la mentira. Ahora bien, todo mal, en tanto realidad efectiva y fenómeno concreto, existente in actu, proviene de él (veremos más adelante por qué el mal es mentira). Es él el que parió al mal, el que la introdujo en la Historia, eligiendo libremente traducir a los hechos esta pura posibilidad, esta hipótesis despojada de toda plausibilidad.
Cuándo y cómo, la Revelación no dice gran cosa. Pero nos informa que él fue “el homicida desde el principio” –subjetiva y objetivamente–, es decir el que quiso la ruina del hombre, no solamente desde el umbral de la Historia humana, no sólo a partir de sus primerísimos contactos con nosotros cuando consiguió cortar los lazos de vida que nos unían a Dios, sino a partir del momento cuando en su propio “nivel” de existencia angélica la “figura de hombre” –species viri, como dice Daniel– le fue mostrada en el Verbo, nuestro “principio”: hominis eversio, tal es, según Tertuliano (Apol. XXII) la obra esencial, capital, tal el objetivo vital del Diablo y los suyos 95.
6. ¿Son los demonios “espíritus puros”?
Esta cuestión puede aplicarse a todos los Ángeles en general. Ahora bien, acerca de los Ángeles sólo sabemos con certeza incontestable lo que la Iglesia nos ha dicho fundándose en la Revelación escrituraria; y convendría recordar aquí que la Escritura recurre frecuentemente a ese lenguaje simbólico hecho para sugerir, para inducir una visión, o al menos una intuición, más que para notificar en negro sobre blanco fórmulas y noticias rígidamente determinadas (como si fueran poliedros ontológicos). Por otra parte, la Biblia no tiene por fin enseñarnos la historia natural de los seres invisibles, ni tampoco, si vamos al caso, la de los seres visibles. Siguiendo la tradición cristiana más antigua, cada creatura material tiene un “doble” espiritual. Según Clemente de Alejandría, Orígenes, el Pseudo Dionisio, no existe ningún insecto, ninguna brizna de pasto, que no tenga su Angel. Todos los fenómenos naturales manifiestan en el plano sensible la acción de estas entidades espirituales. Así, tal Ángel “tiene poder sobre el fuego”; otros rigen los vientos y las tempestades (Apoc. 14, 18; 7, 1).
Ya para el Salmista, Dios “hace de los Ángeles aquilones; de sus mensajeros, lenguas de fuego [...] Montado sobre un Querubín, Dios vuela; cabalga sobre las alas del viento” (Salmo 103, 4; 17, 10). En el Cuarto Evangelio, un Ángel que agita el agua de una fuente le comunica una virtud curativa (Jn. 5, 4). La aparición de otro en la mañana de la Resurrección hace temblar la tierra. Siguiendo las afirmaciones que repetidamente se encuentran en la Escritura nos encontramos con que las enfermedades, y singularmente las epidemias, dependen del mundo angélico. Tal “mensajero” golpea a Herodes; otros aniquilan el ejército de Senaquerib. Las pretendidas leyes naturales expresan su actividad regular y ordenada. Es por esto que, en la visión de Ezequiel, el trono místico y simbólico en que se “sienta” Yahwé y que representa al universo, consiste en esos “seres vivos” provistos de alas, capaces de volar, de ascender, cuya vida comanda la de las “ruedas llenas de miradas”, esto es, los mundos regidos por ellos y que están “saturados del espíritu del ser vivo” (Ez. 1, 20); San Pablo revelará más tarde que estos “regentes del universo” tienen sus rivales y usurpadores; y así como califica a Satán de “dios de este mundo” degenerado después de la Caída, también se referirá a los kosmokrátores {regentes del universo} impostores... En cada una de las ruedas luminosas “consteladas de miradas”, en cada uno de estos mundo donde se elabora y se desarrolla la “experiencia” conciente, actúa, según Ezequiel, el espíritu de un Querubín. Así sucede con todo fenómeno, toda manifestación del ser: astros, constelaciones, planetas, cada uno tiene su correspondiente Ángel. Seguramente el Creador confió al mundo angélico la evolución cósmica en sentido propio, la función de ordenar gradualmente el caos y fecundar la naturaleza. Pero aquí estamos en el campo de la hipótesis 96.
En la Escritura el papel principal de los Ángeles se define con relación al hombre. En efecto, la naturaleza ha sido justamente calificada de antroposfera; de modo que los espíritus que la animan tienen por real vocación servir al hombre. Ignoramos como esos seres espirituales pueden actuar sobre el universo físico; pero ¿acaso sabemos siquiera cómo nuestras almas rigen nuestros cuerpos? Claude Bernard –a quien el P. Sertillanges aprueba en nombre de la filosofía tomista– no descubre, en el “plano” fenomenológico más que lo físico-químico de nuestros cuerpos: ¡ni una “fuerza vital” cualquiera, ni un solo “fluido”, ni un “agente intermediario”! Hay “en la evolución completa de un ser vivo... una organización que es consecuencia de una ley organogénica preexistente y según una idea preconcebida” (Phisiologie générale, pp.177-178). “Existe algo así como un designio vital que traza el plan de cada ser y de cada órgano (La Science expérimentale, p.209). ¿Cómo una “ley”, una “idea”, un “designio” pueden orientar la actividad futura de un ser, incluso de un simple órgano? ¿Cómo la forma substancial, idea o ley –así como pi (π) es la forma substancial del círculo– puede determinar la suerte de toda una vida, incluso de toda una raza, en virtud de la herencia?
Y bien, en lo que se refiere a los Ángeles, ya que la actividad normal de la naturaleza les está sujeta y expresa su “servicio”, ¿por qué no podrían ellos ejercer sobre los tales objetos materiales una influencia, una potencia especial? La naturaleza física, en lo que tiene de “espiritual”, de “informante” –¡y si hay un caso en el que no se puede hablar ni por asomo de “naturaleza naturante”, es precisamente en éste!– en sus fuerzas misteriosas y “leyes”, es como un organismo animado por el mundo angélico. Dios le confía a los Ángeles una doble tarea: así como rigen el universo subhumano como tutores hasta que el heredero alcance la mayoría de edad, así Él los constituye en sus mensajeros ante éste.
En nuestros días se profesa ordinariamente, al menos en la Iglesia Católica Romana, que los Ángeles son, estrictamente considerados los términos, “puros espíritus”. Pero esta doctrina nunca ha sido dogmáticamente definida; se la deduce sencillamente, de un texto en el que el IV Concilio de Letrán afirma simultáneamente que los Ángeles poseen una naturaleza espiritual, además de señalar sus diferencias en lo que se refiere a los hombres. De aquí se ha extraído esta inferencia: si son espíritus, al igual que nosotros lo somos, y sin embargo son diferentes, es porque no tienen cuerpo. Se procede con igual lógica: si no tienen cuerpo ni forma alguna, deben poder animar o influenciar todos los cuerpos y todas las formas. Y si conocen y eligen sin el menor intermediario en la claridad plena del cognosco sicut et cognitus sum –¡coloquio inmediato de esencias!–, en la más absoluta libertad con relación a las desviaciones eventuales que se deben a la carne, va de suyo que en esta hipótesis, desde el instante mismo en que estos puros espíritus acceden al conocimiento y a la elección –es decir, al ser mismo–, su destino está sellado para siempre. Pero de ningún modo la Iglesia nos impone la fe en esta coincidencia en la persona del jefe de los Ángeles, entre su venida al ser y la elección que fija su suerte eternamente.
En los primeros siglos de la Iglesia estas contradicciones no se le habían escapado a los espíritus perspicaces: Orígenes, por ejemplo. Justino, Atenágoras, Irineo, Tertuliano, Clemente Alejandrino, Cipriano, Lactancio, es larga la lista de los autores eclesiásticos de los primeros siglos que sostienen que las jerarquías angélicas poseen el análogo o el equivalente de un cuerpo, y se extiende hasta Juan Damasceno (Encr. Patr. de Rouet de Journel, nº 2351) y Gregorio el Grande, quien dice que “comparados con nuestros cuerpos, los Ángeles son espíritus; comparados con Dios, son cuerpos”, ibid. 203).
Para Orígenes y muchos otros, la noción de espíritu absolutamente puro, con todo lo que ella comporta (simplicidad, aseidad, necesidad, unicidad, eternidad, etc.) sólo puede predicarse rigurosamente de Dios, el único en gozar de la absoluta espiritualidad. Toda vez que la Revelación nos muestra a los Ángeles localizados en el tiempo y dotados de movimiento transitivo, tienen que tener un cuerpo, por cierto diferente del nuestro, pero que les confiere –tan realmente como el nuestro a nosotros mismos– un cierto modo de presencia referido y coordinado con los otros seres corporalmente presentes en el universo físico. Esos Padres tenían en vista textos de Génesis 6, 1-4; Job 1, 6 y 38, 7; Salmo 103, 4, y tantas otras angelofanías bíblicas. La experiencia de los hombres corrobora, por otra parte, la Revelación escrituraria. Y la Iglesia ha querido abstenerse de definiciones irreformables, e incluso de definiciones dogmáticas a secas.
Cuando aparecen estos mensajeros de Dios, lo hacen generalmente bajo forma humana, aunque glorificada. Cuando en la llanura de Mambré se manifiesta el mismo Verbo acompañado de dos Ángeles, la Escritura nos habla de “tres hombres”, de los cuales uno solo recibe de Abraham honores divinos. El Señor reviste entonces la species viri de la que habla Daniel, la forma que Él asumirá definitivamente a partir de su Encarnación (Gén. 16, 17; 18, 2-3; 21, 16; 32, 24). Al “Ángel de Yawhvé” increado, reflejo eterno de su gloria, se unen los dos mensajeros creados que quieren salvar a Lot de Sodoma (ibid., 19, 1; 3, 17). Un profeta ve, bajo forma humana, a seis Ángeles encargados del castigo de Jerusalén (Ez. 9, 2). Más tarde, Zacarías y la Virgen serán los interlocutores de Gabriel –en hebreo: virilidad de Dios– y este “hombre” les hablará con voz humana (Lc. 1, 11-20, 26-38). Las santas mujeres miróforas, la mañana de la Resurrección, tienen una “aparición de Ángeles” parecidos a “hombres, vestidos con trajes resplandecientes” (ibid., 24, 4). María Magdalena, al inclinarse hacia el sepulcro, ve dos Ángeles “sentados” (Jn. 20, 12); los centinelas habían entrevisto a uno, “rodando la piedra” de la tumba (Mt. 28, 2-3). Otros dos aparecen en la Ascensión, siempre con aspecto de hombres (Hechos, 1, 10); un tercero se muestra a Cornelio “claramente” (ibid., 10, 3). Todavía otro libera a Pedro de su prisión (ibid., 12, 7-10). Y simplemente mencionemos las intervenciones angélicas en el Apocalipsis.
Pues bien, todas esas angelofanías sugieren que se trata aquí de “espíritus” que se contactan con el universo mediante una substancia o forma, pasiva y expresiva, que se podría llamar “cuerpo”. Y este “cuerpo” es normalmente capaz de comer, de saborear un festín, de “extender la mano para meter a Lot en la la casa donde estaban, cerrando enseguida la puerta”, de “tomar por la mano a Lot, su mujer y sus dos hijas”, de “llevarlos fuera de la ciudad” (Gén. 18, 10, 16). Los más pesados trabajos no tienen nada que arredre sus fuerzas físicas: “rodar la roca del sepulcro y sentarse encima” (Mt. 28, 2; en San Juan son dos los que reposan así, como buenos obreros tras un rudo trabajo: rasgo humano como el quaerens me sedisti lassus del Dies irae); “golpear a Pedro en el costado para despertarlo” (Hech. 12, 7; se ve el gesto: ¡es “nuestro”!), expresar en lenguaje articulado el discurso mental (como en el umbral de San Lucas)... ahí tienen lo que hacen los Ángeles.
Por otra parte es verdad que, si los Ángeles tienen “cuerpo” tal y como lo ha creído la Iglesia de los primeros siglos, y como aún lo sostiene la teología oriental, no puede tratarse de una materia espesa y densa, corruptible en el mismo grado que la nuestra. No se trata de “piel de animales” (Gén. 3, 21). Los cuerpos angélicos son incomparablemente superiores a los que poseemos actualmente. Así como Cristo después de la Resurrección, aparecen y desaparecen, descienden del cielo y suben de vuelta; con toda evidencia, sus “cuerpos” no están, del mismo modo que los nuestros, sometidos a las leyes que rigen las substancias materiales. Es así que se nos ocurre pensar en el “cuerpo espiritual” que nos ha sido prometido para después de la Resurrección (I Cor. 15, 42). La analogía angélico-humana debe, esta vez, verificarse más rigurosamente. Hablando del estado que será el nuestro después del Juicio Final, Nuestro Señor declara que los elegidos definitivamente salvados, y por tanto resucitados, serán no sólo “iguales a los Ángeles” sino “como ellos”, y no agrega restricción o especificación alguna (Lc. 20, 36; Mt. 22, 30, en el cielo, ellos, los hombres, serán como los Ángeles de Dios). Ahora bien, sabemos que la humanidad para siempre estabilizada en la gloria vivirá en un universo renovado que comprende una “tierra nueva” tanto como un “nuevo cielo” y que los hombres en este estado ejercerán su comercio, su vida ad extra por medio de un cuerpo, glorioso, pero auténticamente “cuerpo”. Resucitados, provistos de un organismo “sublimado”, seremos, dice el Verbo encarnado “similares a los Ángeles”, no sólo isángeloi {iguales a los ángeles} (San Lucas) sino también hos ángeloi {como ángeles} (San Mateo). Por último, ¿hay sólo metáfora en la Biblia cuando nos muestra a los Ángeles provistos de alas y volando (Is. 6, 2; Ez. 1, 5; Dan. 9, 21; Apoc. 14, 6)?
Pero, se dirá, si los Ángeles no son “espíritus puros”, ¿les será posible entonces ignorar, dudar, equivocarse? ¿Que incluso algunos de ellos no hayan hecho su elección en el instante mismo de su venida al ser? Pues bien, San Pedro, retomando una expresión de la que se sirven Lucas y Juan para describir la ansiosa y minuciosa inspección de la tumba vacía, nos muestran a ciertas jerarquías angélicas “inclinándose para ver mejor” parakýpsai {mirar inclinándose} y “hundiendo sus miradas” en los misterios del designio redentor (I Pe. 1, 12; Lc. 24, 12, Jn. 20, 5; 11). Parece que el dispositivo de los propiciatorios, entre los judíos, haya simbolizado esta incertidumbre: los querubines vuelven hacia él su rostro (Éxodo 21, 20). Un profeta nos hace asistir a un diálogo de las milicias celestes: “¿Hasta cuándo durará lo que anuncia la visión?” y también, “¿Cuándo, pues, se realizarán estos misterios?” (Dan. 8, 13; 12, 5-7). Ese tal vez que Jesús hace proferir al Padre, en cuanto a las reacciones libres de los hombres (Lc. 20, 13), ¿por qué sus mensajeros no lo pronunciarían?
Si algunos de los Principados y Potestades que en los cielos se instruyen al observar el drama de la vida humana y descubren, manifestado por la Iglesia, la inaudita, la conmovedora dispensación del misterio escondido en Dios desde el principio (Ef. 3, 10), han podido dudar, durante un tiempo, y preguntarse si el Mal vencería al Bien, la Parusía los iluminará. Es la gloria divina prometida al hombre en el Verbo encarnado la que, según varios Padres, provocó por razón de su primera proclamación (Heb. 1, 6) la rebelión luciferina –tradición tanto musulmana cuanto cristiana–; es la gloria divina prometida la que constituye el objeto del designio en vista del cual “las edades han sido dispuestas por la Palabra de Dios” (ibid., 11, 3); y es ella, en fin, quien nos habilitará a nosotros, nosotros los hombres, a “juzgar” a los Ángeles, a pronunciarnos sobre su caso, a sellar definitivamente su suerte (I Cor. 6, 3). Si alguno de ellos ha podido vacilar en su lealtad hacia Dios, inclinarse hacia alguna clase de indulgencia o “comprensión” hacia el Rebelde, la Parusía marca el momento en que “por el Cristo”, por su intermedio y como “a través Suyo” diá {a través}, Dios, “reconciliará todas las cosas consigo mismo”, incluidas “las celestes” (Col. 1, 20). Cuando el Apóstol nos muestra a la creación entera gimiendo con dolores de parto hasta que nosotros, los “hijos de Dios”, hayamos accedido a esa libertad plena que sólo confiere la gloria de modo que la creación pueda participar de esta liberación (Rom. 8, 19-22), ¿con qué derecho excluiríamos a las jerarquías angélicas de esta creación tomada en su integridad? Las potencias celestes, ante la salvación, la deificación, la gloria asegurada para siempre a los hombres rescatados, ya no pueden dudar; las que lo habrían hecho –y que no son los Demonios sino las jerarquías todavía expectantes– se retractan, y todas se prosternan ante el Trono pronunciando el Amén que las fija, a ellas también, en la inamisible beatitud (Apoc. 7, 12).
Este conjunto de reflexiones se insertaría fácilmente en el cuadro de una doctrina que negara a los Ángeles la espiritualidad pura en el sentido riguroso del término 97. Pero in dubiis libertas: nos contentamos aquí con exponer para una y otra concepción el pro y el contra. La tesis generalmente admitida en la Iglesia latina desde el medioevo se caracteriza, una vez admitidos sus principios, por una lógica sólida y compacta. Precisamente porque los Ángeles son espíritus puros, nos dice, porque están libres de toda atadura corporal, es que pueden moldearse, animar o influenciar todos los cuerpos y todas las formas. Por lo general en sus manifestaciones aparecen con aspecto simbólico: jóvenes sobre todo, pero también caballos de llamas y carros de fuego (Zac. 1, 8; II Reyes, 6, 17), a veces incluso formas volátiles (I Reyes 17, 6). A falta, en esta hipótesis, de organismos físicos que individualmente les pertenezca con propiedad, no pueden propagarse por la procreación: ¿qué transmitirían? Aquí es donde las primeras generaciones cristianas, al contrario, veían en la unión sexual de los “hijos de Dios” y las “hijas de los hombres” (Gén. 6, 2), la prueba de la corporeidad angélica; ¿acaso los “hijos de Dios” no son, en el Antiguo Testamento, idénticos a los habitantes del cielo, los celícolas (cf. Job 1, 6 y 38, 7)?
Se encontrará en el Apéndice III un excursus sobre la espiritualidad de los Ángeles y, por ende, de los demonios. Resumamos aquí, con todo, lo que dice la Tradición bajo la doble forma de Ecclesia remota y de Ecclesia proxima, lo que dicen los Padres y el magisterio oficial. Vacant (en su artículo Ángeles en el D.T.C., tomo I), dice que, según el Antiguo y Nuevo Testamento, “esos seres superiores no tienen cuerpo material como el hombre” (col. 1190). “La absoluta espiritualidad de los Ángeles no ha sido afirmada por los Padres”. Para “casi todos los Padres griegos”, los Ángeles son asómatoi {incorpóreos} y anýloi {inmateriales} “pero no completamente espirituales”. San Agustín “considera a los Ángeles como compuestos de espíritu y de materia”; “es a ese cuerpo de los Ángeles al que debe parecerse el cuerpo del hombre resucitado”. Para el conjunto de los Padres, griegos y latinos, “la verdadera fórmula para la mayoría de ellos sería ésta: comparado al hombre el Ángel es espiritual, y comparado a Dios, corporal” (col. 1195, 1197, 1198 y 1199). En el Segundo Concilio (ecuménico) de Nicea, un escrito de Juan, obispo de Tesalónica, fue “leído a los Padres como testimonio de la fe de la Iglesia católica y apostólica”. Se leía allí, entre otras cosas, que los Ángeles “son seres espirituales pero no, sin embargo, en el sentido de una incorporeidad absoluta; porque son espíritus sutiles, aéreos, ígneos... Si se dice que los Ángeles, los demonios y las almas son llamados incorpóreos es porque no están compuestos ni por los cuatro elementos ni por los cuerpos espesos que nos rodean”. Al preguntar el Patriarca Tarasio a los Padres si admitían que los Ángeles estuvieran así “configurados”, los Padres respondieron unánimes: “¡Sí, señor!” (Mansi, XIII, col. 164-165). Vacant concluye: “El Concilio parece [sic] alinearse con esta opinión” 98, en el sentido de que “no le presta a los Ángeles un cuerpo carnal como el de los hombres” (D.T.C., t. I, col. 1267).
Hemos mencionado más arriba al IV Concilio de Letrán, del cual el [Primer] Concilio Vaticano ha retomado uno de sus cánones. He aquí lo que escribe Vacant: “La espiritualidad absoluta de los Ángeles no es un dogma de la fe católica. No era, en efecto esta verdad la que el IV Concilio de Letrán tenía la intención de definir... toda vez que estaba dirigido contra la doctrina dualista de los Albigenses”. En cuanto al Concilio Vaticano, “no tenía tampoco la intención de definir la naturaleza de los Ángeles, sino solamente su creación” (I, 1269).
En resumen, si bien hay “temeridad” en atribuir a los Ángeles un “cuerpo etéreo” –aunque hay muchas otras formas de representarse el analogado o el equivalente de una corporeidad– “su incorporeidad absoluta no ha sido objeto de ninguna definición directa de la Iglesia” (I, 1271). ¿Qué dicen, en efecto, los textos que hacen autoridad?: “Este solo verdadero Dios, por su bondad y virtud omnipotente, no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a la criatura, con libérrimo designio, juntamente desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, esto es, la angélica y la mundana (mundanam), y luego la humana, como común, constituida de espíritu y cuerpo” (Denz. 1783). Y está prohibido afirmar que de la divina sustancia en un tiempo emanaron realidades finitas; se apunta allí a dos errores: el que afirma la emanación no sólo de los cuerpos, sino también de los espíritus, y el que limita a afirmarla de estos últimos (Denz. 1804). No se advierte qué relación puede existir entre esas definiciones de fe que establecen, por una parte, la universalidad de la eficacia creadora, contra el dualismo que discrimina entre el mundo material debido al demiurgo y los Ángeles emanados del própator {padre primigenio}, y por otra, ¡el problema de la espiritualidad absoluta de los Ángeles o su relativa corporeidad! Lo que, antes bien, la Iglesia ha afirmado en todos los tiempos, hoy como en los primeros siglos, es la distinción entre todas las criaturas y Dios, Espíritu por excelencia, Espíritu absolutamente perfecto, más que tal o cual concepción sobre la naturaleza angélica. Una definición en este último dominio estorbaría con un nuevo obstáculo la ruta de la reconciliación entre Oriente y Occidente, ruta bastante obstruída ya: a nuestros hermanos “ortodoxos” que nos miran se les puede decir in dubiis libertas...
De todas maneras, el autor de esta exposición no formula aquí su propia opinión, contentándose en cambio con dar noticia de las dos opiniones que han surgido en el seno de la Iglesia, al mismo tiempo que los argumentos en que se apoyan. En todo caso, el único problema que le parece importante es que el sentido obvio de ciertos textos neotestamentarios implica, en ciertos Ángeles, una actitud de duda y de expectativa, que se prolonga todavía al momento de la Encarnación (volveremos sobre la cuestión más adelante). Ahora, este fieri, ¿es compatible con la inmovilización moral del “espíritu puro”, que, desde su primer “juicio” queda identificado exhaustivamente con él? Aquí no hacemos más que plantear la cuestión.
Tal vez convenga ahora citar una página de Newman, de su Apología pro vita sua: a los Ángeles, dice, “yo los consideraba, no sólo como los ministros empleados por el Creador en sus relaciones con los hombres en virtud de las Dispensaciones judía y cristiana, sino (más que eso) como ejecutando, tal como sugiere la Escritura, la Economía del Mundo Visible. Los consideraba como las verdaderas causas del movimiento, de la luz, de la vida y de esos principios elementales del universo físico que, cuando sus efectos caen bajo nuestros sentidos, nos sugieren las nociones de causa y efecto y aquellas otras que dan en llamar leyes de la naturaleza [...] En mi sermón para la fiesta de San Miguel –escribe antes de 1834– dije de los Ángeles: cada soplo de aire, cada rayo de luz y de calor, cada fenómeno de belleza es, por decirlo así, la franja del vestido, la ondulación de las faldas de los que ven a Dios cara a cara. Y pregunto ¿cuáles serían los pensamientos de un hombre que examina una flor, una brizna de hierba, una piedra, incluso un rayo de luz, a los que trata como pertenecientes a un nivel de existencia inferior al suyo, si descubriera de repente que se encuentra en presencia de un ser poderoso, escondido bajo las cosas visibles que mira y que, disimulando su actividad plena de sabiduría, les confiere su belleza, su gracia, y su perfección, porque es el instrumento de Dios para este efecto?” 99
Sigue entonces un desarrollo singularmente sugestivo: “Más aún: admitía la existencia, además de la de buenos y malos espíritus, de una raza intermedia los daimonia {genios, deidades}, ni celestes, ni infernales; parcialmente caídos, caprichosos, versátiles, generosos o maquiavélicos, benevolentes o maliciosos, según el caso. Ellos daban una suerte de inspiración o de inteligencia a las razas, a las naciones, a las clases sociales. De allí la actividad de los cuerpos políticos y de las colectividades, a menudo tan diferentes de los individuos que las componen 100, de donde el carácter y el instinto de los estados y de los gobiernos, de las colectividades religiosas. Estos grupos humanos, yo estimaba que servían de alguna manera de hábitat, de organismo a inteligencias invisibles [...] Esta concepción la tenía confirmada por la mención del «Príncipe de Persia» que se encuentra en el profeta Daniel; consideraba que al hablarle a los «Ángeles de las Siete Iglesias» el Apocalipsis se las había con seres intermedios de esta especie”. En una carta dirigida a S. F. Wood, en 1837, Newman se expresaba así: “La gran mayoría de los Padres (Justino, Atenágoras, Clemente, Tertuliano, Orígenes, Lactancio, Sulpicio, Ambrosio, Naciancio) profesa que, si Satán cayó desde el origen, los [otros] Ángeles, por su parte, cayeron antes del Diluvio, cuando se prendaron de las hijas de los hombres. Recientemente esta posición me ha impactado como susceptible de resolver, notablemente, una idea que no puedo impedirme admitir: Daniel se expresa como si cada nación tuviera su Ángel guardián. Me veo obligado a creer en la existencia de ciertos seres, en los que seguramente se encuentra mucho bien, pero mal también, y que son los principales animadores de ciertas instituciones, etc. Me parece que «John Bull», por ejemplo, es un espíritu que no es ni celeste ni infernal”.
Aquí se vuelve a encontrar a los dêvas del hinduísmo, pero también a los egregores del ocultismo (Elifas Levi popularizó su noción), los schédîm del rabinismo contemporáneo a Jesús, y los innumerables “espíritus elementales” de las más diversas tradiciones esotéricas: gnomos, silvanos, náyades, hadas, kobolds y poltergeister, en resumen, todo ese “pequeño pueblo” cuya noción arroja considerable luz sobre ciertas manifestaciones del género “maravilloso”, y que han sido rechazadas por la Iglesia (pretendidas apariciones de la Virgen, seudomilagros de las sectas y medios “iluminados”, etc.).
7. El “caso” de Satán
A la luz de ciertas nociones recordadas más arriba, y que debemos sobre todo a los Padres griegos, nos inclinaríamos a creer que Satán no alcanzó de repente sus profundidades más vertiginosas (Apoc. 2, 24). Los teólogos de antaño le negaban toda verdadera presciencia, aunque su vasta experiencia –aquella, dicen ciertos textos iniciáticos, “del espíritu más viejo del universo”– 101 le permite, sin ninguna duda, realizar deducciones y suputaciones extraordinarias. Pero toda su astucia, toda su complicación, los indiscernibles repliegues y meandros de su pensamiento –¡al punto de ser el caso patológico por excelencia!–, sus mañas de histérico, sus trampas de engañador engañado, su mitomanía de psicópata y su mórbida inclinación por lo contranatura y lo alambicado, lo llevan a extraviarse, emborrachado de ira, en el propio laberinto que él es. La simplicidad, la inocencia de la infancia, el espíritu de pura y sencilla obediencia, la desnudez espiritual... ¡he ahí quién puede afrontar en paz sus ataques! Si hubiese sabido, como podría haberlo hecho, o creído, como habría debido, que su loca y perversa aventura contra el Ser no podía sino precipitarlo en la ruina, indudablemente jamás habría intentado dar el primer paso. Pero, habiendo literalmente descubierto el Mal, como hecho, como principio activo, como contra-ley del ser, se embriagó con la potencia quasi-creadora que le confería a su inventor y manipulador; no cesó de ver cómo se desplegaban ante su mirada de ángel las indefinidas perspectivas de influencia, de dominación, de “engorde ontológico” a expensas de otro, que el Mal le abría. Al intensivo infinito de Dios, en el que la cantidad no juega papel alguno, intentó, a falta de algo mejor, reemplazarlo por un extensivo indefinido que nutre su substancia de criatura contingente, cuya precariedad desde su caída había aumentado y estaba en vía de anonadamiento. Abandonándose a esta rabia desesperada que le hace hervir la sangre, a esta extraña ebriedad de jugador que deliberadamente persiste en su “mala racha” –porque no pudiendo salvarse, le queda el “glorioso” recurso de perderse (Götterdammerung)– decidió entonces (¡qué alegría, qué revancha, poder decidir la suerte de un ser, aunque más no fuera la propia!... ¿Es para mi eterna desgracia? ¿Pero acaso no soy yo, yo mismo, quien me condeno? ¿Y si me complace ser derrotado? ¿Si me place el perder-me? ¡Cómo me siento “dilatado”, desbrozando la ruta de la ruina! ¡Cuánto encuentro allí de “hinchazón” ontológica, de exaltación... viva esta fiebre!) que se jugaría el todo por el todo, costara lo que costare, y se replegó sobre los dones de su poder, de engaño y de seducción para resistir –¿victoriosamente?, ¿cómo saberlo?– al amor y la bondad de Dios:
¿Cómo haces alarde de maldad, oh prepotente, contra el justo?
La bondad de Dios permanece para siempre.
Prefieres el mal al bien
y la falsedad al lenguaje sincero.
Amas todas las palabras devoradoras,
lengua engañadora.
Por eso Dios te destruirá;
te quitará de en medio para siempre;
irá a buscarte a tu tienda
y te arrancará de la tierra de los vivientes.
Al ver esto los justos temerán,
y se reirán (diciendo):
“He aquí aquel
que no hizo de Dios su baluarte,
sino que confió
en la abundancia de sus riquezas
y se fortaleció en su maldad”.
Mas yo, como olivo lozano
en la casa de Dios,
confío en la bondad divina para siempre.
Salmo 51, 3-11) 102
Es precisamente por esto que el “caso” de Satán es, por así decirlo, único en su género, desesperado, cerrado y archivado, inapelable, no sujeto a recurso de revisión, no casable. Supongamos que su tentativa haya sido de orden puramente especulativo, “cosa de ver nomás”, como el aprendiz de brujo, “qué pasaría si...”. O que se haya tratado de una mala broma, de una sucia trapisonda, como hacen en la edad del pavo los jóvenes atormentados por su pubertad... Admitiendo por un instante que el Diablo sólo experimentó la potencia y la seducción del mal sobre sí mismo... O que tras haber constatado cuán nociva y temible era la fuerza desencadenada por él se atemorizó, pero no pudo darle marcha atrás a esa marejada... Imaginemos finalmente, ante las pruebas que manifiestan con superabundancia la superioridad del amor y de la bondad, que se haya inclinado, haya creído, haya abandonado la partida... podríamos entonces comprender que la Misericordia, pudiendo obrar finalmente en él, lo haya amnistiado, le haya condonado el castigo.
Pero esta inteligencia superior, viendo con fría y total claridad la perversidad del Mal, su carácter siempre fangoso, sin embargo lo ha elegido para convertirse en su protagonista y su campeón, y precisamente porque era el mal, porque era el “otro”; pretendió conferirle ser objetivo, actual, a lo único posible que Dios rechazaba (de donde su rabia humillada al tener que rebajarse a tal pseudo-creación). Al quis ut Deus de San Miguel, el Diablo opuso su quis ut Malum. Adoptó entonces el mal, exploró sus abismos (Apoc. 2, 24), saturó con ellos su vida y su ser, hasta que hubo, entre el mal y Satán, perfecta identificación; de aquí en adelante, así como el bien es sinónimo de Dios, el mal, todo el mal, toda la podredumbre del mundo creado, es sinónimo del Diablo. Satanás se convirtió en el Maligno, el Malicioso, y Jesús nos dice en el Pater que supliquemos así: “¡Líbranos del Malo!”.
8. Desde el Edén
Para toda creatura en vía de devenir, los hábitats ontológicos son, en el curso de su peregrinaje, moradas de viaje monái {moradas}–, dice el mismo Jesús (Jn. 14, 2; stations, traduce juiciosamente la Revised Version anglicana)– hasta el domicilio celeste en el cual, sin embargo, no dejaremos de ser transpuestos “de gloria en gloria” (II Cor. 3, 18). Pero, después de la Parusía, el Gran Sabbat nos fijará a todos en nuestro domicilium (Judas, 6) definitivo. Ahora bien, si creemos en el Prólogo del Evangelio de San Juan, todas las criaturas, físicas o no, están caracterizadas por el devenir: panta egéneto {todo fue hecho}, que el Evangelista opone al ser de Dios: en {era = verbo ser}.
No escapa Satán a esta ley que rige todo lo precario, y la seducción del hombre no es más que una etapa en su carrera hacia el abismo sin fondo (Apoc. 9, 1). Habiendo gustado por sí mismo el Mal, ha tenido éxito en hacerlo conocer sabrosamente a la humanidad. Mas, si bien él mismo lo eligió libremente, con audacia y desafío, como usurpador de la soberanía cósmica (el deus hujus saeculi paulino responde al ecce Adam quasi unus ex Nobis del Génesis), sólo pudo seducir al hombre, como lo expresa la metáfora de la serpiente, recurriendo a la astucia y a la sutileza. Veremos más adelante de qué modo los rabinos contemporáneos de Jesús se representaban estas artimañas. Conformémonos con notar aquí simplemente que Satán pone de relieve especialmente los encantos del mundo inferior; los bosqueja con una luz mágica, los hace “hablar”, les confiere el poder de encantamiento, de conmover profundamente la fibra humana: nuestros sentidos, nuestra imaginación, nuestra inteligencia. Si la Palabra de Dios es “eficaz, acerada, penetrante, al punto de llegar a separar el alma del cuerpo” por razón del juicio que nos hace dirigir sobre nosotros mismos, por la iluminación-juez que suscita en nosotros (Hebr. 4, 12), el enemigo del Verbo es un espíritu sutil, agudo, polimorfo, que penetra hasta los confines del alma y de la “carne”, no para “separarlas”, para “desmezclarlas” (ibid.), sino para operar su confusión, por la obnubilación que provoca en nosotros 103.
Por tanto actúa como poeta de este mundo, multiplica nuestros espejismos, substituye el cosmos tal como Dios lo ha concebido y querido, esta “figura que pasa”, esta mâya, esta mâyaviroupa de I Cor. 7, 31; lo rodea todo, incluso lo innoble, con una atractiva fosforescencia. Sin él, los deleites inferiores nos hubiesen tentado silenciosamente, sin ebriedad, sin atmósfera de embriagamiento; apenas si el hombre se hubiese dado cuenta de este tímido, modesto y vergonzoso llamado. Pero gracias a él, la tentación, iluminada con candilejas, se ha convertido en agresiva, “parlante”, tenaz, envolvente. Y en lo que se refiere al punto débil de la coraza humana, Satán lo elige tan sutilmente como a su arma: no es al hombre al que ataca primero, la “cabeza” como dice San Pablo, el polo racional y voluntario en ese ser dual que es Adán, creado “varón y mujer”; en cambio ataca primero a la mujer, el elemento impulsivo y pasivo de nuestra naturaleza. A pesar de que hubiese debido y podido, ella no vio adónde la llevaban la duda y el coqueteo en torno a “¿comeré?, ¿no comeré?”; dejó crecer, poco a poco, esta codicia que sin embargo ella podía discernir en ella misma y frenar; permitió que progrese de a poco, no “de gloria en gloria” sino de vergüenza en vergüenza, de obnubilación en obnubilación, de tiniebla en tiniebla. Tanto y tan bien que terminó por convertirse en tentadora a su vez. Si el Nuevo Adán es el “espíritu que da la vida”, mientras que el ancestro de la raza no fue más que un “alma recibiendo la vida”, en el Edén el Diablo ha desempeñado su papel de espíritu mortífero; y así como tenía en sí mismo las fuentes de la muerte, la comunicó a su vez a la madre del género humano (Jn. 5, 26). En un instante veremos como la teología rabínica bosquejaba gráficamente esta seducción. Contentémonos aquí con observar que el hombre seguramente hubiera resistido a la tentación proveniente de los sentidos y aun que hubiese olfateado, presentido, el carácter especioso y falaz de la insinuación espiritual. Pero parece que aflojó por debilidad, por pereza o complicidad del amor seccionado de su vigor y rigor sobrenaturales, que se vio obligado a elegir entre Elohîm y su esposa caída; sería entonces por virtud de un sentido desviado de su responsabilidad que se enredó, con los ojos abiertos y perfecto conocimiento de causa, en la trampa: “No fue engañado Adán sino que la mujer seducida incurrió en la transgresión” (I Tim. 2, 14).
Sopesemos, en Génesis 3, 14, los términos que enuncian la sentencia dictada contra la Serpiente: “Porque has hecho esto, eres maldita”... Ya hemos visto que la sanción definitiva es concomitante con la Parusía, que debe ser pronunciada en el Gran Día del Señor. Parece, siguiendo estas palabras de Elohîm, que quedaba una última oportunidad ofrecida –abierta– al Réprobo. Pero haber arruinado al hombre lo vuelve imperdonable; ocurre también que todo el plan creador se apoya sobre el rol mediador de la especie. Tras la Caída se ve que cada actor de este drama se inflige el castigo que mejor conviene a su culpa, una sanción que se podría decir “connatural”. El hombre continuará sujetándose a la naturaleza sensible aunque ya no con el poder y el júbilo originalmente decretados, sino con el sudor, el esfuerzo a menudo estéril, todo el barullo nuevo que él mismo se ha suscitado. La mujer no dejará de codiciar, de “llevar su deseo al hombre”, a quien ha llevado a la transgresión; y su codicia la hará sufrir, su “deseo” va a llenar toda su vida, como la bilis de un ictérico (Comte dirá que ella “no tiene más que una sola fisiología”; corrijamos: haga lo que haga, es deseo, al punto que lo exhuda, lo exhala, deschavetando a hombres y sociedades). En cuanto al espíritu malo, queda lo que decidió ser para seducir a la pareja. Perpetró su golpe presentándose de tal manera que permanecerá incapaz de ponerse de pie nuevamente, de elevarse siquiera al nivel de una obscura libertad, de dicha apenas consciente, de la cual goza la creación inferior, ni de encontrar otro alimento aparte del “polvo”. Tal es aún el estado del Malo y tal será mientras exista. Le falta ese “pan de los Ángeles” (Salmo 77, 25) –entendámonos, el verdadero, del cual el Maná fue sólo figura: el alimento del mismo Verbo encarnado y del cual su santa humanidad no dejó de sacar fuerzas (Sab. 16, 20; Jn. 6, 32; Apoc. 2, 17), esto es, el cumplimiento de la voluntad divina, la apropiación vital del Verbo, la “adoptabilidad” divina. Y como es un ser esencialmente precario, hipotecado por el no-ser (como usted y yo, por otra parte), como no hay en él de qué agarrarse para mantenerse indeficientemente en el ser, como ha elegido por “cáliz”, “parte de herencia” y “porción deliciosa” como dice el Salmo XV, la anarquía y la anomia –mientras que el ser, si no es infinito, si no subsiste por sí, no tiene realidad, presencia, sino a título de malla en una red de relaciones–, Satán se ve obligado, como por lo demás todos los otros espíritus inmundos que le hicieron el juego, a hacer de parásito, de vividor ontológico de toda la creación. Le resulta necesario alimentar su substancia, rellenar su duración, completar su vacío, birlando y sacando provecho de todo cuanto pueda en el mundo de los vivientes. Es él quien, en la parábola del Sembrador, revolotea como un pájaro de mal agüero alrededor del campesino acechando la trayectoria de la simiente: ni bien la palabra de Dios cae “a lo largo del camino” –y no en pleno campo, no en nuestros corazones, sino en el borde, en la franja de nuestro ser–, va y se le abalanza encima, la encuentra ya pisada, porque el suelo es duro y resistente y seco, sin nada desmenuzable o tierno, y la come (Mc. 4, 14; Lc. 8, 5, 12); esta Palabra de Dios, desechada, molida, se hace letra para él... lo que debía propagar la vida, de ahora en más “mata”, “no sirve de nada”, lo que significa que sirve a la Nada... y él se alimenta de ella, y ella suscita en él, como la Palabra viviente y vivificante, la Fe; pero esta vez, lo hace “temblar”. Y con eso él alimenta a los que en él pusieron su confianza (Jn. 6, 63; II Cor. 3, 6; Sant. 2, 19).
El Maná rancio, ensuciado, convertido en veneno, tal y como se encuentra en el corazón de los hombres que ha reducido a servidumbre, constituye su alimento preferido: deshacer la voluntad de Dios (cf. Jn. 4, 34), he allí el “pan” que le proponía al Mesías, en el desierto, el substituto de la Palabra de Dios (Mt. 4, 3). El Cristo nos da su Carne como pan (Jn. 6, 51), su Corazón de carne, su humanidad deificada; Satán prefiere los corazones de piedra (Ez. 11, 19; 36, 26; cf. Ef. 4, 18) y los multiplica de buena gana a guisa de panes: es eso lo que este padre da a sus hijos (cf. Mt. 7, 9; Jn. 8, 44).
Pero todo lleva agua a su molino, y lo que por lo común lo sustenta, a falta de algo mejor, es el vaso que, bien en el fondo de nuestra naturaleza, espera ser tragado por el Dragón: esta “tierra” de la que está hecho el hombre, desconcertado en sus partes inferiores, partes “bajas” después de la Caída, eso que Shakespeare llama the buttock of shadow, las pudenda tenebrosas, lo que tiene en nosotros lo irracional, el impulso bruto, la astucia con la que intenta vanamente superarse. Y lo que le posibilita estas horribles francachelas es la posesión, la manumisión, cuando Dios lo permite sobre el hombre y la bestia; son los triunfos del pecado, aunque sea mínimo, mezquino, mediocre o “grandioso” –¡como si la peste fuese más sublime que el cólera!–; es, en fin, lo propio de este orgulloso, lo propio de este Pavo Real, el imponerse a nuestra atención mediante crueles y agobiantes tentaciones, mediante la enfermedad, el sufrimiento, el vértigo del alma, el grito desesperado de la carne, las catástrofes y el denso ambiente de indiferente sadismo y nauseabunda voluptuosidad que este “arconte de la potencia del aire” (Ef. 2, 2) desparrama alrededor nuestro como una repugnante y adormecedora atmósfera. Tales son para él, de ahora en más, los únicos accesos posibles a la existencia concreta, actual, carnal: aquélla que despreció primero, sólo para envidiárnosla después...
II. Demonología rabínica en tiempos de Jesucristo
1. Los tres roles de Satán
En “el quinceavo año del reinado de Tiberio César, siendo Poncio Pilatos gobernador de Judea” (Lc. 3, 1), ¿cuáles eran, entre los judíos, las nociones acerca de Satán que habían sido popularizadas por las tradiciones rabínicas? 104
Antes que nada notemos que, aparte de Satán, en los escritos rabínicos no se encuentra ninguno de los apelativos con que el Nuevo Testamento designa al Adversario; pero la noción de Calumniador universal, de Diabolos, no falta. Por lo demás, la teología judía contemporánea de Jesús lo ignora todo acerca de un Reino del Malo, del “mundo” en sentido joánico, de “este” mundo en sentido paulino. El poder de las tinieblas no es opuesta al de la Luz, Satán no aparece como el adversario de Dios. Antes bien, el Diablo es aquí más bien el enemigo del hombre, no del Altísimo y del Bien. La diferencia es radical. El Nuevo Testamento nos manifiesta la existencia de dos príncipes, dos “reinos” en pugna, el uno y el otro pretendiendo dominar a todo el hombre. El Cristo aparece allí como “el aún más fuerte”, que vence al “fuerte y bien armado” y le quita no sólo sus despojos, sino también sus armas (Lc. 11, 21-22). Es durante el curso de una guerra espiritual, de un combate moral, que el Diablo resulta vencido y su derrota tiene por efecto la liberación de la especie sujeta. Dicho de otro modo, el hombre es arrancado de la dominación del Enemigo, no sólo por ficción, imputación, fuerza extrínseca y divino arbitrio, sino mediante su propia regeneración, por la substitución, en él, de un nuevo principio de vida espiritual, distinto al antiguo. El conflicto se convierte, en cuanto a su punto de partida, a su terreno, a sus resultados, en una lucha de orden exclusivamente espiritual y moral. Pues bien, esta concepción era enteramente ignorada por el rabinismo contemporáneo de Jesús 105.
Para los rabinos de entonces, el “Gran Enemigo” no es más que el envidioso y malicioso adversario del hombre. El mal-principio no se encuentra como hipostasiado en el Demonio... ni hipostasiable en nosotros; no “tiene nada en nosotros”, como dice Jesús, pero esto por la sencilla razón de que ¡no podría tener nada en nosotros! Para los rabinos del siglo primero Satán no es más que una especie de “hombre de la bolsa”, a menudo bastante simplón; y eso en sus tres papeles: como Shamaël o Satán; como Yetser haRa, personificación del impulso pecador; como Ángel de la Muerte (y por tanto Acusador, Tentador y Verdugo). Su Caída sucede después de la creación del hombre; se debe a la envidia y celos de los Ángeles. En el seno del Divino Sanedrín, Dios suscita la cuestión: “¿Debo crear al hombre, o no?”. Mientras se discute acaloradamente, Yahwé crea a Adán y le dice a los Ángeles: “¿De qué sirven vuestras peroratas? ¡El hombre existe!”. Ahora, el asunto es que un buen número de entre ellos se habían opuesto a la creación de este advenedizo... Téngase en cuenta que, en el Edén, Adán califica, “nombra” a todas las creaturas, y por tanto es capaz de ordenar el universo, por lo menos subjetivamente: es creador “en espíritu”. Esta superioridad de los hombres sobre los Ángeles que no tienen autonomía intelectual, sino que reflejan pasivamente, como espejos, lo que contemplan en Dios, exaspera a estos Señores, quienes comienzan a conspirar illico para lograr la perdición de Adán. Pues bien, de entre todos estos “príncipes angélicos”, Shammaël es el primero, considerablemente más importante que Los Cuatro Vivientes y que los Serafines (¡tiene el doble de alas!)... Acompañado de sus adláteres desciende sobre la tierra, “posee” a la Serpiente –por entonces dotado de voz, de mano y de patas: una suerte de camello parlante– y convence a Eva de que Dios ha prohibido tocar el Árbol de la Ciencia. Lo toca ¡y no se muere! Por su parte, Eva, ante la prohibición divina “engordada”, habiéndose suscitado leyes allí donde antes no las había, infringe el precepto imaginario, ve a Shammaël (el Ángel de Muerte) abalanzarse sobre ella, teme morir sola (en cuyo caso Elohîm le hará el don de una segunda mujer a su esposo), y se decide, por amor a Adán, a arrastrarlo hacia la muerte, llevándolo a desobedecer con ella. Tal el relato que se encontrará en el capítulo 13 de la Pirqé del Rabbí Eliezer en la Béreschît Rabba, 8, 12, 16, 18, 19; y en el Yalkut Shimeoni, I, 8, C. Desde luego, si bien admiten que la Caída tuvo para Adán y su descendencia consecuencias enojosas, ni un solo teólogo judío admite la doctrina de una tara original que mancha hereditariamente la naturaleza humana (Weber, System der Alsynagogischen Palästinschen Theologie, p. 217).
He aquí entonces a Satán dividido en tres roles: examinémolos rápidamente.
a) El Acusador de los hombres
Es en el libro de Job donde aparece por primera vez en este papel. Se trata del “Adversario” que se presenta delante de Dios porque el Todopoderoso lo compele (Job I, 6-7; I Reyes, 21, 1; 22, 21-22; Zac. 3, 1-2); cumple, él también a su manera, un servicio (“El diablo porta piedras”)... Ni el igual, ni el rival de Dios (no hay dualismo). Yahwé le permite algunas libertades, le prohibe otras, le impone límites (Job 1, 12; 2, 3-6). Nos encontraremos de nuevo con el Satán de Job al fin de este capítulo, antes de ir a San Juan.
En los rabinos, cuando Dios tienta al hombre, siempre lo hace mediante Satán. Así, cuando Yahwé quiere que Abrahám le sacrifique su hijo, el tentavit Deus Abraham de Génesis 21, 1, el asunto se convierte en una requisitoria del Diablo contra el patriarca, cosa que ocurre en el Sanedrín celeste (Sanhedrin, 89 B, Bereschît Rabba, 56): Abraham no es más que un devoto interesado; acaba de tener un hijo y no ofrece ningún sacrificio. Dios responde que entonces deberá ofrecer a su propio hijo. ¡A que no!, replica en sustancia el Malo... En el Libro de los Jubileos, cap. 17, en el Tanchuma o Yelamendenu, 29 A y B, Isaac e Ismael discuten acerca de sus respectivos méritos y el primero se declara dispuesto a ofrecerse a Dios. “Ofrecer, aun el propio hijo, he aquí el primer mérito del hombre”, le dice Yahwé a los Ángeles que se oponen a su creación (Tanch.). En el Antiguo Testamento, cada gran prueba de un servidor de Dios, será como consecuencia de alguna requisitoria del Maldito...
b) El Seductor de los hombres
Leemos en el Babha Bathra, 16 A, que Satán no es otro que el Yetser haRa, el impulso malo, la perversidad innata. Pero, en general, el Talmud distingue entre Shammaël-Satán, el Malo, dotado de existencia personal, independiente de nosotros, y nuestra concupiscencia individual. Es Dios mismo quien, antes de la Caída, nos inocula esta propensión perversa, así como también la aspiración al bien (Yetser haTob), siendo que el equilibrio entre estas dos tendencias constituye al hombre “normal” (Berakhôt, 61 A). Son nociones tanto más reconfortantes para el pecador cuanto que “las dos leyes que encuentra en sí mismo” datan, la una como la otra, ¡desde su creación (Bereschît Rabba, 14)! La persistencia en nosotros del principio malo es rigurosamente indispensable para la persistencia del mundo en el ser (Sanhedrin, 64, A; Yoma, 69 B). ¡Digan si esto no habría regocijado a Sade y Nietzsche!
A través de toda la historia de Israel, Satán interviene como el Gran Seductor: intenta disuadir a Abrahám de inmolar a Isaac, trata de aterrorizar a este último, quiere enloquecer a Sara (y con tanto éxito que ésta se muere); quiere impedir que los Judíos acepten la Ley, hacerles creer que Moisés murió en el Sinaí, los lleva al pie del becerro de oro, intenta vanamente robarse el alma de Moisés muerto (véase Judas, 9), se le aparece a David bajo la forma de un pájaro, de tal suerte que cuando el rey lo derriba con una flecha, Betsabé levanta la cabeza y, por su belleza, conquista el corazón y los sentidos de David (Sanhedrin, 89 B; 107 A; Bemidbar Rabba, 15; Bereschît Rabba, 32, 56; Tachuma, 30 A y B; Schabbath, 89 A; Debharim Rabba, 11; Abhodah Zarah, 4 B y 5 A; Yalkouth, 1, 92 y 2:56; etc.) 106.
c) El Destructor de los hombres
Quiere perjudicar, destruir, arrasar, cueste lo que cueste, ¡a veces incluso estúpidamente y a su costa, lo que luego lo sorprende mayúsculamente! A veces la teología rabínica hace de él un Poltergeist a la alemana. Al haber fracasado en hacer naufragar la fe de Abrahám y de Isaac, anuncia la muerte de éste a su madre, noticia que la mata (Yalkut, I, 98; Pirqé del Rabbí Eliezer, 32); según otros, Sara muere de sobrecogimiento al verlo a Isaac volver sano y salvo tras haberle creído a Satán lo de su muerte (Bereschît Rabba, 58). Aparece bajo la forma de un anciano para persuadir a Nemrod que arroje a Abrahám en un horno ¡y al patriarca para convencerlo de que se deje arrojar! Todo moribundo lo ve blandiendo una espada en la punta de la cual tiembla una gotita de bilis. Aterrorizado, el moribundo abre la boca y traga la gota, lo que explica la lividez, la pestilencia y la corrupción del cadáver.
Según otros rabinos, Satán perfora a los moribundos; pero Dios, habiendo creado al hombre, salvaguarda su dignidad y... su propio “rostro” ¡haciendo que esta herida se vuelva invisible! (Abod. Zar. 20 B) Imposible referir aquí los detalles picarescos del combate que libra victoriosamente sobre San Miguel, arrebatándole el alma a Moisés; el Arcángel huye vergonzosamente después de lo cual, Moisés, resucitado durante un instante por la buena causa, arranca rabiosamente uno de sus “cuernos” luminosos y lo clava en un ojo del Diablo, quien, de golpe, suelta la presa. ¡Pónganse en su lugar! Todas estas bellezas se encuentran en el Debharîm Rabba, un “midrash” sobre el Deuteronomio (p.11)... Va de suyo que semejante satanología podía provocar terrores supersticiosos; mas la concepción del mal moral y del combate que es menester librar contra el Diablo, cueste lo que cueste, no tiene nada que ver con tales historias.
2. Satán según Job
En definitiva, es en el libro de Job donde el Adversario aparece como verdadera y puramente religioso, como elemento de un culto verdadero, “en espíritu y verdad” 107. Desde el vamos se encuentra allí la figura del Diábolos, ya como el Calumniador (II Tim. 3, 3); Tito, 2, 3; Apoc. 12, 10), ya como el Difamador (I Tim. 3, 11), tal como es objeto en el Nuevo Testamento de cincuenta y tres menciones explícitas, muy a menudo con el artículo ó que connota la personalidad del Diábolos: aquel que excita a unos contra otros mediante la mentira y el equívoco (Mateo 4, 1); San Pedro en su Primera Carta (5, 8) y San Juan en el Apocalipsis (12, 9 y 20, 2), sin ninguna duda identifican a este Acusador con el Satán de Job. “¿De dónde vienes?”, le pregunta Yawhvé a Satán. El Diablo debe, aquí, rendir cuentas ante el trono del Juez (cf. Gén. 3, 14-15), si bien la transacción definitiva queda diferida hasta la Parusía (Apoc. 20). Dios no cuestiona a los Ángeles fieles ya que es Él quien los “envía” y ellos no cumplen más que Su voluntad. Si interroga a Satán es porque aparentemente éste no ha hecho sino lo que le venía en gana. “¿De dónde vienes?”. “De recorrer el mundo, ¡de errar por aquí y por allá!”... Quiere decir que ya no tiene un hábitat fijo en el cielo ni tampoco lo tiene en la Gehena, “preparada” para él en vista de la Parusía, dice Jesús. Expulsado de su “domicilio”, primero antes de la Caída del hombre (II Pe. 2, 4; Judas, 6), a su pesar resulta convocado delante del Maestro. Estamos aquí lejos del Prolog im Himmel del Fausto:
Von Zeit zu Zeit seh’ ich den Alten gern,
Und jüte mich, mit ihm zu brechen;
Es ist gar schön von ein’ so grossen Herrn
So menschlich mit dem Teufel selbs zu sprechen!
Cada tanto con el Viejo me junto,
me guardo bien de pelearme con él
¡es muy gentil ver a tan gran Señor
departir tan amable con el propio Luzbel!
Toda vez que el pensamiento es movimiento, “veleta” dialéctica, se nos permitirá anticipar algo sobre la conclusión de este estudio. Al fin Satán utilizará este permiso –esta orden– gracias a la cual puede reaparecer en el “cielo”, en Apoc. 13, 7-9: allí intentará suplantar al Cordero mediante la violencia, esta última vez con recurso a la ostentación de su poder y de sus dones, tras haber vanamente intentado vencerlo (entre otras veces, aquí abajo) utilizando la astucia y la sutileza. Vencido por Miguel y “sus” Ángeles, es arrojado inmediatamente a tierra (Lc. 10, 17-18; Jn. 12, 31)). Dios ya no le permite “acusar a nuestros hermanos” en el cielo (Apoc. 12, 10), ni de medirse con el Cristo en persona. De todos modos, puede ejercer aún su furor aquí abajo, bien que “por poco tiempo” (ibid. 12, 12). Ahora, ¿qué es “poco tiempo” en la estimación de la “Voz fuerte en el cielo”? Mil años son como un día, dicen el salmista y San Pedro. Cuando llega para todos, aun para el Diablo, el acabamiento, la perfección, el télos {fin}, intenta nuevamente emprenderla contra el Mediador humilde y dulce; pero es como Cordero, como Rey pacífico y misericordioso que el Cristo lo derriba, lo desarma para siempre, lo arroja a esa gehena preparada para ese mismo Día, desde que el mundo existe (Apoc. 20, 7-10).
Por alguna razón que no ha considerado conveniente revelarnos, Dios permite que Satán, hasta el Día del Juicio Final, vaya y venga como un “espíritu en el aire”; si bien nunca escapa al poder (eventualmente manifestado) de Aquel que es “más fuerte que él” puede, en su inveterada inquina hacia la humanidad (el único enemigo al que puede alcanzar), vagar a la búsqueda de su botín espiritual (I Pedro, 5, 8). Vagar, mientras espera el “descanso” que le está reservado, “preparado desde la creación del mundo” con miras al Gran Día, eso es todo lo que su inquietud le permite. La nuestra procede de que buscamos a Dios (irrequietum est cor nostrum...); la suya procede de Aquel de quien huye. En Mateo 12, 43-45, se lo ve “trotar por lugares áridos” –es el “suelo pedregoso” de la parábola del Sembrador– “buscando reposo, y no lo encuentra en ninguna parte”. Es un sedentario, ama sus costumbres. Se llama Legión, y podría llamarse Rutina. Helo aquí intentando mediante la posesión –y la peor, la unión santificante al revés, sin ningún “fenómeno”: así todo el mundo, el mundo contemporáneo, está “hundido en el Maligno” (I Jn. 5, 19)–, helo aquí intentando encarnarse; este Ogro ama la carne fresca...
En Job 1, 9 difama al hombre ante Dios del mismo modo que en el Edén había difamado a Dios ante el hombre (Gén. 3, 4). Es, decididamente, el Diábolos por excelencia, y en la tierra, hasta en el propio seno de la Iglesia, los diaboloï, los sempiternos “acusadores de sus hermanos” son sus hijos bienamados (I Tim. 3, 11; II Tim. 3, 3; Tito 2, 3. ¡Pablo le tiene horror a esta especie!)... ¿Y cómo Satán pone en duda la integridad de Job? “¿Es por nada que Job teme a Dios?”. Este imbécil comprende a fondo el lodazal que es nuestra naturaleza; pero no tiene idea de lo que ella conserva de bien –la imago, aunque se haya perdido la similitudo–, no sabe nada de la “grandeza del rey caído”, que diría Pascal, y que debería arrancarnos lágrimas; ¡júbilo, júbilo, júbilo, lágrimas de bendita compunción! –de eso no sabe ni jota.
“¡Para nada!”... Ni Job ni ningún otro siervo de Dios le sirve “para nada”. ¿Acaso es Dios igual a nada? ¿Será que el amor del Ser, de la Plenitud de la inexhaustible Riqueza, es amor de Nada? El Cristiano, como Job, sirve a Dios porque encuentra su recompensa en ese mismo servicio; la recompensa del amor consiste en amar más (Sant. 1, 25, en donde el hinduismo encontraría la verdadera noción, positiva y fecunda, del vaîreyghia, de “la acción autosuficiente”).
Para quien no puede conocer sino lo que hay de peor en la naturaleza humana, el objetivo que persigue el Santo, que lo atrae y lo anima, no puede sino parecerle irreal, quimérico, “nada”. Y sin embargo los más grandes pecadores de entre nosotros, si de todos modos permanecen fieles –si “a pesar de los extravíos adonde nos ha conducido la fiebre violenta de nuestras pasiones, a pesar de nuestros pecados, nunca hemos dejado de reconocer al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo” (Commendamus Tibi, penúltima Gran Oración sobre los moribundos)–, han experimentado a veces que Dios se aproxima infinitamente a nosotros, y tanto más adorablemente, y del modo que más amor desencadena en nosotros, cuando lo hace en lo más profundo del alma como nada. Sólo que, incapaz de comprender la esperanza que galvaniza, a veces sin que uno lo sepa, el corazón fiel a pesar de sus debilidades, y a fortiori, la paz inmediata y el júbilo hic et nunc de un alma para la cual “servir es reinar”, Satán imagina que, bajo el peso de la adversidad, la religión de Job no puede sino desmoronarse. Por nuestra parte, fue en el presidio alemán de Breendonck donde nos tocó experimentar de manera eminente, suave y poderosamente benignitatem et humanitatem salvatoris nostri Dei...
3. El mundo de los “escorzos” o “cáscaras”
Hemos visto que la teología rabínica lo ignora todo acerca de un “reino” de Satán. Allí la noción de “espíritu malo” permanece bastante vaga; finalmente es una mezcla de entes algo parecidos a nuestros demonios cristianos, un poco como esos “espíritus de la naturaleza”, “ni buenos ni malos”, verdadera fauna de lo invisible, de la que hablan todas las tradiciones esotéricas y el ocultismo, y cuya existencia nos ha sido confirmada en los últimos sesenta años por una considerable cantidad de phsychical researchers. Son los que Newman, en un texto ya citado, llama los daimonia {genios, deidades}.
La literatura rabínica los califica, según su actividad, de Mazzikin (dañinos), Ruachôt haRa (espíritu malo), Ruachôt tumenach (espíritus malos), de Seirim (chivos); estas últimas dos apelaciones aparecen en el Evangelio (los “chivos del Juicio Final son hombres que allí se parecen a demonios, asociados en adelante al “Diablo y sus ángeles”, cf. Mt. 25, 32, 33, 41). Son también Ruchin (nocivos) y Malakhîm Chabbalah (Ángeles portadores de daño). Se los llama, en fin, Schedîm, nombre que proviene de la raíz Scheda, que significa a la vez soledad desértica, sobrevuelo y rebelión.
Ciertos escritos rabínicos admiten –y muchos traicionan sin saberlo– el origen iraní y mazdeísta de estas concepciones: “Los nombres de los Ángeles y de los meses que rigen, nos han llegado de Babilonia” ¡y un buen número de otras nociones también! (Talmud de Jerusalén: Rosch ha Schanah, 56 B; Bereschît Rabba, 48 A y B). Recordémoslo: esas “pequeñas gentes” de la cual se nos habla a través de los siglos, que se encuentran en tantas tradiciones “elementales”, elfos, gnomos y dêvas, de los cuales Leadbeater, Hodgson y Conan Doyle han llegado a presentarnos sus... fotografías (?), kobolds y potergeister cuyas andanzas fueron registradas por la solemne Society for Psychical Research, desde Myers y Podmore hasta Harry Price, en innumerables procesos verbales en los que colaboraron incluso sabios reputados como William Cookes, Oliver Lodge, Camille Flammarion, Lord Kelvin, Carl du Prel, Bozzano, Charles Richet. Allí se los ve como entes maliciosos, versátiles y taimados, casi simiescos, que no parecen enteramente malos, perversos y que, incluso, según su veleidoso humor, pueden caprichosamente prestar algún servicio, pero de los cuales conviene mantener distancia, pues su proximidad está plagada de riesgos. Es posible, recurriendo a fórmulas y diagramas mágicos, esclavizarlos. Tales son también los daimonia {genios, deidades} de la teología rabínica en tiempos de Jesucristo. Echemos un vistazo a su origen, número, clasificación y costumbres.
a) Origen
Circulan diversas versiones. “Ellos” han sido creados la víspera del primer Sabbat, pero, desde entonces, su número no cesa de aumentar (Pirqé Abhôt, 12 B), Bereschît Rabba, 7). ¿Quién los ha propagado? Eva, por sus relaciones sexuales con íncubos; Adán, por las suyas con súcubos; sobre todo con Lilit, su reina (Erubhin, 18 B, Bereschît Rabba, 20). Adán, durante ciento treinta y ocho años, vivió bajo la maldición (que lo golpeaba personalmente), hasta el nacimiento de Set, “engendrado a imagen” de su padre (Gén. 5, 2). Por lo tanto (sic), la progenie salida de Adán durante ciento treinta y ocho años no fue a su imagen, sino a imagen de Lilit, su reina y los súcubos (¡véase lo que resulta cuando un buen silogismo es aplicado a la teología!). Según el Libro de los Números caldeo, al que en esta materia sigue la más antigua Cábala, retomada por el Sefer Yetsirah y el Zohar, el mundo “yetsirático” o de la “in-formación” cósmica, que es el mundo de los Ángeles, proyectaría su sombra (los “contrarios lógicos”) en el mundo “atsiático” o de la “acción” (de la prueba, los hindúes dirían del karma), bajo forma de klifôt, de “escorzos” o “cáscaras”. Éstas serían las configuraciones psíquicas que objetivan esos “contrarios lógicos”. Tienen por príncipe a Shamaël y en nuestro universo habitan las “siete moradas” (Scheba hakhalôt). Para algunos cabalistas, las “cáscaras” serían las “sombras invertidas” de los Sefirot, o las manifestaciones en nuestro universo de los Sefirot “de izquierda”, llamados también “del rigor”.
b) Número
Es ilimitado, porque esos seres se propagan (como nosotros, se alimentan y mueren; pero, como los Ángeles, tienen alas; imponderables, atraviesan el espacio y los cuerpos; conocen el futuro, salvo los futuros libres). Tal es la tradición reportada por el Tratado Chaghigah, 16 A. Por el contrario, según el Babha Qamma (16 A), estos entes surgen de las metamorfosis que padecen las víboras, las cuales, en cuatro veces siete años, se convierten sucesivamente en vampiros, cardos, zarzas y schedîm 108. ¿Habrá que ver en esto un símbolo de la “evolución regresiva” o degeneración cósmica –caída gradual y cada vez más acelerada– posterior a la falta de Adán?...
Es lo que podría sugerir una tradición concomitante; los schedîm surgirían de las espinas dorsales que la oración jamás inclina (ver Babha q. 16 A, y, en el Talmud de Jerusalén, el Tratado Schabat, 3 B) 109. Sea como fuere, cada uno de nosotros tiene siempre mil demonios a su derecha, y diez mil a su izquierda (interpretación rabínica del Salmo 90, 7). Lilit, la reina de los súcubos, tiene ciento ochenta mil secuaces (Pesakh, 112, B). Esta lombriz invisible se encuentra por doquier: en las migas de pan que tapizan el suelo (cf. Mt. 15, 27), en los frascos de aceite, en el agua potable, el aire, el pus, las casas abandonadas y sobre todo en las letrinas 110; se esconde tanto de día como de noche, pero sobre todo aparece poco antes del canto del gallo: ¡ojalá que a esa hora no nos sorprenda a solas dentro de una obra en ruinas (Berakhot, 3 A y B, 62 A)! Siendo dos, aún hay peligro, siendo tres, ya no (ibid., 43 B). Por otra parte, más vale no dormir solo en ninguna casa (Schabbath, 151 B). Ni salir de noche sin, al menos, una antorcha. Las vísperas del miércoles y del Sabbat son las más peligrosas. Felizmente, los schedîm no pueden crear, ni producir. Se los expulsa con fórmulas mágicas grabadas sobre amuletos que deben llevarse sobre sí; se los conquista merced al Tetragrammaton, que es el nombre secreto de Yawhvé.
c) Clasificación
Ante todo hay machos, cuyo jefe es Asmodeo, y hembras, cuya reina es Lilit. Unos y otros pertenecen, si hemos de creer al Targum del Pseudo Jonatán, a una de las siguientes “órdenes”: espíritus de la mañana, del mediodía (cf. Salmo 90, 6) 111, de la tarde y de la noche. Sus nombres cambian de desinencia según su sexo, Schedîm o Schedot, Ruchim o Ruchot, etc.
Muchos de estos daimonia {genios, deidades} personifican enfermedades: sobre todo la lepra, las afecciones cardíacas, el asma, el crup, la rabia, el tétanos, las diversas formas de vesania, los calambres de estómago, la angina, los ataques de gota ¡y el tartamudeo! Otros schedîm son, lo hemos visto, especies de genii locorum; es peligroso, pero está permitido evocarlos, siempre que se disponga de fórmulas mágicas que excluyan todo peligro (Sanhedrin, 101 A). La religión judía había decaído a este nivel...
El Talmud constituye una mina de informaciones precisas sobre este tema. Chamat, por ejemplo, el demonio del aceite, provoca el acné o el eczema. Pero se puede obviar todo riesgo si se pone el aceite primero en el hueco de la mano y no se toma directamente del frasco. ¡Cuidado con cualquier substancia que no ha sido cubierta durante toda la noche: agua, vino, etc.! Hormiguea de schedîm. Antes de la purificación ritual vuestras manos están llenas de ellos, y el agua de la purificación los conserva, incluso después. Imitan todo lo que hacen los hombres de Dios (así es como los magos del Faraón pudieron remedar a Moisés (cf. Schemot Rabba, 9). Estas imaginaciones tienen tal prestigio que Josefo –quien cree que el rey Ezequías recibió el don de Dios de evocar, exorcizar y esclavizar a los “chivos” y de curar mediante ellos– afirma que asistió a una de estas curas (Antiq. Jud. VIII, 2:5). Por lo demás, ¿acaso los escribas no afirman que Jesucristo cura de esa manera? (Mt. 10, 25; 12, 24-27)?
Estos impuros son legión, que acechan nuestros más mínimos errores. Tienen poder sobre todos los números pares 112. Jamás bebáis, por ejemplo, ¡dos o cuatro, o seis copas de vino (Bereschît Rabba, 51 B), salvo en la noche de Pascua cuando los schedîm no tienen poder alguno sobre los hijos de Israel (Pesach, 109 B)!... Pero se los puede domesticar a estos “nocivos”, hacer de ellos “espíritus familiares” 113.
Tales rabinos deben la inmensidad de su ciencia a revelaciones particulares; de entre estos demonios sabios se destaca sobre todo el sched Josef y el sched Jonatán (Pesach, 110 A; Yebhamôth 122 A). El rabí Papa tenía a su servicio, como un empleado doméstico, a uno de estos personajes (Chullin, 105 B). ¡Desconfiad de estos servidores demasiado buenos de los que disponen ciertos rabíes! Para aseguraros de su identidad, arrojad cenizas alrededor de su cama: si sus huellas a la mañana son parecidas a las que dejan las patas de gallo, ya no hay duda... ¡son demonios! (Bereschît Rabba, 6 A; Ghittîn, 68 B). En el tiempo de Salomón, sospechando que Asmodeo a veces aparecía bajo la forma de un gran Rey, el Sanedrín 114, quiso examinarle las patas. Pero el maligno –viene a cuento decirlo– nunca descubrió los pies... En fin, si usted no cree nada de todo lo que precede, he aquí la receta infalible que le permitirá ver: tome el feto de una gata negra, salida de una gata negra –una y otra deben ser primogénitas–, quémelo a fuego vivo, ponga su ceniza en un tubo de hierro, séllelo con un anillo de hierro. Tres días después vuelque algo de esta ceniza sobre sus ojos: ¡y ya verá! (Bereschît Rabba 6 A). El Rabí Bibi llevó a cabo este experimento con maravilloso éxito; por desgracia, los espíritus evocados lo rozaron hasta hacerlo sangrar; únicamente los rezos de los rabinos, sus cófrades, lograron curarlo. Después de tales ejemplos, resulta bastante pasmoso ver a “críticos” modernos atribuir la demonología del Nuevo Testamento al ambiente judío de entonces. Estos “críticos” aparentemente lo ignoran todo acerca de la literatura rabínica...
4. Posesión, enfermedad y magia negra
Según Josefo, la vesania del rey Saúl era debida a los schedîm, quienes, por lo demás, “lo hacían sofocar mediante crisis de asma”; por el contrario, Salomón curaba muchas enfermedades expulsando demonios de sus cuerpos mediante incantaciones cuyas fórmulas secretas habían sido transmitidas a algunos de sus contemporáneos: el Rabbí Eleazar, por ejemplo, logró la cura de un poseso en presencia del emperador Vespasiano, de sus oficiales y de su tropa, colocando un pañuelo salomónico bajo la nariz del enfermo 115.
Aquí hay, entonces, ambivalencia: si estos espíritus están en el origen de las afecciones físicas y psíquicas mencionadas en el capítulo precedente, o explican ciertos accidentes como el súbito encuentro con un toro salvaje, sirven también para curar “milagrosamente”, cosa que será posible para quien sabe domesticarlos mediantes fórmulas y pases mágicos 116. Conviene, pues, atraerlos, alimentándolos, toda vez que comen, beben, se propagan, etc. 117 Tienen por alimento ciertos elementos del fuego y del agua, de los olores y de los sonidos 118. Se lo evocará, entonces, para combatir posesiones y enfermedades, mediante fumigaciones de incienso, mezcladas con esencias especiales. Recordemos que los más malos y poderosos son los que pululan en las letrinas (Schabbath, 67 A). Propiamente hablando, la Biblia prohibe la magia bajo pena de muerte; por otra parte, ¿para qué practicarla? Ella no posee ningún poder sobre Israel mientras sirva al Dios verdadero (Chullin, 7 B; Nedarîm, 32 A). Mas, entre los principios y la práctica, ¡la casuística de los rabinos ponía distancia!
Está incluso, a veces, permitido entregarse a la magia el sacrosanto día del Sabbat (Sanhedrin, 101 A). Es uno de los tesoros robados a los Egipcios (Éxodo 12, 35-36), ya que Egipto es la patria de la magia; ¿acaso no es en ese país que Jesús hizo su aprendizaje de mago? Como se revisaba a cada viajero al momento de su regreso a Palestina, Él disimuló bajo su piel (sic) las preciadas fórmulas (Qiddouschin, 49 B; Schabbath, 75 A y 104 B). Por lo demás, todos los judeo-cristianos, sus discípulos, son magos como Él. Es lo que explica el éxito de su propaganda. En el primer siglo de nuestra era, el Rabí Ischmaël-ben-Elischa, nieto del gran sacerdote ejecutado por los romanos 119, impide que su sobrino Ben Dama se haga curar una mordedura de serpiente por un cristiano: “Más vale perecer que ser salvado por magia” (Abhodah Zarah, 27 B). En la misma época, el ilustre Rabí Eliezer-ben-Hyrcanos, sospechado de conversión al cristianismo al punto de padecer persecución, terminó por salvar su vida porque se cree que fue atraído a Cristo mediante un puro hechizo mágico (ibid., 16 B y 17 A). En el siglo segundo, el Rabí Joshua-ben-Leví, en controversia con cristianos, se vio acorralado por sus citas bíblicas. “Cerrado su pico”, los maldice y les lanza “un demonio de mudez”. Para su infortunio, sus adversarios, más magos que él, le devuelven la pelota al vuelo. ¡Y helo allí, más mudo que nunca!
El Talmud divide a estos magos en seis clases: los nigromantes 120, los que pronuncian oráculos metiéndose un hueso en la boca, los encantadores de serpientes, los indicadores de fechas fasta y nefastas, los “buscadores de muertos” 121, y los pronosticadores de buenos y malos “signos” 122. Más aun que los hombres, las mujeres se dan a la magia (Talmud de Jerusalén: Sanhedrin, VII, 25 D). Según el Targum del Pseudo Jonatán sobre Génesis 31, 19 y los Pirqé del Rabí Eliezer, 36, he aquí como se puede, a imitación de los Patriarcas (sic) fabricarse terafîm: basta con matar a un recién nacido, cortarle la cabeza, “prepararla” con sal y especias, ponerle bajo la lengua un redondel de oro en el que están grabadas ciertas fórmulas mágicas... ¡y la cabeza contesta a nuestras preguntas! ¿Y no se lo acusó a Carlos IX de haber practicado ritos semejantes?
En cuanto a las enfermedades ya mencionadas, los demonios no pueden infligírnoslas a menos que cometamos ciertas imprudencias. Por ejemplo, tomar prestada agua potable, caminar sobre un charco de agua recientemente derramada 123, o, el sumo riesgo, ¡caminar entre dos palmeras que no estén por lo menos cuatro codos distantes entre sí! Pero hay cosas igualmente graves: encontrarse a la sombra de la luna 124 o de ciertos árboles: allí pululan los demonios.
Si cada enfermedad tiene su propio “genio”, la posesión nunca dura demasiado ni es permanente, sino que consiste en influencias repetidas y momentáneas, que coinciden con las “crisis”. Desde luego, estos males se pueden prevenir, tanto como curar. Por ejemplo, la víspera del miércoles o del Sabbat, impide la polución demoníaca del agua quien recita el Salmo 28, 3-9 después de haber repetido siete veces la Voz divina o Bath-Kol. También puede cantarse: “¡Luol, Schaphan, Anigron, Anirdafin, resido entre las estrellas, marcho entre lo magro y lo graso!” (Pesach, 112 A). Contra la flatulencia, deberá beberse agua caliente mientras se salmodia: “¡Qapa, Qapa! ¡Pienso en tí, en tus siete hijas, en tus siete cuñadas!” (ibid., 116 A). Para curar un carbunclo, nada como pronunciar: “¡Baz, Bazihay, Mas, Masiyah, Kas, Kaiyah, Sacharlaï y Amarlaï! ¡Vosotros, los Ángeles venidos del país de Sodoma para curar los dolorosos carbunclos! ¡Que su color no se torne aun más rojo! ¡Que no se extienda! ¡Que el grumo no sea absorbido por las entrañas! ¡Así como una mula no se propaga, que tampoco este mal se extienda por el cuerpo de X... hijo de Z...!” (Schabbat, 67 A).
Mantram contra la eczema: “¡Sable desenvainado! ¡Honda estirada! ¡Su nombre no es Yuakhabh, y el mal se detendrá!”. Contra los temibles demonios de las letrinas: “Sobre la cabeza del león y la jeta de la leona, encontré al sched Bar-Schiriqa-Panda. Lo he arrojado sobre una cama de berro y golpeado con una mandíbula de burro” (Schabbath, 67, A). Contra el “mal de ojo”, meter el pulgar derecho en la palma izquierda y el pulgar izquierdo en la palma derecha, diciendo: “Yo, X... hijo de Z... ¡pertenezco a la casa de José, sobre quien el mal de ojo no tiene poder alguno!”. Si usted pasa entre dos brujas, murmure: “¡Agrath, Azelath, Asiya, Beusiyah, ya han sido matadas con flechas!”. En fin, para protegerse de cualquier clase de riesgo, he aquí el más precioso de los exorcismos a todo evento: “¡Bar-Tit, Bar-Tema, Bar-Tena, Tchaschmagoz, Merigoz e Isteaham! ¡Que les llegue el estertor, que se agrieten, que salten, que sean malditos y precipitados!”.
Es a este nivel de obscena y supersticiosa puerilidad que había descendido la demonología de los teólogos judíos, cuando vino el Mesías. Comparado con este fárrago amasado de nociones iranianas y fenicias, por lo demás envilecidas por vestigios informes y degenerados de enseñanzas iniciáticas –atribuidas por sus defensores a alguna Tradición primordial–, la doctrina del Evangelio resulta inconmensurable. En el caso, soñar siquiera con compararlos sería una indignidad.
III. Hojeando el Nuevo Testamento
A. LOS SINÓPTICOS: SATÁN EN EL DESIERTO
1. Si los Judíos preveían la Tentación del Mesías
Adán, hijo de Dios (Lc. 2, 38), creado a imagen del Hijo increado, sufrió, al principio mismo de su carrera de mediador entre Dios y el hombre, una prueba fundamental. Al igual que el Diablo, “no permaneció en la verdad” (Jn. 8, 44); cesó de ser el verbo del Verbo; dejó de ser él mismo. En el umbral de su carrera, del imperio que Él debe conquistar mediante su propio aniquilamiento (Fil. 2, 6-8 opone esta exinanitio a la hinchazón ontológica de Gén. 3, 4-6), el nuevo Adán debe pasar, él también, por esta prueba inicial.
Desde su Bautismo, que por la doble voz de la tierra y del cielo Lo consagraba Mesías-Rey e Hijo unigénito de Yawhvé 125, era necesario que Jesús tomara conciencia, clara y plenamente 126, de todo lo que implica un “mundo totalmente sumergido en el Malo” (I Jn. 5, 19). Convenía que el Cristo nos hiciera una demostración irrefutable, a través del crisol de la prueba, de cuál era el modo de realizar ese Reino, por qué medios puramente sobrenaturales, mediante qué “método” rigurosamente inverso y adverso al que nos valió la Caída. Pero esta alta conveniencia de la Tentación en el Desierto nos resulta evidente sólo después de que sucedió. Los Judíos no habrían podido creerlo, ya que su Mesías no tenía nada en común con este joven e imprevisible rabbí. Sin dudas, la propia tradición bíblica y, en el caso, el presupuesto psicológico, deberían haberlos hecho presentir que la grandeza espiritual está al término de una dialéctica en tres puntos: tentación-dolor-victoria. ¿Cómo querrían que fuese de otro modo en un “mundo sin Dios”? (Ef. 2, 13). La gloria misma del triunfo es proporcional a la primera tentación: fue el caso de los patriarcas, de Moisés, de todos los héroes de la fe de Israel. Los comentarios rabínicos del texto sagrado bordaban gustosos sobre este tema central: la envidia de los Ángeles. Satán quiere disuadir a Abrahám de sacrificarlo a Isaac; la corte celeste pretende oponerse a que Israel reciba la ley; el Diablo intenta vanamente robarse el alma de Moisés (Bemidbar Rabba, 15). Por más pueriles, repugnantes y a veces obscenas y blasfemas que sean algunas de estas leyendas, tienen sin embargo todas en común este tema fundamental: la tentación espiritual es la condición primera de la exaltación espiritual. Incluso el propio texto al que acabamos de aludir –un midrash o comentario al Libro de los Nombres– concluye: “El Santo –¡bendito sea su Nombre!– no eleva a ningún hombre a la dignidad de su Reino sin haberlo antes probado, escrutado, sondeado; si resiste la tentación, Él lo constituye en dignidad” (cf. Libro de los Jubileos, 17; Sanhedrin, 89 B, Pirqé de R. Eliezer, 26, 31, 32; etc.).
Empero, en todos estos pasajes no se trata más que del hombre “común”. La tradición judía no contiene la menor alusión a la tentación del Mesías por parte de Satán. Más bien que al Diablo ni se le ocurra emprendérselas con el Mesías. El Yalkouth Schimeoni (comentario de todo el Antiguo Testamento), interpreta en una glosa a Isaías 60, 1, el versículo 10 del Salmo 35 (En tu Luz vemos la luz) como aplicándose al resplandecimiento del Mesías: es esta luz la que en el Génesis Dios declara “muy buena”, porque, brotada de Él antes de la creación, es ella la que, alumbrándolas, valoriza a todas las creaturas; pero después de la Caída de Adán, la esconde bajo el trono de su gloria hasta que aparezca el Mesías. Pues bien, Satán le pregunta a Yawhvé: “¿Para quién reservas Tú esta Luz primordial?”. “¡Para Aquel que te humillará y aplastará!”. Allí mismo el Diablo exige ver a ese Personaje. Dios le muestra al Mesías y, en ese mismo instante, Satán se prosterna y reconoce que ese Rey lo arrojará, a él junto con todos los Gentiles, a la Gehena (Yalkouth, 2, 56 A). Este primer encuentro entre el Diablo y el Mesías adquiere, en la tradición judía, un sentido y un acento literalmente inversos a los que encontramos en el relato evangélico de la Tentación.
Del mismo modo, en el curso de este comentario a Isaías 60, el Mesías se ve elevado por la mano de los Ángeles sobre el pináculo del Templo, no para ser tentado, sino para proclamar su imperio universal y la voluntaria sumisión de los goyîm: “¡Vosotros, los pobres, se aproxima vuestra redención. Si creéis, exultad en mi luz que se ha levantado para vosotros solos! Entonces, “todos los pueblos vendrán a la luz del Mesías-Rey y de Israel; todos lamerán el polvo bajo los pies del Mesías... se prosternarán, besarán la huella de sus pasos, se arrastrarán por el suelo y dirán: Seamos esclavos del Mesías y de Israel. Y cada hijo de Israel tendrá dos mil ochocientos servidores, como lo ha dicho Zacarías... 127 En aquel tiempo... se les dirá: Efraín, hijo de José, Mesías, nuestra Justicia, juzga a las naciones y trátalas según te plazca” (Yalkouth, 2, 56 A).
Se ve que ciertos temas que desarrolla el relato evangélico de la Tentación habían rozado el pensamiento judío, ¡pero en un espíritu netamente contra-evangélico! Aquello que Jesús rechaza como sugestión diabólica es precisamente lo que los rabinos consideran que debe manifestar la dignidad mesiánica. El Mesías del Judaísmo en el primer siglo de nuestra era es, pues, el Anticristo de los Evangelios.
2. Bosquejo general de la Tentación
Jesús había querido bautizarse. Desde su más tierna juventud se había dado cuenta de que debía “dedicarse a las cosas de su Padre”. Ni bien le pareció que el llamado del Bautista –“El Reino de Dios está cerca”– era efectivamente un llamado de Yawhvé, comprendió, con ciencia experimental y adquirida, que “las cosas” de su Padre eran idénticas a las del Reino; y decidió consagrarse a ellas “para cumplir toda justicia” (Mt. 3, 15). Pero Él no podía entender esta consagración sellada por el Bautismo de Juan como la entendían los otros Judíos que se acercaban al Precursor. Él se había consagrado no sólo al Reino, sino además a la Realeza: la voz celeste había cumplido oficio de heraldo; el Espíritu Santo lo había consagrado, por la unción de una inhabitación permanente y enteramente particular, única, de su humanidad. Sabemos cuanto insiste el Evangelista Lucas en el papel rector de la Tercera Persona respecto de la naturaleza humana de Jesucristo (Lc. 1, 35; 3, 22; 4, 14); de toda esta naturaleza, con sus prolongaciones y rechazos, “la humanidad por añadidura” que ella posee en nosotros, miembros del Cuerpo místico (Hech. 6, 7; 11, 24).
En su Bautismo Jesús experimentó su primera Transfiguración, la interior, la invisible: el Espíritu Santo lo llenó “sin medida alguna” en cuanto hombre (Jn. 3, 34), y el Maestro emprende su carrera en “el poder de (ese) Espíritu” que desde entonces satura y posee a la humanidad entera (Lc. 4, 1, 14). Estas “cosas de su Padre” a las que debía abocarse, son entonces los asuntos del Reino; y la manera tan personal y providencial con que se iba a “dedicar” (Lc. 2, 49) a ellos, eran su propio Reino. Con todo, la gestión de Cristo no es la misma, según se trate del Bautismo o de la Tentación: “Fue a encontrar a Juan al Jordán, para ser bautizado” (Mt. 4, 13)... Pero en el caso de la Tentación, Marcos dice que fue “empujado”; “expulsado” ekbállei {expulsado} como la piedra de una honda. No que refunfuñara ni tratara de esquivarlo, pero, hablando propiamente, el texto de los sinópticos aquí sugiere una pasividad absoluta, la de un juguete, un proyectil, en este caso sin intención ni voluntad propias, sino más bien “conducido” (anékhthe {conducido} o hégeto {llevado}), “espoleado”, “impulsado”, ekbállei {expulsado}, acosado, presionado, empujado con una fuerza irresistible y sin que Él mismo supiera adonde este poder lo conducía, por medio del Espíritu Santo; así, el Soplo de Yawhvé “transporta” a Elías y “levanta” a Ezequiel (I Reyes, 18, 12; Ez. 3, 12), “arrebata” a Felipe que de repente se “encuentra en Azoto” sin saber como (Hech. 8, 40). “Si el Hijo de Dios ha venido, si se ha manifestado (en la carne), es para destruir las obras del Diablo (I Jn. 3, 8); resulta lógico entonces que apenas bautizado Jesús haya ido al encuentro del Enemigo. De igual modo, después de la Transfiguración –de su humanidad, Bautismo ya no de gracia sino de gloria– debe ser “arrebatado de aquí abajo” para que su voluntad se conforme pura y simplemente a la irresistible orientación del Espíritu (Lc. 9, 51).
Este relato de la Tentación pone en escena a dos personajes: el Hijo del Hombre y Satán. Ocupémonos del primero desde el punto de vista del asunto que aquí nos ocupa. Si bien en el caso de la Tentación importan las penurias de la elección sin sus riesgos (Heb. 4, 15), los sinópticos nos presentan a Jesús como el nuevo Adán bajo una doble perspectiva: tanto en lo que concierne a Él mismo, cuanto a lo que tiene que ver con nosotros. Pero indudablemente estos dos puntos de vista coinciden. Por tanto, prueba bífida. El Segundo Adán resulta tentado, tanto como el primero, cuando su persona y su naturaleza permanecen íntegros. Mas la prueba se encuentra condicionada por las secuelas de la Caída: la humanidad de Cristo, en tanto humanidad, haciendo abstracción de Quien la asume, no es impecable. El Vergel de las delicias ha dejado paso al Desierto, pero la victoria del Mesías hará reflorecer al Edén en esta árida y reseca soledad (Is. 35, 1; 53, 3). Mientras que Adán vivía en el seno de una naturaleza armoniosa, de una antropósfera enteramente adaptada para saciarlo, Jesús sufre la prueba en un ámbito donde prevalece la más radical miseria: su fuerza vital, privada de sus recursos más elementales, se disipa, se derrama como un hilo de agua entre las ardientes arenas del desierto. Aquí se trata del “endeble arbusto”, del “retoño con raíz en tierra árida” que volveremos a ver en la Pasión (Is. 53, 2). Adán contaba con todas las bazas, no sentía en su naturaleza complicidad alguna con la tentación. Le debía a Dios su naturaleza originalmente íntegra. Pero con el Cristo, “tenemos en común la carne-y-la-sangre” –sabemos qué sentido tiene esta expresión en el Nuevo Testamento–, “participó igualmente de ellas” (Heb. 2, 14). “Porque en modo alguno asumió a los Ángeles, sino al linaje de Abraham” (ibid., 2, 16). “Por lo cual en todo tuvo que ser semejante a sus hermanos”, tributarios, ellos también, de la carne-y-la-sangre y descendientes, ellos también, de Abraham, heredero de la naturaleza adámica probada en el Edén (ibid., 2, 17). Así, “en las mismas cosas que Él padeció siendo tentado, puede socorrer a los que no dejan de ser tentados” (ibid., 2, 18). “Por tanto no tenemos un Sumo Sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas [porque] a semejanza nuestra ha sido tentado en todo, bien que sin [caer en] pecado” (ibid., 4, 15). Es por esto que “en los días de su carne... aunque era Hijo”, en tanto Hombre, “aprendió por sus propios sufrimientos lo que significa obedecer” hasta que fue, en lo que en Él había de humano, “perfeccionado” (ibid., 5, 7-9; 2, 10; Lc. 13, 32).
Si a Dios le resulta penoso tener que padecer el contacto del pecado –“Tus ojos son demasiado puros para soportar la vista del mal, Tú no puedes contemplar la iniquidad” (Hab. 1, 13)–, cuánto más el Verbo encarnado, cuya humanidad no es un calco monofisita ni una ilusoria apariencia docetista –porque merece realmente su humanidad, y no por ficción o convicción– cuanto más este Verbo debe, en esta naturaleza humana, sufrir las infiltraciones satánicas cuyos tentáculos se estiran hasta tocar su sensibilidad, su entendimiento, su complejo psico-fisiológico: hasta qué punto el alma y el espíritu pueden, en Él, padecer el descuartizamiento (Heb. 4, 12). Se demostrará en la Cruz el desamparo sufrido, resentido, realized, por las potencias puramente humanas, mientras que el Verbum supernum nunca ha abandonado la derecha de su Padre... Y sin embargo, como cuando presionará a Judas para que actúe “rápido”, Jesús corre hacia la tentación. Literalmente, el Espíritu lo “induce”, lo conduce hacia el centro de la emboscada diabólica para que Él descomponga la máquina y trastorne su astucia. El Espíritu lo conduce a tambor batiente ekbállei {expulsado}), de modo que la sexta cláusula del Pater, tan aguachenta, tan desvaídamente traducida (al modo molinista) al francés, cobra aquí todo su sentido: ne nos inducas in tentationem 128.
¿Cómo pudo convertirse el ataque exterior en lo que propiamente se llama “tentación”, y por tanto infiltrarse en las potencias pasivas, irresponsables, de la santa humanidad? ¿Por qué juntura, por qué punto de tangencia? La coexistencia de la omnipotencia y de la debilidad en Jesucristo, ¿debe “escandalizarnos” más que la de su ciencia y de su ignorancia, de su omnipresencia como Dios y su localización como Hombre, de su beatitud intratrinitaria y de su inexpresable sufrimiento y desamparo en la Cruz? En Getsemaní, Lo vemos en semejante esfera de su existencia, con su participación en este “eón” y a la vez más allá de todo “eón”, como que tiene parte en el Júbilo absoluto del Padre y del Espíritu. Sin embargo sabemos que la conciencia humana de Cristo, abandonado a la prueba, no tuvo –no pudo tener– la percepción bajo forma de imágenes o de conceptos de esta perfecta felicidad, sólo comprehensible y expresable para Dios, experiencia propia del Ser increado. Así es que el Salvador se ha hallado “dolorosamente anestesiado, el corazón pesado, triste hasta la muerte”. ¿Acaso no debería espantarnos más lo que dice el Salvador en Marcos 13, 32 que el incidente de Juan 11, 33-35, oportunidad en la que “con fuerte Voz” manda “¡Sal Lázaro!” siendo que las lágrimas sobre el adorable Rostro aún no se han secado? La Encarnación abunda en contrastes que manifiestan el amor y la condescendencia del Unigénito, sin que alcancen a tocar la unidad personal del Verbo encarnado. Esta única Persona vive en dos esferas a la vez, conforme a la condición única o morfé {forma} de cada una. En lo que respecta a su alma humana, su “ignorancia” no puede obscurecer nada de lo que debe conocer para enseñarnos y salvarnos; pero al mismo tiempo esa oscuridad lo torna perfectamente “sym-pático” –con la misma “longitud de onda” ontológica que la nuestra–, con las reglas actuales de nuestra vida mental (Heb. 2, 10, 17-18; 4, 15).
Por otra parte, prestemos atención a lo que el Cristo tenía psicológicamente en común con nosotros, su conciencia “normal”, sobre lo cual hay no menos de veinte pasajes en el Nuevo Testamento que afirman que ella constituye su homoíoma {semejanza}, su “semejanza a los hombres en todas las cosas”, salvo el pecado. Sin esa conciencia “normal”, la raza no tendría más posibilidad de tener parte en la Redención que los lenguados o los canguros (a pesar de Romanos 8, no se ve como puedan ser, con toda la fuerza del término, coherederos del Unigénito). Pero debemos constatar lo siguiente: esa conciencia humana se enriquece –aunque eso es un “empobrecimiento” para el Verbo como tal (II Cor. 8, 9)– gracias a los aportes de la herencia, del ambiente, de la educación, del Zeit-geist, de la experiencia personal y de la reflexión.
Aquí es donde estalla la futilidad, la superficial psicología de las objeciones de aquellos que dan en negar la utilidad del ayuno de cuarenta días, o que presentan las sugestiones del Diablo como torpes y pesados encantos, inadecuados para “tentar” realmente al Hijo del Hombre. Es el Espíritu quien, con la espada en los riñones (Ef. 6, 17), “empuja” a Jesucristo hacia el desierto para allí ser tentado. Se trate aquí de la tradicional Quarantania, o de la región contigua a Betbará, nos importa muy poco: asuntos historiográficos y de arqueólogos, también importantes para el Sr. Baedecker y la Guía Michelin. Lo que a nosotros nos importa es el alma de Cristo, infinitamente más que sus desplazamientos físicos; por lo demás, en todo lugar donde Jesús sufre el asalto del Diablo, en Palestina o en la persona de los miembros de su Cuerpo Místico, allí es el “desierto”.
Así, la Historia Universal recomienza, de arriba a abajo, con el Bautismo en el Jordán; Jordanis conversus est retrorsum. Y esta nueva partida se efectúa desde el momento en que Jesús desafía al reino de Satán. Sólo que las condiciones ya no son las mismas que en el Edén: ya no se trata de una elección sino de un combate. Desde ahora el principado de Satán sobre este mundo está sujeto a prescripción. Si bien más adelante comentaremos el relato de la Tentación con algún detalle, notemos aquí que la Tentación no ha cesado de desarrollarse a lo largo de cada uno de los cuarenta días; es cierto que culmina sobre el final, cuando después de un largo ayuno, Jesús, acrisolado, vaciado por el hambre, descendió hasta el fondo de la fatiga y de la debilidad. Y es que el ayuno alimentario y las otras maceraciones físicas, que el Cristo dejaba muy campante para los discípulos del Bautista, no ocupaban en su enseñanza más que un rango muy secundario: los toleraba, sin más (Mateo 17, 21, le toma prestada a Marcos 9, 28, la interpolación kai nestéia {y ayuno}). En ningún lugar el Evangelio nos muestra al Salvador recurriendo a esas vías extraordinarias; el suyo más bien parece ser lo que la Santa de Lisieux llama “el caminito”, en cierto sentido “pasivo” y “prosaico”. Muy en particular, trata a las cuestiones alimentarias con desdeñosa desenvoltura, desdeño que uno podría quizá designar con la palabra crudo ¡y muy crudamente! Con todo, si ha ayunado en el desierto, probablemente lo hiciera por razones de orden intrínseco y extrínseco. Más allá de que sabía a qué se exponía con una estancia tan prolongada en el desierto, ¡es fácil de comprender que tuvo otros desvelos y preocupaciones, otras obsesiones más allá de la cuestión de sus vituallas! Aunque podría ser también que haya deliberadamente buscado provocar en Sí la más extrema debilidad física por el agobio y la depresión de todas sus fuerzas vitales. Esta gradual declinación del vigor animal entorpece las potencias propiamente humanas, las facultades mentales, salvo la memoria que estima, que aviva, que despierta y exalta el hambre. Durante los primeros treinta y nueve días de la prueba, el proyecto (o más bien, el futuro) de la obra a la cual lo había consagrado el Espíritu Santo, seguramente lo habrán preocupado incesantemente. Allí es donde debe haberlo acechado la Tentación...
No podemos admitir que haya ni por un solo instante dudado en cuanto a los medios destinados a hacer triunfar su Reino. Para establecer este Reino de Dios no pudo nunca soñar siquiera con recurrir a los métodos propios del “mundo” y del “príncipe de este mundo”, contradictorios de todo lo que representa la noción misma de Reino, métodos opuestos a la voluntad del Cielo. Ninguna tentación pudo quebrarlo, por poco que fuera, en el sentido del propter regnum regni perdere causas. El Maestro había pasado la treintena: había tenido el tiempo de completar su discurso en el “plano” de la ciencia experimental y adquirida, bien que bajo el constante influjo de su ciencia infusa, de sus inquebrantables convicciones. ¿De qué verdades se alimentaría en el desierto? “Es necesario que me ocupe de los asuntos de mi Padre. Ellos consisten en el establecimiento del Reino de Dios. Nada humano me habilita para realizar estos proyectos: ni la astucia, ni la fuerza, ni la penetración, ni la experiencia, sino solamente la inhabitación del Espíritu Santo en el Hombre que Yo Soy. Así, la única vía que conduce al Reino es la total sumisión de mi humanidad a la voluntad del Padre. ¿Pero qué digo? Que esta voluntad sea cumplida por los hombres sobre la tierra, como por los Ángeles en el Cielo, eso es la venida del Reino”.
Siendo éstas las reflexiones habituales del Señor, no puede sorprender que hayan sido utilizadas como blanco –aquí hay una falla en el cuero, debe de haberse dicho Satán–, un punto tangente y de inserción para el Tentador, para el día cuarenta que, para Jesús, era el de su más extrema debilidad. Pero, por otra parte, era inconcebible para el Demonio soñar siquiera con arrastrar al Cristo con consideraciones incapaces de convencer. Escuchémoslo: “¡Préstame atención!, créeme a mí y a mi muy antigua experiencia. Yo no soy el Padre universal, pero soy el Tío del género humano, un Tío por herencia, mucho más cerca vuestro que el Anciano de los Días, siempre muy ocupado con las Vías Lácteas. Apruebo tus principios; después de todo también yo soy un Ángel ¡y qué Ángel! Lo soy todo para la Luz y no pido más que servir a Yawhvé, con mis pequeños modos, desde luego. Porque si no, ¿dónde quedarían la belleza, la singularidad de mi servicio que es único, no te parece? Pues bien, seamos prácticos. Hay que hacer lo que hay que hacer. ¿Y qué quieres tú? Restablecer la Teocracia en Israel. Es una idea excelente, la apruebo. Cuenta conmigo. Ahora, ¿sabes como es este pueblo judío, no? Sus concepciones, sus sentimientos, sus prejuicios, sus duritia cordis, los hijos de Israel no te han escondido nada sobre todo eso... Entonces, absolutamente solo, desesperadamente aislado, con tales principios, y nada más que esos principios, ¿cómo vas a enfrentar a este pueblo? Mira, día tras día, hora tras hora, a medida que pierdes el tiempo aquí, en lugar de lanzarte a la acción para la mayor gloria de Dios, te ensombreces, te disipas, te derramas, te desagregas, envenenado, paralizado por un sentimiento, por una mortífera experiencia de total abandono, de absoluta soledad que se amasa en torno tuyo como una nube opaca... ¡y esto recién empieza! El hambre te ahueca, sientes el vacío; pero los desvelos, la inquietud, la angustia de tus responsabilidades, más aun. Tu cuerpo y tu alma se dislocan, se licúan, se vacían de toda vitalidad. Esta empresa que tan noblemente has tomado a tu cargo, tú sabes muy bien, lo ves cada vez más claramente, no tiene salida, es una tarea rigurosamente desesperada. La encaras mal, torpemente, como un ingenuo, un neófito; elige: ¿verdaderamente quieres instaurar el Reino? Entonces, a no vacilar sobre los medios...”
Así es que, vuelta a vuelta, el espíritu de Cristo solicitado por el Tentador tuvo que rechazar las tentaciones de desesperación, de inercia, de presunción, de autonomía, e incluso las súbitas ganas, el abominable prurito –a satisfacer inmediatamente, de repente, dejando de lado cualquier otro asunto– de querer seccionar el nudo gordiano, de quemar las naves. Éste es el elemento común a las tres últimas grandes tentaciones. El debate entero, el combate, pone en cuestión la absoluta sumisión a la voluntad de Dios, médula y realidad de toda obediencia. Pues bien, lo que lo alimenta substancialmente, lo que constituye al Cristo es precisamente esta voluntaria servidumbre, animada por el amor (Jn. 4, 34): sin ella dejaría de ser lo que es, como Verbo y como Hombre. Jesús no necesita de Satán para saber que someterse a la voluntad divina implica para Él nada más que sufrimientos, desamparo sin esperanza, hasta la más amarga de las muertes, hasta la Cruz del esclavo rebelde; obedecer al Padre es querer ser renegado, traicionado, golpeado por los suyos; es terminar entre el cielo y la tierra, abandonado de Dios y de los hombres.
Ahora bien, en el momento mismo en el que las sugestiones diabólicas lo sacuden de la cabeza a los pies como un mástil azotado por un huracán, cuando sus potencias naturales se encuentran reducidas por un misterioso reflujo de vitalidad hasta los más extremos límites del agotamiento, sólo la memoria conserva su reflector iluminando estas tinieblas (clásico fenómeno) y presenta a la humanidad de Jesús la substancia imaginativa de las tres tentaciones de las que nos da cuenta el Evangelio. Todas las demás facultades mentales están golpeadas de estupor; sólo la memoria funciona (tal el efecto del ayuno de cuarenta días): su recentísimo Bautismo, la doble espera del pueblo elegido (el Mesías proclamando el Reino; de pie sobre el pináculo del Templo, y todos los reinos del mundo, con su gloria, al servicio del Rey teocrático)... he aquí lo que, suspendidas las otras potencias, la memoria del Cristo le pone por delante con alucinante vigor, con el relieve mismo de la vida; he aquí la esencia profunda de la Tentación: los recuerdos de Cristo se destacan solos, y con una agudeza tal que le confieren como una tercera dimensión –la de la presencia concreta– contra el negro telón de un psiquismo reducido a la sola memoria. Satán, el Ángel de la luz falaz, el genio de la ilusión, fragua y objetiva estas reminiscencias de Cristo que ocupan toda la perspectiva abierta a su mirada: juego de espejos, sin duda, espejismo y trampa ilusionista en sí misma, pero que, así lo cree él, ha de producir todo su efecto al proyectarse sobre el organismo debilitado de Jesús (el claroscuro à la Rembrandt se presta a todas las trampas y sirve para todas las coartadas).
3. Psicoanálisis de Satán
En el Evangelio de San Marcos, el Tentador se llama Satán; el Diablo en los otros dos sinópticos. Este último título designa una función eminentemente ejercitada: cuando yo era chico no faltaban verdugos públicos en Francia, pero para mí “el Verdugo” era el Sr. Deibler... Los exégetas que reúnen con escrúpulo y esfuerzo los mil detalles de los cuales otros se sirven para sus síntesis les dirán que diabolos figura cincuenta y tres veces en el Nuevo Testamento y que significa a veces el Calumniador (II Tim. 5, 3; Tito 2, 3; Apoc. 12, 10), y otras simplemente el Difamador y el que Siembra-las-desavenencias (I Tim. 3, 7). Es alguien, puesto que es honrado con el ó que equivale, en griego, a nuestro “Señor”. Mateo 4, 10 identifica Diabolos con Satán. Para los Judíos, este último vocablo originalmente se utilizaba para designar a cualquier “contrera”, a cualquier contradictor sistemático. Luego, en el orden sobrenatural se utilizaba para designar a cualquier criatura, aun buena, de la que se servía Yawhvé para acorralar a uno u otro hombre, para colocarlo entre la espada y la pared. El Diablo habría comenzado por hacerle los trabajos subalternos al Creador. Esta concepción nos es presentada de tanto en tanto por nuevos “descubridores” que la presentan como el nec plus ultra de la demonología “crítica”, y ha sido desarrollada por el muy conservador F. W. Farrar, en The Gospel according to St. Luke, Cambridge Univ. Press, 1905, y por el Prof. A. B. Davidson, en The Book of Job, Cambridge Univ. Press, 1908. Nada les molesta a estos inspirados críticos para dialécticamente extrapolar una noción popular a su antojo; tampoco a nosotros: aunque sólo volveremos sobre ella en el Excursus II de este trabajo, consagrado al Jehová Negro.
“Vuestro padre, el Diablo”, como le dirá Cristo a los fariseos, es, “desde el principio”, en el corazón mismo de su ser, un asesino (para empezar, de su propia verdad). Por tanto, homicida quasi esencialmente, casi por vocación. Mentiroso y padre de la mentira, precisa el Salvador. No que él sea la mentira misma; porque la mentira, el error, la ilusión, no son trascendentales como la verdad sí lo es; el mal no tiene nada de esencial, aunque puede convertirse en una segunda naturaleza, una esencia adquirida, si se puede decir así (dándole una salida concreta en la Historia, el Demonio se jugó el todo por el todo como contra-creador: creó el “signo” Menos). Se puede “tener al error por refugio y a la mentira como cobertizo” (Is. 28, 15). Satán entonces, cualesquiera que hayan sido sus orígenes, no es un mentiroso, un asesino, en la periferia, adventiciamente; sus “frutos” no tienen nada de ocasional: traducen rigurosamente la naturaleza de este “árbol”. Porque hay frutos que se pueden colgar artificialmente de un árbol: las manzanas y las naranjas de un pino de Navidad por ejemplo, así como se pueden asignar “buenas obras” a corazones endurecidos y sin amor. No así con Satán. En su mismo origen, en el corazón de su ser, su “tesoro” como dice Jesús, es el mentiroso y el homicida. Generalmente se traduce anthropoktónos {asesino} por “homicida”. Pero en el Diablo, mentira y homicidio son sinónimos. Mentir es hacerle violencia a lo verdadero; suprimir lo real en intención y en efigie (a falta de algo mejor); aquello que se posee realmente, aquello sobre lo que se tiene asa, la expresión y la similitud verbal, eso es lo que se aniquila, lo que es materia de abolición.
Si uno se dijese, ahora, que en todo momento, aunque estuviésemos absolutamente “solos”, que en todo momento el mundo espiritual entero nos penetra y nos espía in abscondito de tal manera que, para estos millares de testigos, en su nivel de ser (inmaterial), el sueño nomás del pecado más leve, proyectado, imaginado, se realiza (toda vez que estos testigos ignoran el acto físico y sólo conocen el revés espiritual: desear a una mujer, es, en el mismo acto, mancharla, dice Jesús), ¿acaso no nos vemos obligados a concluir que mentir, inventar, sustituir la realidad con “la propia” versión de las cosas es equivalente a vampirizar, matar una criatura de Dios en beneficio de una pseudo-criatura, de un robot, de un zombi 129, de una larva lanzada a la pseudo-existencia por nosotros mismos? Mentir es parodiar la creación. Es el equivalente verbal de la corrupción. Es hacerle la guerra a este Dios que dijo de Sí mismo que era la Luz y la Verdad.
Así, Satán es un mentiroso (no una mentira, ya que la mentira, el mal, delante de Dios no es más que una detestable posibilidad, sin ninguna realidad: el Diablo, dice Jesús, es “mentiroso” y “Padre de la mentira” que en él se originó). Es mentiroso y homicida “desde su principio”, en el más íntimo reducto de su ser. Allí, en esta “cámara de la Sabiduría que nos ha concebido” (Cant. 3, 4), esta caverna de Horeb (I Reyes 19, 9), en donde –para el “fiel”, ¿mas, cuántos son?– donde alumbra suavemente la scintilla, aquella chispa de la Divina Presencia, allí mismo, no se encuentra en el Demonio más que podredumbre, huesos enmohecidos bajo la encaladura de los sepulcros blanqueados. “No hay en él Verdad”...
Pero es que la Verdad es Dios. La santa humanidad de Jesucristo acepta ser la morada de la divina Plenitud; por tanto Satán no puede tener nada en ella (Jn. 14, 30-31; 8, 46). Por el contrario, el Diablo no acepta “disminuir” para que en él “crezca” el Altísimo. Él “dice en su corazón: Yo, y nada más que Yo”. Pretende “ser semejante al Sublime” (Is. 47, 8; 14, 14). Su “corazón se ha sublevado; ha dicho: Yo soy Dios; ha creído que su voluntad es la voluntad de Dios” (Ez. 28, 2). Su condena procede de que está “hinchado de soberbia”, lo que no puede sino embromarle la óptica, obnubilarlo (I Tim. 3, 6). Ahora bien, “la soberbia es el principio de todo pecado toda vez que el orgulloso se convierte él mismo en principio, a su vez, de abominaciones” (nuevamente nos encontramos con el árbol, pero esta vez de muerte, arbusto venenoso, el contaminante ontológico, la fuente envenenada: al Cristo, “testigo fiel y veraz, príncipe de la creación según Dios” (Apoc. 3, 14) se opone el falso testigo, el traidor, el sembrador de dudas y mentiroso, el príncipe de la contra-creación según el no-ser. Satán, el soberbio por excelencia, se convierte en el “principio de toda abominación” (Ecli. 10, 14-15).
Por razón de su orgullo, Satán no puede sino “trocar la verdad de Dios en mentira” (Rom. 1, 25), subvertir el universo, destruir y falsificar sus relaciones, modificar su “cifra”, cambiar el “secreto”, como se dice de las cajas fuertes, sustituir la “plenitud” por lo “vacuo” (Rom. 8, 20). Siendo que “no tiene nada en” Jesús (Jn. 14, 30-31), Dios, la Verdad, no tiene nada en Satán (Jn. 8, 44). Y, porque el Demonio no tiene la Verdad en él, no ha sido capaz de permanecer en su verdad. Al igual que sus seguidores, ha traicionado sus orígenes, su esencia primera (arkhé {principio}, cf. Judas, 6), “abandonando su propio estado”. La verdad de todo ser está en su efectiva conformidad con el proyecto divino para él. Es, incluso, doble: 1) en el grado inferior consiste en una fiel correspondencia entre los diversos elementos que componen al hombre; el hombre es “verdadero”, si se lo puede juzgar, con toda confianza y realmente, por sus “frutos”; si las cosas (obras, actos, etc.) que presenta provienen auténticamente de su tesoro interior, de la “abundancia de su corazón” (Mt. 12, 34-35); si su conducta, por ejemplo, traduce sus intenciones, y no las traiciona; en dos palabras, si es sui compos, deliberadamente coherente... Ahora bien, 2) esta conformidad entre la esencia y la existencia puede también contemplarse en la relación, ya no de la creatura consigo misma, sino con el Creador. De lo que se trata entonces es ver el grado de conformidad entre este compuesto de esencia y existencia con el arquetipo que está en el Pensamiento Divino, últimamente con lo que el hombre es en ese Pensamiento. Bajo este punto de vista, la verdad se convierte en sinónimo de perfección (y, en el caso de una creatura responsable, esta verdad no tiene sentido, ni valor, ni realidad sino en la medida en que es deliberada imitación, discipulado voluntario, obediencia filial, esto es, abandono de amor). Así que cuanto más se es hombre, más verdaderamente se es hombre, y cuanto más se es hombre “en la verdad”, más se aproxima uno a la perfección humana. Pues bien, aquí se trata de una fidelidad a la noción de hombre tal como se encuentra en Dios (no como concepto, como abstracción o “idea pura”, sino como presencia, vida, objetivación concreta, realidad del Verbo, que quedará “rebajada” en su proyección creadora). Para ser absolutamente y no sólo relativamente perfecto, no hay más que Dios, el Logos, el Primer-Nacido. El hombre absolutamente perfecto –“celeste” como dice San Pablo– es la objetivización, la realización plena de la idea divina sobre el Hombre (o, dicho más exactamente, del Hombre que hay en el Pensamiento divino). Es que el Hombre perfecto, en lugar de ser más o menos hombre, con partes subhumanas o inhumanas en él, no tiene nada, en él, que minimice o que suprima lo humano; es verdaderamente hombre, el único que es “hombre puro y simple”, nada más que hombre. Verdadero hombre porque es verdadero Dios. Jesús es el único hombre que honestamente da testimonio de los designios del Padre para la humanidad; así, San Juan lo llama “el Testigo fiel” y “el Veraz” (Apoc. 1, 5; I Jn. 4, 20). O dicho de otro modo: la encarnación, la manifestación viviente de la Verdad: “Yo soy la Vía, la Verdad y la Vida” (Jn. 14, 6). El Acto Puro, el Real, no es solamente “verdadero”, sino la “Verdad” misma.
Por su parte, Satán no es lo suficientemente real, lo suficientemente “necesario” como para que se lo pueda asimilar a un trascendental a contrapelo. No es “la mentira”; no es más que el “mentiroso” y “padre de la mentira”. Así como el Padre comunica su propia naturaleza al Verbo, constituyéndolo en Verdad, Satán, cuando profiere (parodia de la generación divina) la mentira, “habla desde sus honduras”, de lo que tiene de propio (Jn. 8, 44) 130.
4. La primera gran Tentación
Tanto en el umbral como al final de su misión terrestre, Jesús se encuentra aislado, desfalleciente y consumido de hambre, extenuado por una lucha moral que no resistiría ningún sistema nervioso. Ningún simpatizante para escuchar. Ninguna voz, salvo la del Tentador.
En el psiquismo inferior del Hombre Jesús, desconcertado en la medida en que es tributario de los sentidos, algunos recuerdos cristalizan a su alrededor la actividad mental: son los temas judíos referidos al advenimiento del Mesías. Distribuirá el pan, como en otros tiempos el maná, a los “pobres de la tierra”; milagrosamente, descenderá del cielo para manifestarse en el Templo; todos los reyes de la tierra se prosternarán delante de él, el imperio del mundo será suyo. Poco importa, se dice el Salvador, lo único que importa es que se cumpla la voluntad de Dios: todo lo demás será dado por añadidura. Él, Jesús, debe y quiere someter totalmente su naturaleza humana a esta santa voluntad, para realizarla tanto en el cielo como en la tierra. ¿Pero acaso el Padre desea verdaderamente que su Bienamado, desfalleciente de hambre, sienta como sus fuerzas vitales lo abandonan? Si Yawhvé posee en Él “todas sus complacencias”, una palabra, una sola palabra desencadenará la omnipotencia, y este paisaje de muerte será puesto al servicio de la vida. Es entonces que se oye el susurro del Tentador.
“Supongamos, admitamos como dato del problema, que Tú eres el Hijo de Dios”... No hay duda ni burla, no encontramos aquí la negación implícita que sí hallaremos en el Calvario (Mt. 27, 40), sino que la hipótesis es admitida (ese es el sentido de ei {si} en el griego de Lc. 4, 3). Por tanto: “Supongamos que...”. El Diablo asocia esta tentación con la solemne proclamación de la Filiación efectuada en el Bautismo de Jesús (Mt. 3, 17; Lc. 3, 22). Quizá la afirmación de Satán incluye, como en el Edén, una furtiva duda alusiva a la veracidad divina: “Es cierto, Elohîm dijo: No comáis... sin duda, sí claro, sí... pero”. Y ahora, en el Desierto: “Bueno, parece que sos el Hijo de Dios ¿no?”. Si verdaderamente dudaba, la tentación del milagro no tendría sentido. Lo que falta es averiguar si la filiación de que habla este personaje es la Eterna, la del Prólogo joánico, o la otra, la terrestre, la de “Adán, hijo de Dios”, perdido y hallado (Lc. 3, 38).
Mira “esta” piedra (Lc. 4, 3), la septaria de los geólogos, el lapus judaicus de los primeros peregrinos en Tierra Santa, especie de fósil con forma de hogaza. A veces tiene el aspecto de una fruta; los Judíos la llamaban “melón de Elías” y pretendían de a ratos que eran frutas petrificadas de las Ciudades Malditas. Tales espejismos excitan y engañan peligrosamente a la imaginación, multiplicando así los horrores del hambre... Y bien, ¡que “esta” piedra se convierta en pan! “Vos podés hacerlo; los milagros son tu especialidad. Por otra parte, si encontrás el modo de suscitar el pan así, existe una gran probabilidad de que en efecto Vos seas el Mesías, el “Distribuidor del Pan”. ¿O acaso negarías que Yawhvé te ama y que, por medio tuyo no puede hacer milagros? Porque si así fuera, ¡qué falta de fe en Él, en su fidelidad, en sus promesas y en tu propia misión!... De modo que te sugiero que cortes el nudo gordiano de una vez: actuá ya, en seguida, urgentemente, sostené tu pobre y querido cuerpo hambreado, ejercé tu milagrosa omnipotencia: lograrás tu objetivo sobre la marcha. Fijate: ¡es solamente por simpatía que me tomo la molestia de hablarte así!...” 131
Luego, quizá después de una hora de inmovilidad al caer la tarde –porque es a la tarde que comienza, a la judía, esta última jornada en el desierto, y es la grisalla crepuscular la que permite a estas septariae tomar las apariencias de hogazas: diabólica y falaz multiplicación de los panes que suscita en Jesús el recuerdo de su lacerante hambruna–, es entonces que se vuelve a oír la voz: ¿quién no ha percibido alguna vez, casi físicamente en el corazón, un mensaje claro, articulado sin sonidos, interior, y que sin embargo sabemos que no procede de nosotros? Ciertas “palabras interiores” se hacen oír con más volumen que el campanario de una catedral. Si acaso sucede cuando uno está con gente, nos llama la atención que nadie la escuchó (como Pablo, en la ruta a Damasco)... Escuchemos, pues:
¿Y...? Hijo de Dios, no tenés derecho de esconder tu luz bajo el celemín. ¿Creador, claro que sí, como tu Padre? ¡Entonces ponelo de manifiesto para mí!... ¡Decidíte de una vez! Aquí estamos algunos millones, una Legión atenta a tu gesto para convertirnos. Pensalo: espíritus desventurados, nos hemos desviado un cacho... y aquí estamos, listos para ponernos a tu servicio, servir a Dios, tu Padre. ¡Por lo menos aceptá que el gesto vale la pena! ¡Si lográs transubstanciar esta piedra en pan el Infierno capitula! Considerá que el hambre justifica los medios...
En realidad, lo que Satán reclama no es una transubstanciación, sino el aniquilamiento de la piedra y la creación del pan. Nada de malo en el milagro. De hecho Jesús lo hará, incluso dos veces; pero cuando multiplique los panes será para darle de comer a cuatro y a cinco mil. Por misericordia con la gente, lo dirá Él mismo. Por caridad. Mas si se trata de aplastar a los que ponen en duda su divinidad mediante una demostración prodigiosa que los abrume, ¡entonces, nada, jamás! Si acaso consiente que esta “raza adúltera y cruel” perciba el “signo de Jonás”, no es para ella que lo efectúa. Por lo demás, lo que le propone el Demonio no es que haga un milagro, como los que hacían los hombres de Dios en la Antigua Alianza, un “signo” de Yawhvé que refiera a los hombres a la misericordia de Yawhvé más que a su omnipotencia, una manifestación, patente, innegable, de la santidad que Él quiere comunicar a los suyos. No señor, aquí lo que quiere el Demonio es un pase de magia, prestigioso, pagano, una prueba de fuerza de parte de un soberano arbitrario. Un individuo dotado de un poder absoluto, capaz de actuar como le venga en gana, una especie de ingeniero en posesión de la ciencia y las fórmulas del mundo invisible, de la energía proteica universal: esto es lo que el Diablo querría hacer de Él. Un mago, un brujo... Pero el milagro sólo tiene sentido, y por tanto existencia, por razón de su efecto espiritual y moral, por su poder de persuasión santificador; y por tanto presupone una radical sumisión a la voluntad divina. Ahora bien, ha sido el Espíritu Santo el que empujó a Jesús al desierto, donde lo ha hecho vivir en condiciones providencialmente queridas. Pero Dios, si nos coloca en una determinada situación, nos acuerda al mismo tiempo todo lo necesario para enfrentarla como Él quiere; sobre esto hay textos clásicos de San Pablo y Santiago. Cuando le falta el pan a los Judíos, es Yawhvé mismo quien hace llover el maná (Deut. 8, 3). Esta nieve alimentaria es sobre todo simbólica, “significativa”: el hombre vive de todo lo que Dios le prodiga, vive de toda intención divina expresada sobre él, manifestada a su respecto, de toda “palabra” de Dios. Así es que el Cristo acepta esta palabra, se somete a esta voluntad adaptando su vida y su conducta a las circunstancias providenciales en que se encuentra. Querer escaparse de estas circunstancias implicarían una falta de confianza, si no de rebelión. Por tanto, esta piedra seguirá siendo una piedra...
Es entonces que en lugar de sucumbir, Jesús triunfa, y pasa al contraataque: “No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Dicho de otro modo: el Único Necesario me basta. Lo demás, todo lo demás, viene por añadidura...
Guégraptai {está escrito}. “Está escrito”. De una vez y para siempre. Jesús deja de lado lo episódico y, traspasando el cielo raso de la “naturaleza”, emerge en lo trascendente, con lo que nos aporta una lección de eterno valor. Está escrito. ¿En la Ley? Sin duda. Pero la Ley no hace más que adaptar al tiempo lo que hay en las Tablas de la eternidad. Implícitamente, el Diablo, con hipócritas alusiones, ha puesto en duda la Escritura; y el Señor se refiere explícitamente a eso. Como si dijera: “Me has recordado con un tono socarrón que después de todo Yo soy el Hijo de Dios. Uno de los tuyos me dirá lo mismo un día: ¿así que Tú eres Rey?... Pero, como a él en el tiempo oportuno, no te daré ni una sola palabra de respuesta sobre este asunto. Refiriéndome a la Torah, te hablo como hombre, nada más que hombre, como Segundo Adán, en nombre de mis hermanos los hombres, vicariamente, por ellos, en su lugar. En lo que se refiere a saber quién Soy, déjame decirte que no se arroja la Perla única al Porcino, ni el sagrado Secreto al Perro. Que Yo sea o no Aquel que preexiste en su condición divina –asunto que, por otra parte, no te concierne– en cualquier caso no reputo la igualdad de naturaleza con Dios como un botín al que uno se pueda aferrar. ¡Que eso te alcance, Reprobado!... En cuanto al pan, Me encuentro aquí como los Judíos en Meribá, como “el día de Massá en el desierto”. Pero lejos de endurecer mi corazón, lejos de tentar a Yawhvé, de probarlo, aunque he visto sus obras sobre las márgenes del Jordán, Yo conozco los caminos del Altísimo (Salmo XCIV) y los sigo, así deba morirme de hambre; extremo que, quedate tranquilo, está totalmente fuera de cuestión. La Palabra me afirma que Dios “si Me humilla” delante tuyo, “si me hambrea, si me alimenta”, aquí, todo el tiempo, con un “maná que tú, tú no conoces”, es para enseñarnos a todos que “no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios”, a fin de que “reconozcamos en nuestros corazones que Yawhvé nos instruye como un hombre a sus hijos, para que observemos su Ley, andando por sus caminos” (Deut. 8, 3-6). ¿A lo mejor no sabías que la Vida es más que el alimento (Mt. 6, 25)? Es lo que Moisés, quien previó mí día, quiso mostrarle a su pueblo: todo hombre depende enteramente de Dios sólo; y la Vida, la verdadera, inexhaustible, incorruptible, aparte de que es bien otra cosa que la perpetuación de la osamenta sobre esta tierra, exige, para su sostén, de los dones trascendentes, divinos, que superan infinitamente a los necesarios para mantener la naturaleza inferior del hombre en el ser. El pan que sostiene al cuerpo es excelente, pero ¿de qué serviría si le faltara su alimento al alma y el espíritu, sin los cuales el cuerpo no es más que un cadáver? A ti que espiabas, con una atención simiesca, la creación del hombre, te pregunto: ¿de qué sirve alimentar el nephesch, si el chayîm, “el espíritu de Dios, no permanece en el hombre” (Gén. 2, 7; 6, 3)? El propio maná no le fue acordado a los Judíos –¡sí, incluso este alimento material!– sino “para ponerlos a prueba, para ver si andarían, o no, por los caminos de la ley” de Yawhvé. En realidad, este pueblo ciego, de gusto pervertido, “ni siquiera sabía qué era” (Éxodo 16, 4, 15); este pan, si es cotidiano, es para inculcarles la imprevisión de la fe (ibid.). Antes que nada se trata, bajo forma material, de un “alimento espiritual” (I Cor. 10, 3). Una vez más, lo que nos hace falta “devorar” es la “palabra” de Yawhvé, para que se convierta en nuestro gozo, la alegría de nuestros corazones (Jer. 15, 16). Así es que “después de una privación (relativamente) leve, gustamos de un Alimento nuevo” (Sab. 16, 3), el alimento del Hombre Nuevo (cf. Jn. 4, 32-34; 6, 27-63).
5. Segunda gran Tentación
Como hemos visto, la triple Tentación del último día en el desierto pone de manifiesto la oposición entre la concepción del Mesías “según el Espíritu” y la noción de su papel “según la letra” tal y como se desprende de las tradiciones rabínicas. Así es que el Mesías debía, milagrosamente, “llenar de pan a los pobres”. Luego de la multiplicación que refieren los cuatro Evangelios, la muchedumbre judía ya no se engaña. Así como el Bautista había preguntado “¿Eres Tú el que viene?” (Mt. 2, 3) –clásico título del Mesías, aHabba, “Quien-viene-al-mundo” (se trata del mundo, que a su vez también “viene”: olam habba; cf. Jn. 1, 9, la Luz “que viene a este mundo”)– ahora las multitudes satisfechas proclaman: “¡En verdad, éste es el Profeta (del Deut. 18, 15), Él que viene al mundo! (Jn. 6, 14).
Pero este Mesías debía operar su epifanía desde lo alto del Templo de Jerusalén. Comentando el capítulo 70 de Isaías, el Yalkouth Schimeoni, glosa completa del Antiguo Testamento (ed. Wünsche), repleto de citas de obras actualmente perdidas, lo muestra revelándose a su pueblo, al que arenga, encaramado sobre el “pináculo” del Templo (vol. II, p.56 C). Es desde ahí que proclama su reino, la liberación de Israel y la dominación de las naciones paganas, lo que ocurrirá cuando Jerusalén sea la capital del mundo y cuando el Reino del Mesías absorba al Imperio romano (Vayyikra Rabba, 13). En aquel entonces la Ciudad santa se extenderá sobre toda Palestina, y ésta sobre el mundo entero (Yalkouth, 2, 57 B). Además, Sión planeará sobre los aires; al punto que, desde el Templo, elevado sobre la Montaña de Moria, se podrá ver toda la tierra (Babha Rabba, 75 B). Pero esto nos lleva, prematuramente, al tema de la tercera Gran Tentación...
Del relato del Evangelio se colige claramente la estructura del razonamiento de Satán, el príncipe de los lógicos: “Acabas de afirmar tu fiducia. Muy bien. Decís que no desesperás de entrar en tu Reino; pero te negás a conquistarlo con tu propio poder, mediante recursos relevantes en este mundo. Querés recibirlo de Tu Padre. Enteramente sumiso a su voluntad, querés y debés confiar enteramente en Él, absolutamente. ¡Y bien! manifestá entonces esta certeza. Probale al mundo que tu confianza genera en Vos la esperanza, que en tus manos están las promesas de Yawhvé... Pero, como bien sabés, para que te ayude el Cielo, tenés que empezar por ayudarte a vos mismo. O, mejor todavía, hacé como Elías: para que Dios pueda mandar su llama devoradora sobre el altar, el profeta empezó por juntar él mismo la leña de la hoguera. Tenés que seguir la tradición de tu pueblo: llevado por los Ángeles de Yawhvé, bajá al Templo desde lo alto, aterrizá –arcana katábasis mediante– entre los Sacerdotes y sus sacrificios, colocate justo al lado de la Presencia misteriosa, de la Schekhinah, entre los espirales de incienso y delante de la multitud en oración, y entonces conducirás a Israel hacia sus divinos destinos. Tu sagrado objetivo, el establecimiento de la teocracia, se logrará en seguida... ¿O no querés conquistar el Reino por las tuyas? ¡Y bien! ¡Confiá entonces tu Persona y su destino al cuidado de los Ángeles!”.
Así como el Espíritu Santo había empujado a Cristo al desierto, ahí nomás el Diablo lo arrebata y transporta a Jerusalén... Esta Tentación del Pináculo, la segunda en Mateo, se convierte en la tercera en Lucas, quien a su vez coloca en segundo lugar a la tercera de Mateo. Tal vez Lucas, discípulo de Pablo, se haya aferrado a sus fundadas prevenciones y general desconfianza respecto de la falsa gnosis. Sin dudas que para él la concupiscencia “de los ojos”, del saber, es la más peligrosa de las tres (cf. Jn. 2, 16). Y entonces reserva esta Tentación de la experiencia temeraria para el final. Pero tiene razón el primer evangelista: 1) termina la tercera tentación con el “¡Atrás, Satán!” con el que pone fin a todo este episodio, en tanto que Lucas, según ciertos manuscritos, también termina así la Tentación del medio, lo que carece de sentido, y, según otros, omite enteramente la orden final del señor; 2) Mateo, uno de los doce, tiene que haber recibido su relato del propio Cristo; y, 3) Mateo recurre, con gran precisión, a cópulas cronométricas: tote {entonces} (entonces, versículo 5), pálin {de nuevo} (nuevamente, versículo 8), tote {entonces} (luego, versículo 10), mientras que Lucas usa tres veces (versículos 5, 9 y 13) kai {y} (y, que no tiene nada de cronológico) 132. En fin, si la Tentación del Pan pone en juego la concupiscencia de la carne, la del Pináculo está destinada a desencadenar la “de los ojos”, en tanto que “la soberbia de la vida” levantará su viperina cabeza más adelante, cuando el Cristo, desde una “montaña elevada” verá la tierra entera a sus pies (I Jn. 2, 16). Aquí nos volvemos a encontrar con las tres tentaciones de Génesis, 3, 6: el fruto es bueno para comer; sacia la “mirada” del conocimiento “natural”; abre y dilata el espíritu, haciéndolo semejante a Dios. Aquí están en juego los tres órdenes de grandeza (la carne, el espíritu humano, la sabiduría o caridad) que Pascal bosquejó con tanto énfasis en todos sus contrastes.
La Tentación de los Panes ha ocurrido al comienzo de la jornada judía, es decir en horario de vísperas, cuando la “segunda tarde”, la que empieza a las seis (la “primera tarde” empieza unas tres horas después del mediodía), la Tentación del Pináculo sucede al amanecer, inmediatamente después del sacrificio de la mañana. Las masivas puertas del Templo –esos “eternos” falsos portales– (Salmo, XXIII:7,9) se abren majestuosamente. Las trompetas de plata llaman a Israel para que inaugure el “luminoso día” con la oración:
¡Venid, alegrémonos para Yawvé!
¡Aclamemos a la Roca de nuestra salvación!
¡Acerquémonos con alabanzas,
que resuenen los himnos en su honor!
–Ahora... ahora es el momento... ¡Tirate, dale, arrojate hacia abajo, hacia el suelo, por Tu propia voluntad! Bale seautón {arrójate a ti mismo}. (Aparte: sí, ¡que Él se precipite a Sí mismo! Porque por mi parte soy incapaz de arrojarlo contra su voluntad. Y para todo hombre, lo mismo: puedo hacerlo sentir y padecer la tentación; pero, para consentir, ¡es necesario que él mismo se arroje de lleno en ella!...) Bale seautón, ¡mi buen amigo! ¡Vamos, ¿qué esperás?! ¡Tirate Vos mismo, qué diablos! (¡con tal de que no se dé cuenta de mi impotencia respecto de lo esencial!)... Vamos, te esperan los Ángeles. ¿Acaso no son espíritus hechos para servir, enviados como auxiliares para el bien de Aquel que debe transmitir la herencia de la salud? Los Sacerdotes y el pueblo también te esperan... desde hace siglos; ¿no escuchás el gorgoteo de las aclamaciones que pugnan por brotar de sus pechos, listos para prorrumpir en una fanfarria de gargantas? Sus corazones arden por eructar las alabanzas a su Rey. Y yo, Satán, digo: “Mi obra es para Vos, mi Príncipe”. Mi lengua es como la caña veloz del Gran Escriba (Targum del Ps. Jon. sobre Gén. 5, 24). Sos el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derrama sobre tus labios. Yawhvé te ha consagrado para siempre. Ajustate entonces tu espada sobre el muslo, oh Héroe. Revestite de tu esplendor, avanzá en toda tu majestad, montá sobre tu carroza angélica, realizá este hecho maravilloso: los pueblos caerán a tus pies; tu trono se establecerá para siempre.
Jesús escucha, se calla, se inclina y mira: allá, muy abajo, los hombres se afanan en torno al altar de donde procede la humareda del incienso y los gritos de los corderos degollados. Satán sugiere: está en su papel; el del verdadero Mesías es el de no consentir; negarse a esta lógica de abajo, endurecerse contra su atracción. Después de haber intentado inducirlo en desconfianza, en suspicacia –tentación contra la fiducia– el Enemigo querría ahora llevarlo a presumir; porque el pecado capital contra la esperanza no es su falta (Dios la da o no la da) sino que, aquel que la tiene, la pervierte convirtiéndola en presunción; transforma en veneno este alimento del alma. En el caso del místico, por ejemplo, la ausencia de esperanza puede no ser pecado; pero la presunción lo es siempre. Sin embargo, Satán observa los rasgos del Salvador: ¿sabrá descifrar lo que opera el Espíritu en su corazón? El Mesías triunfó sobre la primera tentación por la confianza simple y absoluta de su humanidad en el Padre.
¿Duda?, se pregunta el Diablo, que retoma su discurso:
–Está escrito... Como Vos, me refiero humildemente a la Sagrada Palabra, alimento superior, lo concedo, al más sabroso de los panes. Pues bien, ¿qué palabra ha pronunciado Yawhvé sobre el Mesías, su Hijo? Ésta: “Te ha encomendado a sus Ángeles para que te guarden en todos tus caminos. ¡Ellos te llevarán en sus manos, no sea que lastimes tu pie contra una piedra!”. Ya ves, se trata del Templo, se refiere a los peligrosos recovecos de sus murallas. Pues bien, ¿qué esperás para saltar? Hic templum, hic salta!
–Está escrito –responde golpe a golpe el Salvador–: a nadie sacarás de las casillas, no tentarás hasta el extremo [ekpeiráseis {tentarás}], no cansarás con tus tentaciones a Yawhvé Dios.
Cuando manifiestamente el plan providencial sobre nosotros no lo exige, arrojarse de cabeza en peligros y correr riesgos, es loca impiedad. Indudablemente, los Ángeles están allí para custodiarnos ante todo peligro, pero sólo en la medida en que seguimos la vía normal y sana: la que Dios, visiblemente, ha preparado para nosotros. Por segunda vez, el Diablo “supone” hipócritamente: “si acaso sos el Hijo de Dios”. Esta vez el Señor tampoco contesta; su silencio respecto de ciertas cuestiones está generalmente cargado de amenazas; prefiere no exteriorizar su cólera de ningún modo (Jn. 8, 6-8). Una vez más, deliberadamente hace abstracción de su naturaleza divina y reacciona como hombre y como nada más que hombre: poner de este modo a prueba las promesas del salmo 90 es, en el fondo, preguntarse si Dios es fiel a sus promesas y si las puede honrar. Es “tentar a Dios”. En el desierto “los hijos de Israel habían provocado, habían tentado a Yawhvé diciendo: ¿sí o no, está Yawhvé con nosotros?... Así es que Moisés llamó al lugar Massah (tentación) y Meribá (conflicto)” (Éx. 17, 7). Ya moribundo, Moisés no había olvidado el lamentable episodio: “No tentaréis a Yawhvé vuestro Dios como lo habéis tentado en Massah”. Éste es el precepto que Jesús opone a la segunda gran Tentación. ¿Y cómo se hace para no “tentar a Dios”? Moisés lo dice en seguida: “Os contentaréis con observar los mandamientos de Yawhvé, vuestro Dios, sus preceptos y las leyes que Él estipuló” (Deut. 6, 16-17). Precipitarse hacia el suelo cuando ninguna extravagancia, en el sentido etimológico de la palabra, estaba prevista ni presupuesta en el destino del Cristo –ni en su darma, ni en la “ley” de su existencia– equivale a tratar al Padre de impostor, ponerlo entre la espada y la pared. Si la primera de las grandes Tentaciones apuntaba a su acción sobre el cosmos malgré lui, a violentar las cosas, a dominar el mundo físico en el papel de “pequeño dios”, la segunda quiere presionar al Cristo para que sujete las inteligencias y las esencias, las ideas hipostasiadas que invisiblemente rigen este universo. Téngase en cuenta que para el pensamiento judío cada fenómeno material, cualquier fuerza natural –lluvia, granizo, viento, mar, etc.– no es sino la expresión, la manifestación de un Ángel; de igual modo, cada acontecimiento en la vida humana: nacimiento, enfermedad, nutrición, empobrecimiento, etc., es una apariencia que revela la actividad de un espíritu puro. De a ratos uno se creería leyendo a Orígenes: “No existe una brizna de pasto sobre la tierra que no tenga su Ángel en el Cielo” Bereschît Rabba, 10). Pero hacerle violencia a los Ángeles, sujetarlos, arrojarse cabeza abajo hacia el vacío para hacerse auxiliar por las Ideas hipostasiadas, ¿acaso no es lo que vanamente intenta Fausto ni bien arranca el drama de Goethe?
6. Tercera gran Tentación
La idea fundamental, “simple”, que le sirve al Salvador de hilo de Ariadna en su victoriosa defensa, es que sólo importa una cosa: someterse buenamente a la voluntad de Dios. Por tanto, como hemos visto, aceptar el ambiente y los acontecimientos providenciales, el evidente destino, no intentar escaparse al presente (los Panes), ni hipotecar presuntuosamente el porvenir (el Pináculo).
Ahora bien, esta sumisión implica algo más: admitir la autoridad divina, el orden universal, la inmensa graduación jerárquica de los seres que la manifiestan. He aquí la razón por la que la siguiente (y última) prueba cambia de dirección y ahora le da la espalda a Jerusalén, al Templo, a los prejuicios y leyendas populares, al nacionalismo judío, a la miopía de su mesianismo. No, esta vez,
Mediodía, el rey de los veranos, desparramado sobre la llanura...
Satán transporta a Jesús, Le hace atravesar una gran distancia (paralambanei {llevar consigo}), Lo lleva muy alto (anagagón {llevar arriba}), Le descubre –a este pequeño carpintero de Nazareth– toda la gloria de lo creado. Visión de “un solo instante” (Lc. 4, 5), como será para nosotros la visión de la Parusía –el relámpago, el guiño de ojo, serán momentos sin duración, ya que no habrá más tiempo (Mt. 24, 27; Lc. 17, 24; I Cor. 15, 52). He aquí que estamos en pleno día. Nuevamente, los dos adversarios están frente a frente, solos, en el centro del mundo... dos puntos, pareciera, en el centro de un deslumbramiento, de un cósmico diluvio de luz, tórrida, alucinante: bajo el sol de Satán. Los dos están inmóviles y, sin embargo, devoran el espacio. ¿Lo atraviesan? O, quizá, como vio el profeta, “los cielos se enrollarán como un papiro” (Is. 34, 4); ¿o por el contrario, a lo mejor se desplegarán como una carpa? (ibid. 40, 22). Para “el hijo del carpintero” es un acto de magia, un espectáculo asombroso, transtornante. Allá a lo lejos desfilan bajo su mirada unas nubes que surgen y brillan en el firmamento y que adquieren formas, semblanzas, escenas enteras, todo un fantástico universo cuya radiante belleza embota, emborracha, hace temblar y murmurar: “¡Que aquí el tiempo se detenga, ya que no quiero más!”. Es todo un mundo del que surgen hacia Jesús palabras, apóstrofes, sonidos musicales, toda una poderosa y majestuosa armonía en el que se confunden los gritos de las piedras, de las plantas, de las bestias y de los hombres con la grave armonía de las esferas. Se trata de un ensalmo confuso pero encantador que poco a poco comienza a definirse, precisarse en una sola súplica: “¡Oh Tú, El-que-viene, reina sobre nosotros!”. Es la creación, el macrocosmos todo que el Hombre “reúne”, recapitula, sintetiza y que debe gobernar... pero el celo de Yawhvé se lo impide. ¡Ah Titán! ¡Si solamente conocieras tu fuerza y que Adonai sólo es fuerte en la medida de tu duda! Gloria, belleza, poder, majestad: el universo le rinde homenaje al Hombre, el único digno de reinar sobre él... Y he aquí que aparecen, bajo la mirada de Cristo, todos los “valores terrestres”: grandeza, arte, pensamiento, ¡y esta ciencia que fractura el abismo en el que Dios intenta vanamente arbitrar sus secretos! Sí, es a plena luz, en un día radiante –a punto tal que resulta embriagador, si no fuera que el calor, en lugar de entorpecer, estimula, enriquece la sangre, al ver como vigoriza y endereza al hombre pareciera que activase la circulación– 133, es en medio de un aura de esplendor y de audacia creadora que aparece al fin, que emerge en el mediodía de un conocimiento finalmente liberado, el hombre, el dios verdadero de este universo. Y ni bien una visión termina de saciar en el Cristo sus potencias latentes, que se ignoran a sí mismas 134, ni bien el Cristo conoce estas virtualidades infinitas de gozo y de dominación, ya aparecen otras que las borran, las hacen retroceder, para dar lugar a otras aun más espléndidas. El horizonte se abre cada vez más, como herido en su ladera, pero es más vida la que surge de allí. La matriz universal vomita una oleada tras otra de creaturas que el hombre no conoce y que sin embargo protestan su vasallaje... ¡en verdad, pareciera que el Cristo va “de gloria en gloria” en esta infernal Ascensión!
¡Qué universo! ¡Cuántas inagotables riquezas! Para usted y para mí, la tentación sería irresistible. A medida que delante nuestro los seres hubiesen desfilado –sin secretos, desnudos, ofreciendo a nuestra mirada la máxima intimidad de su esencia–, nuestra inteligencia extasiada, transfigurada más allá de estos límites terrestres, les habría dado un nombre nuevo, un sentido, un alcance, un destino (Gén. 2, 19-20). ¡Oh, esta tarea de demiurgo! Nuestro corazón, ora inflado hasta el punto de explotar, ora como inerte, ora oprimido por la emoción, se habría unido a la armonía universal. Habríamos experimentado la “compasión cósmica” del Buda con su paternal simpatía por la miríada de seres. Nuestros ojos se habrían convertido en contemplación pura, en admiración maravillada, en hechizo deificante: visión beatífica provocada por los creaturas; nos habríamos perdido en esa sinfonía cósmica. Y habríamos aplacado la sed de nuestras almas en este “río de fuego” (Chaghigah, 14 A; Bereschît Rabba, 78), en este mâya, en esta figura mundi detrás de la cual se esconden los compañeros del Gran Encantador. Rebotando como pajarillos encerrados en una jaula y para aplacar la sed indecible de nuestros corazones, entonces habríamos gustado de este enloquecedor brebaje mágico. Aun caído, ensuciado, hecho esclavo del “vacío” (Rom. 8, 20), el cosmos, la antropósfera, tiene que haberle parecido sublime al Hombre perfecto, al Hombre-máximo (es palabra de Nicolás de Cusa); ¿y bajo la luz falaz de la tentación, no será que Jesús entrevió la bondad, la verdad, la hermosura de las creaturas, tal y como su Padre los lanzó a la existencia? En un grado eminentemente superior al que nuestra humanidad hubiese podido percibir, la humanidad tan rica del Salvador tiene que haber descubierto y apreciado intensamente el esplendor de este universo, tiene que haber simpatizado necesaria y profundamente con todo lo que en ella hubo encontrado de Dios, del Verbo.
Es en ese momento que estalla un apóstrofe, un chasquido como un golpe de fuego:
–Voy a darte todo esto a a Vos, toda esta exaltación del ser exusía {poder}] y la gloria de sus reinos; porque es a mí a quien le fue dado todo esto y yo se lo doy a quien quiero. Pues bien, si te prosternás delante mío (para rendirme pleitesía como un vasallo a su soberano) ¡Yo Te daré todos estos reinos!
Esta vez, el Maldito, impacientado, muestra sus cartas sin demasiados miramientos ni precauciones. Ya no guarda más cartuchos y solemnemente se juega entero: “Ya que, como se dice, serías el Hijo de Dios...”, ¿de qué sirve andarse con remilgos? ¡Las cartas sobre la mesa! ¿Y cómo exigir el homenaje del Hijo de Dios?... Porque no hay cuestión de “adoración” en la sugestión del Diablo, sino puramente de vasallaje, expresada por la prosternación, tan corriente en Oriente. El Demonio no es tan tonto como para creerse Dios; le basta con insuflar esa estúpida convicción en los humanos. Más que nada se enfrenta a Yawhvé por nosotros. Pero lo que más quiere, lo que lo enloquece, es que nos abajemos delante de él: en el Apocalipsis dispone como soberano de la exusía megále {gran poder}, de la superbia vitae, de la “gran exaltación de la existencia” sobre la que volveremos más adelante; pero debe tenerse en cuenta que Satán vierte este embriagamiento ontológico sobre quien “se prosterne” delante de él (Apoc. 13, 2; cf. I Jn. 2, 16-17; 5, 19 donde se dice que “el mundo entero está inmerso en el Maligno”; Jn. 12, 31; 14, 30; Ef. 2, 2; 6, 12). Llama la atención que, por oponerse a la apologética cristiana, alguien en el Talmud reemplazó la Palabra o Memra de los Targumin por Metatrón: la curiosidad está en que Metatrón y Demonio tienen el mismo sobrenombre: Sar-haOlam (príncipe de este mundo) y El-Acher (otro dios, cf. II Cor. 4, 4, texto en el que el diablo es llamado “el dios de este mundo”).
Satán promete entonces a Jesús toda la substancia y el “valor”, el enriquecimiento de los “reinos”, esferas o “eones” cósmicos (recordar los “reinos elementales” en el simbolismo de los misterios antiguos y en el esoterismo hindú), y el eritis sicut dii, la Gloria excelente (II Pe., I, 17) que pertenece sólo a Dios (Lc. 2, 14; Jn. 1, 14; Hech. 12, 23; I Pe. 1, 24; Salmo 113b, 1). El “padre de la mentira” ¡exagera! Y, si no, vean al Salvador, a quien la madre de los “hijos del Zebedeo” le pide que asocie a sus hijos a su gloria: “El sentaros a mi derecha o a mi izquierda, no es cosa mía el darlo, sino para quienes estuviera preparado por mi Padre” (Mt. 20, 23). Siempre la misma idea fundamental, tantas veces expresada en el cuarto Evangelio: el Hijo no es Hijo, sino porque no quiere, ni dice, ni hace, ni da, ni evita, ni juzga, sino exactamente como lo ve hacer al Padre.
Tiene razón el Diablo en exigir un homenaje feudal de Jesús, porque “este” mundo, ensuciado por la Caída, pertenece al hombre que se ha precipitado en la esclavitud demoníaca. Este estafador, este Tartufo –“la casa es mía, a ustedes les toca salir”– ¡tiene la desvergüenza de ofrecernos en alquiler nuestra propia herencia! Jesús, dice frecuentemente el Evangelio, eleva los ojos: es así como escapa de la visión del mal (cf. Hab. 1, 13). Envuelto en un apacible e inmutable abrazo, toda este escenario de gloria y de belleza, el cielo, con su azul profundo, fresco, puro y sin la superficial limpidez de las miradas humanas, Lo mira también. Y de allí bajan, como napas de luz invisible, sin el resplandor del “sol de Satán”, certezas graníticas, densas como el mismo ser: “Debo ocuparme de los asuntos de mi Padre, y sólo de ellos”... Y esto otro, más potente que el clamor de los océanos y sin embargo sin ningún sonido: “¡Que venga Tu Reino!”... Lo que Satán posee y da, como él mismo lo admite, es “todo esto”, que no es el Reino del Padre al cual el Cristo ha consagrado su vida. Al Diablo con, y del Diablo son –¡y “en” el Diablo están, según San Juan!– los “eones” y “reinos” de este universo prostituido. Pero esta exusía {poder} lo tiene sin cuidado. Cuando Satán le propone establecer, en seguida y no importa cómo, la teocracia mesiánica, es para que venga su reino, porque es de saber que todo reino que no pertenece a Dios, inevitablemente procede del Demonio. El Tentador, como diabólico Mesías, le propone a Jesús realizar un “mundo por venir” satánico. Su malicia está clara como el agua: el actual imperio del Maligno, que le valió la Caída a Adán, está herido de precariedad; si la tercera Tentación hubiese tenido éxito, ¡se habría adueñado de “la edad por venir”, de la eternidad! Al proponerle al hombre, en la Persona de Cristo, revenderle su mayorazgo, el Diablo se prepara, por el contrario, a desposeerlo por siempre jamás.
Es por esta razón que aquí, para liberar al hombre, es necesario destruir, como dice la primera Epístola joánica, las obras del Diablo, “este” reino, “este” mundo. Es para eso que ha venido el Hijo: sobre la ruinas del universo viejo debe instaurar uno nuevo, cuya inaudita grandeza fascinó anticipadamente al profeta que lo entrevió en una simple y confusa visión: “Tú obraste cosas terribles, inesperadas; descendiste, y se derritieron los montes en tu presencia. Porque nadie oyó, ningún oído percibió y ningún ojo ha visto a otro Dios fuera de Ti que obre así con los que en Él confían” (Is. 64, 3-4, tal vez citado por San Pablo según una fórmula eucarística)... Este cosmos, que “a su pesar se vio esclavizado por el vacío”, por la hinchazón, por el globo ontológico 135, y, traicionado por el hombre, su regente, quedó a merced del Demonio, como Satán mismo se lo dice a Jesús –no librado a él por Dios como maliciosamente lo da a entender el Diablo, sino por Adán. Pues bien, el cosmos en este estado sirve a la causa de la Mentira; pero se convirtió en el Reino de Dios después de aquella otra Ascensión que se preparó en el Gólgota. Y así es que Cristo ve, aboliendo la duración, cómo desde ya se transforma su visión: cómo el mundo entero se pone de rodillas y la armonía de las esferas se convierte nuevamente en el canto llano de la creación. Delante de los ojos “elevados” de Jesús, las profecías de Isaías se realizan con toda su fuerza: se trata de un cortejo interminable en el que las multitudes venidas “desde las islas más distantes”, las galaxias, los “universos-islas”, aportan sus dones, sus talentos, sus riquezas materiales, intelectuales y espirituales y ofrecen sus obras de belleza, consagran su sabiduría delante del trono de Dios y del Cordero como inmolado. Porque el universo de Yawhvé se ve restaurado por la inmolación. El mundo, restituido a sí mismo, Dios mediante, dedicado por sí mismo a Dios, el mundo en el que de ahora en más reina la paz de Dios, se sumerge para siempre en la Gloria de Dios. Pero este Reino nace de la adoración, es el fruto de la humillación voluntaria y da por supuesto el aplastamiento de toda rebelión. Así, la más sutil de las tres Grandes Tentaciones se vuelve contra su autor y se revela como la más palurda, la más grotesca de todas (por lo demás, el pecado, como exasperado, siempre aumenta lo grotesco de sus pretensiones a medida que intensifica sus ataques). Y provoca la respuesta decisiva: “¡Fuera de acá! ¡Largo de aquí, Satán! Porque está escrito: te prosternarás delante del Señor, tu Dios, y no adorarás más que a Él sólo”. Si Satán, él mismo empujado al extremo (recordar el ekpeiráseis {tentarás} de la Tentación precedente) ha descubierto sus baterías, y por una vez ha reemplazado su hipocresía con la impudicia, Jesús a su vez tampoco ve razón para prolongar este conflicto: le espeta en la cara el secreto de su método mesiánico, el plan de su conquista: un solo soberano, Yawhvé; y Él, Él solo porque Él es digno, no sólo de alabanza, sino de adoración latréutica. Así es el principio del Reino, y, por lo demás, de toda victoria, de todo triunfo.
Esta Tentación exhibe en sus diálogos curiosos paralelos. Satán promete lo que es incapaz de cumplir –“Te daré todo esto”– cosas que, por lo demás, se pueden conquistar sin él; Jesús que sí puede, si quiere, recompensar a los hijos del Zebedeo con exusía megale {gran poder}, prefiere diferirlo al Padre. Pero así como se excusa en todo lo que toca al poder y a la gloria considerados como fines –“¿Quién me ha establecido como vuestro juez, o vuestro partidor?” (Lc. 12, 14)–, existe un bien supremo que nunca se niega a acordar Él mismo; aunque nuevamente se remite, derechamente, a la aprobación del Padre... “A aquellos que Le recen, que se Lo pidan, vuestro Padre celeste os dará al Bueno, al Espíritu Santo” (Mt. 7, 11; Lc. 11, 11). Lo que nos sugiere el siguiente sugestivo paralelo: la exaltación del ser, la exusía {poder} (el Apocalipisis agrega: megále {grande}), y la gloria de todos los reinos, de todos los eones creados, dice Satán: “Todo esto me ha sido entregado [emoi paradédotai {me ha sido entregado}] y yo se lo doy a quien quiero” (Lc. 4, 6). Pues bien, leemos en el mismo Evangelio que, vueltos los setenta y dos discípulos, jubilosos de haber “sometido a los demonios al Nombre” de Jesús, el Maestro contesta: mientras vosotros me representábais, “veía como Satán caía del cielo como un rayo”, de ese “cielo” creado, “natural” que él domina (Ef. 2, 2; 6, 12) y en el cual otrora el Me hizo ver la exusía del hombre, ilusoria y falazmente deificado (en oportunidad de la falsa Ascensión en el Desierto). Pero “Yo os he dado potestad de caminar sobre serpientes y escorpiones y sobre todos los exusíai {poderes} del Adversario”, como en el Salmo 90 otrora invocado por su Maestro para tentarme (Lc. 10, 17-19). Sólo que vencer a Satán es bien poca cosa; lo que importa es adorar al Padre: “No habéis de gozaros en esto de que los demonios”, el imperio de Satán, sus eones y sus reinos, “se os sujetan, sino de que vuestros nombres están escritos en los cielos”, en el corazón de vuestro Dios y vuestro Padre. Y luego, en un estremecimiento de gozo –deificante en términos completamente diferentes a los de la Ascensión satánica de la tercera gran Tentación–, en un arrobamiento exultante por razón de la humanidad que comparte con nosotros, exclama: “Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra” (de este mundo que no pertenece sino sólo a Ti, y que el Otro tuvo la presunción de ofrecerme), “de que hayas escondido estas cosas”, el verdadero secreto del eritis sicut dii, “a los astutos y a los ladinos”, a la caterva de la Serpiente... Y he aquí que el Vencedor retoma por su cuenta las palabras del Vencido: “Todo esto me ha sido dado de parte del Padre”, y no del Diablo [moi paredoze {me ha sido entregado}]; y “nadie conoce al Padre” –con este conocimiento sobrenatural que es esta vida eterna mendazmente prometida por Satán (Jn. 17, 3)– “si no es el Hijo, y aquellos a los cuales el Hijo place revelarlo” (Lc. 10, 20-22). Este paralelo con Lucas, 4, 6 nos parece demasiado patente, hasta en la más pequeña de sus palabras, para creerlo fortuito; pero si alguien relevó la cuestión no lo hemos visto.
Frente al Demonio en el desierto, el Cristo Se limita a “parar” los golpes del modo más económico posible (¿Una cita bíblica? ¡Bien, aquí va otra!). Y si ejerce alguna paciencia con esta “ralea” (túto to génos {este género}; Mt. 17, 21), es por obediencia al Padre: esta calaña le da asco (Hab. 1, 12). Pero al dirigirse al Padre “en el Espíritu Santo” (Lc. 10, 21-22), muestra que nunca se engañó y siempre Se supo Vencedor. Sabe que “se oyeron grandes voces en el Cielo que decían: «El imperio del mundo ha pasado a nuestro [único] Maestro y a su Cristo; y Él reinará en [todas las esferas del ser] por los eones de los eones»” (Apoc. 11, 15)...
Una vez más, es asunto del Cielo solamente. Aquí abajo, el Cristo realizará su humilde táctica redentora día tras día, a medida que el marco providencial de los acontecimientos Le fuera imponiendo la ocasión. ¿Por qué iba a invadir violentamente este “eón por venir”, este olam habba, cuando sabe que Le está reservado? La igualdad del Verbo Encarnado con el Padre no es un botín (Fil. 2, 6). No se trata de establecer el Reino sacrificando los fines del Reino. El debate se abrevia, se vuelve inútil: “¡Atrás Satán!”. E incluso, con mayor precisión aun: “¡Ponte detrás mío!”. Es que el Hijo tiene por cometido esencial no volver la cara sino hacia el Padre: pros ton zeón {frente a Dios} (Jn. 1, 1).
Acorralado, sin argumentos, Satán –ahora él es el peiradsómenos {tentado}–, su actividad de traidor enervada por la pasiva fidelidad de su antagonista, Satán, digo, es ahora el objeto no de una simple respuesta sino de una orden: “¡Fuera de aquí!” (cf. Zac. 3, 2)... Se larga hasta que se le presente una ocasión más favorable (Lc. 4, 13; 22, 53). Sin duda, renovará más de una vez sus esfuerzos. Por ejemplo, los “hermanos” de Jesús le darán cierta vida con la Tentación de la Ostentación: “Si realizas semejantes prodigios, hazlos conocer al mundo” (Jn. 7, 3-5). Después de la multiplicación de los panes (curioso encadenamiento de hechos, igual que en el desierto) y con miras al advenimiento real, la muchedumbre le propondrá al Cristo el salto a lo desconocido; en igual sentido Judas se hará vocero de la sombra. Y por fin, frente al imperio mundial que el Cristo puede conquistar con “doce legiones de Ángeles”, Pilatos murmurará: “¿Entonces, en el fondo, Tú eres Rey?”. Pero la primera batalla, victoriosa, ha decidido las otras. Las cartas están echadas desde la cuarentena del Arabah. Es más, incluso “la hora y el poder de las tinieblas” sólo tienen imperio sobre el destino terrestre del Salvador; y eso porque Él así lo quiso. El Reino, cuya esencia está en esta sumisión absoluta a la voluntad de Dios, “desde ahora” está “entre vosotros”. Cristo resumió toda su carrera en Getsemaní: “No mi voluntad, sino la tuya”.
Las tres réplicas de Jesús han sido tomadas de los capítulos 6 y 9 del Deuteronomio: nada de Su propia industria. La obediencia a la Ley es la respuesta universal, la llave que abre o cierra todas las puertas del destino: “Someteos a vuestro Dios; resistid al Diablo, y él huirá lejos de vosotros” (Santiago, 4, 7). “Numerosas –dice San Buenaventura en su Vita Christi– son las tentaciones que el Señor padeció aquí abajo”. Las padece en nosotros porque nosotros las hemos padecido en Él (Lc. 22, 28): nosotros, “nosotros permanecemos con Él en sus tentaciones [met emú en tois peirasmóis mu {conmigo en mis tentaciones}], y Él nos prepara un Reino, como su Padre se lo preparó a Él”. Su “agonía” se prolonga en nosotros hasta el fin del mundo. Como Él, también nosotros oímos la voz maldita: “Exhibite, arriesgá el todo por el todo y tirate desde el pináculo” (cf. Jn. 7, 3-5). Como Él, somos tentados de “salvarnos por las nuestras”, por un milagro, mediante una violación del orden providencial “normal”, ordinario (Mt. 27, 40). Como Él, Cristianos, tenemos que huir del mundo que nos quiere “coronar”, halagar, provocar para que busquemos nuestra propia “gloria” (Jn. 6, 15; 7, 15. 18).
La tercera de las Grandes Tentaciones es también la última, porque no hay una más grave. No se dirige al cuerpo, como la primera, ni al alma como la segunda, sino que se dirige al espíritu, a aquello que Dios nos insufló en el primer día de la humanidad, el chayîm, el doble espíritu, aquello que Dios posee en nosotros. El éxito de esta Tentación habría sido la guerra, en el hombre, entre “la imagen” y “la semejanza” de Dios. La imagen vuelta contra la semejanza, en verdad, ¡habría sido Dios mismo pisándole los talones a Dios! De igual modo, esta prueba es más específicamente la obra, no ya de la “carne” (la primera), ni del “mundo” (la segunda), sino del Diablo ipsissimus. Y no se la puede vencer, esta vez, ni con la fiducia, ni por la esperanza, sino únicamente por la caridad, que es el amor de Dios hasta el desprecio de sí.
B. EN SAN JUAN
1. El “padre de la mentira”
En fin, todo lo precedente nos permite abordar algunos textos de San Juan. Quizá algunos espíritus melancólicos se asusten de vernos intentar así una síntesis que va del Génesis al Apocalipsis, cuando, según ellos, la crítica seria prohíbe buscar a vuelo de pájaro una perspectiva, una mirada de conjunto adquirida de un solo golpe de vista sobre la Biblia considerada como un todo. Pero es que tenemos precisamente la debilidad de creer en la Biblia, en este Libro único en el que Dios, el único y el simple, Se expresa, bien que acompañado de la resonancia de innumerables armonías. Creemos con Lightfoot –comentando I Cor. 10, 11: “Todo esto les sucedió a ellos en figura y fue consignado por escrito para nuestra enseñanza” (según diez versículos en donde el Éxodo es interpretado “espiritualmente” según el método indicado en Apoc. 11, 8)– que “the words of the Apostle suggest what is suggested by the historical portions of the Old Testament themselves: that they sere written not as history only, but also as a parable” 136. Es la exégesis de San Pablo a los Gálatas (4, 21-31), en donde el Apóstol se atreve a escribir que, para estar en condiciones de obedecer a la Escritura, a “la Ley” (aunque, tanto para él como para Jesús, todo el Antiguo Testamento hace las veces de Ley –cf. Jn. 10, 34; 12, 34; 15, 25; I Cor. 14, 21–), hay que comenzar por “escucharla”, por interpretarla a fondo, como él lo hace en los versículos siguientes (Gál, 4, 22-31). Es también la hermenéutica de Nuestro Señor que cita fríamente un texto del Salmo 81, dirigido a los jueces y a los gobernantes en general, para aplicárselo a sí mismo en su condición de Hijo eterno (Jn. 10, 34-35; Salmo 81, 6; Éx. 21, 6; 22, 28). Y la Epístola a los Efesios aún va más lejos: allí donde el Salmo 68, 19 dice: “Él recibió dones de los hombres”, el Apóstol, para justificar sus nada obvias interpretaciones, cita: le dio dones a los hombres (Ef. 4, 7). Claro que San Pablo no sabía nada de crítica textual. Pero él creó, logró unas síntesis, abrió caminos nuevos... He aquí por qué “todo lo que figura en la Escritura –dice entonces el Apóstol– está para enseñarnos la doctrina”; la Biblia debe darnos la paciencia y la consolación del Espíritu Santo (Rom. 11, 4). Sí, “los libros inspirados por Dios pueden y deben servir para la doctrina, para reprender, para corregir y para instruir en justicia” (II Tim. 3, 16-17; cf. Prov. 1, 3). Seguramente, cada uno atesora sus preferencias por tal o cual principio o sistema de interpretación; es preferencia perfectamente legítima si se piensa que para glosar bien pneumatikós {espiritualmente} (Apoc. 11, 8) y extraer de una “figura” todo lo que puede dar, hay que comenzar por conocer a fondo todo el fenómeno figurativo de aquí abajo: alusiones históricas, referencias geográficas, etc. Nuestros comentarios sobre las parábolas evangélicas, a pesar de su mira mesiánico-escatológica, demasiadas veces las transforman en lecciones de “moralidad” cualunques, que bien podría firmar un Jules Simon o un León Bourgeois. Si se quiere ceñir, escudriñar los textos de cerca, que se comience por leerlos a la manera de los viejos rabinos: nada más anacrónico que querer comprender algo de las Escrituras aportando la miopía de la Nüchternheit contemporánea. Mi padre, convertido al Cristianismo cuando estudiaba para rabino, hace ochenta años, estaba saturado del espíritu que anima los midraschîm y targumin: y sabía infinitamente más sobre el fondo histórico de la Biblia que los exégetas profesionales de hoy en día. Pero es gracias a los targumin y a la Cábala –Te rectore, Te duce– que dio sus primeros pasos hacia la fe cristiana 137.
Y es por esto que no tenemos escrúpulo alguno en pasar de un Testamento a otro y de buscar por todas partes los lugares comunes, por lo menos las afinidades, considerablemente más significativas que las diferencias: el primer Libro de los Reyes nos ilumina tal o cual epístola paulina y Job proyecta su luz sobre el Apocalipsis. Uno solo habla: Dios. ¿A quién? Bajo la máscara de los hombres, a Dios. ¿De quién? Del único objeto digno de un relato divino: de Dios. Su palabra, dice San Ambrosio, es iterativa. Es así que con todo gusto nos arriesgamos a escandalizar con nuestra indiferencia a estos críticos que tanto aman estas disecciones, vivisecciones y triunfales autopsias sobre “la letra” reducida a estado de cadáver...
Tanto en su Evangelio como en sus Epístolas, San Juan habla del Diablo mirándolo, como si dijéramos, bajo dos ángulos diferentes, pero complementarios. Cuando el Evangelista le hace decir a Jesús que “el arconte de este mundo ha sido expulsado”, que “el arconte de este mundo no tiene nada en El”, agregando que “el mundo entero está bajo el Maligno” (Jn. 12, 31; 14, 30; I Jn. 5, 19), evoca fugazmente por vía de alusión –porque la Escritura no tiene nada de profesional– el rol y la función de Satán; arconte de este mundo de acá es una definición “económica”. Pero en el mismo Evangelio el Salvador nos da una definición metafísica, esencial, del personaje en cuestión. A los Judíos, que en su oposición a Jesús habían retomado por su cuenta la misma actitud que habían tenido el Diablo y los suyos contra la Species viri antes de la Caída, Él les contesta: “Si Dios fuera vuestro Padre me amaríais a Mí; porque Yo salí (como Verbo, Hijo eterno) y vine (como Hijo del Hombre)... ¿por qué pues no comprendéis mi lenguaje? Porque no podéis entender mi Palabra”. Ya se los había dicho: “Vosotros hacéis las obras de vuestro padre del que habéis salido; vuestro padre es el Diablo; y aspiráis a realizar sus codicias. Él no ha dejado de ser el homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad. Es que no hay verdad en él. Cuando profiere una mentira, eso surge de sus propios fondos. Porque es mentiroso y padre de eso” (Jn. 8, 41-44).
2. Ontología “natural” de la Verdad y la Mentira
Arranquemos, para comprender este pasaje, de una noción positiva y capital en San Juan. En nuestro lenguaje corriente la verdad consiste en esa fiel correspondencia en virtud de la cual todo lo que expresa entrega y traduce lo que es expresado. Juicios, informes, palabras, etc., son “verdaderos” en la medida en que nos rinden cuenta de lo real, nos informan sobre lo que es. Si sus palabras manifiestan auténticamente vuestros pensamientos, si vuestros escritos me hacen conocer como es efectivamente tal o cual situación, las unas y los otros serán verdaderos. Sólo que para nosotros, creaturas incapaces de adquirir y guardar el ser por nuestros propios medios (y a fortiori, de impartirlo –sólo podemos expresarlo–) para nosotros, como digo, la verdad siempre resulta un informe abstracto. La correspondencia (enteramente convencional) entre un ser individual, concreto, objetivamente presente, es incomunicable en lo que tiene de propio, en lo que tiene de estar-en-el-ser (siguiendo la convención que torna posible por ejemplo el alfabeto fonético) y lo que se nos hace intencionalmente presente es una efigie y nunca la cosa, el ser en sí 138. Si todo lo real siempre cayese inmediatamente bajo nuestros sentidos, no habría ni verdad ni mentira. La verdad vive de la realidad; una analogía, una proporción (no matemática aunque sí ontológica), le permite procurarnos lo real. Un hombre no es nunca “verdadero”, bien que pueda decirnos cosas verdaderas, proferir gritos verdaderos, tener una entonación verdadera, gestos auténticos, todas legítimas representaciones de lo real así significado. Entonces la verdad es la fidelidad de una significación.
De todos modos, el lenguaje popular, tan a menudo más cerca de las fuentes, nos habla de un “verdadero pillo”, de un “verdadero tacaño”, de una “verdadera harpía”, en sentido inverso. Se “platoniza” sin saberlo; desde luego su atmósfera y no su doctrina es platónica, o más bien, platonizante: para el común de la gente lo “verdadero” es todo ser real, objetiva y concretamente presente, individual, que se corresponde fielmente a tal o cual “tipo” determinado, que le da apariencia carnal, figura, que lo “encarna”. Esta acepción popular de “veraz” y “verdadero” nos pone sobre la pista del sentido que tienen esas palabras en San Juan: en Dios no hay vueltas, contradicciones, nada Lo niega cuando el Se afirma; “No hay más que sí-y-no”, bueno y no bueno, justo e injusto, Dios y no Dios, pero “no hay más que sí en El” (II Cor. 1, 17-18), y en Jesús que Lo manifiesta.; perfectamente “puro”, enteramente “positivo”, conformando su existencia a su esencia, su realidad a su idealidad, al punto que ambas, absolutamente identificadas entre ellas, no hacen más que una, sin ninguna vicisitud, sin sombra de cambio (Sant. 1, 17). En Él todo está conforme con todo; todo lo que Lo expresa, Lo revela, Lo comunica y Lo da, es tan idéntico a la Fuente, que es Él mismo que Se entrega, y no cualquier “idea” abstracta y muerta-nacida como las nuestras: recibir de Él es recibirLo... Él es el verdadero. Es lo que afirma Jesucristo (Jn. 8, 26).
Ahora bien, esto es precisamente porque Dios no participa, ni siquiera en grado supremo, de atributos de los que por hipótesis podría estar desprovisto; porque el ser, el bien y los otros trascendentales sólo tienen realidad en Él, de modo que no podríamos ni siquiera soñar con que Dios no “existiese”, ya que su misteriosa quididad sobrepasa infinitamente todo lo que podemos llamar “ser”; Él es no sólo “veraz”, conforme en todo su ser y su actuar a esta correspondencia que llamamos “verdad”, sino que Él es la Verdad, o, más bien, toda vez que es el Viviente por excelencia, Él es el Veraz, el único Verdadero, así como Él no es la Bondad, el Bien, sino “el único Bueno”, que dice Jesús.
Pero entonces, ya que esta fidelidad, esta perfecta correspondencia de Dios a Dios está contenida en la expresión de Dios, en su Palabra, en el Verbo que Lo manifiesta y lo revela –tanto a Él mismo cuanto a las creaturas–, la Verdad de Dios, perfecta hasta la identidad salvo en que ella es la Expresión y que Él es el Expresado y hecho abstracción de que el propio Dios, ho theós {Dios} (en el Nuevo Testamento, Dios por excelencia), es la única Fuente de la divinidad, co-igual y co-eterna, esta Verdad que basta ver para verLo –después de la Encarnación, Testigo “fiel y verdadero” tanto en el cielo como sobre la tierra– es el Hijo. Y Dios toma conciencia de esta Verdad; la conoce con ciencia perfecta y exhaustivamente gustativa, soberanamente saciadora, con un conocimiento adecuado al Abismo que escudriña, así como que para Él es la beatitud misma; inextinguible, no cesa de establecer entre Dios y su Verdad viviente un contacto, un comercio, un va-y-viene que retoma siempre sin jamás innovar: una espiración. Esta espiración, ella también viviente e hipostasiada, por la que Dios se goza de su Verdad, es exactamente el Spiritus veritatis. Dios habla: de su boca surge la Memra, la Palabra de Verdad; pero esta entraña es a la vez Luz y Fuerza, Verbo y Hálito. El Verbo revela y manifiesta; el Hálito comunica y distribuye.
Toda vez que el Verbo es el Arquetipo universal, ya que todas las creaturas fueron hechas “a través” suyo –per o diá {a través}– “por el canal” del Primer Nacido (porque es de saber que no hay unidad de medida común en la Unidad “por” donde el ser se introduce en el “eón” de lo cuantitativo y de los números), ellas son, a su vez, “verdaderas” en la medida en que ellas mismas, imágenes creadas de la Imagen increada, expresan fielmente lo que Él ha querido que tuviesen, en ellas mismas, de Él. Es lo que expresa la fórmula ambrosiana: Conviértete en lo que eres. Es también lo que significa la distinción en el Génesis, entre la “imagen” y la “semejanza”, aquella dada de una vez y para siempre como un “carácter” y una potencialidad; la semejanza, en cambio, debe explicitar a la imagen como el árbol a la semilla. El hálito de Elohím, ese su “espíritu” que Él le confiere al hombre, y cuya expresión hebrea (chayîm) es, muy especialmente para el hombre, un término curiosamente dual (para la bestia se usa el vocablo chaï), ¿no es por ventura, en el caso de Adam, a la vez éxtasis y espiración, imago impresa, en vista de la similitudo a realizarse? Así es que la Revised Version anglicana traduce Génesis 1, 26 así: “in our image, into our likeness [en lugar de: after]... in imagine, in similitudinem”... (piénsese en el in virum perfectum de Ef. 4, 13).
Pero hay que entender que esta “verdad” de los contingentes responsables no emana de una “ley moral” extrínseca que pudiera tener valor y realidad independientemente de Dios. Por la sencilla razón de que esta “ley moral” es Dios, se retrotrae, se reduce a la excelencia del “sólo Bueno”. Ninguna “tabla” de preceptos, así fueran innumerables como el “infinitamente grande” pascaliano, ninguna sutileza, fineza o delicadeza de dirección espiritual, aun cuando fuese considerada como el “infinitamente pequeño”, puede agotarla, ni siquiera puede expresar adecuadamente el vigor y la originalidad de la vida. Es que, esencialmente, esta ley –este Dharma–, es un ideal viviente. Ante todo, esta “ley perfecta de la libertad” (Sant. 1, 25) que nos gobierna constituye una insinuación gratuita, graciosa y espontánea en nuestros corazones de la naturaleza divina que da al Espíritu Santo (Rom. 5, 5). Esta ley (a la inversa del estoicismo) no exige contención, sino un abandono. Su libertad, su flexibilidad, su infinita profundidad y sobre todo su extraordinaria unidad (todos los “artículos” son móviles como si fueran moléculas de agua), se deben a la esencial simplicidad de Aquel que nos “incorpora” para que Lo “imitemos”. San Pablo nos dice que Él nos injerta en Sí mismo, que “crecemos con” Él; Santiago concluye que desde ahora Él es como una Ley “entrada en nosotros” y que así Él se expande en nuestros corazones. “Sed perfectos –resume Nuestro Señor– como vuestro Padre celeste es perfecto” (Mt. 5, 48).
De igual modo, la Ley enteramente extrínseca fue “dada” por Moisés como un objeto que se transmite, como una cosa muerta; en cambio, la gracia –entendida como dos vivientes: la gracia y la verdad– para cumplir, para realizar en uno mismo y convertirse en verdad, “han venido” por Jesucristo. Por tanto, en Jn. 1, 17, la verdad no se opone al error, sino a la Ley, al fruto, a las obras de la Ley. Se trata de una espontánea conformidad con la naturaleza divina, una expansión de la “semejanza” bajo el brote quasi vegetal de la “imagen” y de las poderosas virtualidades que encubre.
3. Ontología “sobrenatural” de la Verdad y de la Mentira
Juan, 3, 20 es más enfático y va más lejos: es “malo”, ponerós {malo}, todo lo que es faulos {vano}, bueno para nada, carente de valor positivo, tendiente al no-ser; así como San Pablo opone la verdad a la injusticia, a la iniquidad, identificando la rectitud divina con la verdad (I Cor. 13, 6, equivalente a la noción rusa de pravda), por su parte San Juan delinea ora la antítesis entre el “fautor de mentiras” y el “hacedor de verdad” (Apoc. 21, 27; 22, 15), ora el “fautor de verdad” con el “hacedor de futilidades” (Jn. 3, 20). Quien primero trabaja en sí mismo, luego por resplandecimiento (Mt. 5, 16) ha de realizar, reforzar, hacer crecer y expandir la Verdad, aquel Verbo en quien todas las cosas tienen su consistencia, su valor, su red de relaciones cualificadoras (Col. 1, 17). Así llega a conocer a ese Verbo, a esta Verdad, no ya solamente como un Drang interior, sino como una atmósfera exterior, como un ambiente y biosfera de Luz (Jn. 3, 21)). La verdad se “realiza”, se revela a quienquiera “hace la voluntad de Dios” (Jn. 7, 17), como si dijéramos, resulta segregada por el amor sobrenatural (Ef. 4, 15: alethéuontes en agápe {hacedores de la verdad en el amor}; literalmente: veritantes amando omnino crescamus in eo, scilicet caput Christus; cuando amamos, “veraceamos”, somos nosotros mismos verdad, porque estamos en el Cristo, nuestro jefe, de tal modo que nos “dilatamos” hasta la plenitud). El equivalente de esta inmanencia en el Cristo es “permanecer” y, por tanto, vivir habitualmente en su “logos”, “en” el mensaje viviente, fuente de salud a la que Él nos invita a beber. Aquí se trata de “conocer (sabrosamente, gustativamente) la verdad” descubriéndola en nosotros; se trata de reunirnos con el Reino, ingresar a la esfera del Absoluto, adquirir esa libertad plena que ninguna cosa creada nos puede otorgar y que nos encanta como ninguna otra cosa puede hacerlo (Jn. 8, 31). Y toda vez que el Verbo es Verdad, metafísicamente, por definición, fiel expresión del Padre, Verdad de Dios, no podemos adorar auténticamente más que con Él, en Él, por Él “en espíritu y en verdad” (Jn. 4, 23), conformándonos a la naturaleza y a la voluntad del Dios santo. He aquí la razón por la que el mismo Cristo reivindica para Sí, en varias oportunidades, en el Apocalipsis y en las Epístolas joánicas, este título de “testigo fiel y veraz” que Él asocia al de “príncipe arkhé {principio}] de la creación de Dios” 139.
Y esto porque Él es a la vez, como Verbo y como Hijo del Hombre, el único testigo auténtico y perfecto, no sólo por lo que Él dice, sino sobre todo porque lo que Él es (así como se habla en ciencias naturales de un “testigo”, que lo sería aun cuando no lo quisiera, porque su naturaleza misma atestigua, porque en él los “frutos” no desmienten al “árbol”). Como digo, entonces, Él es el único testigo “fiel” y “verdadero” (verdadero porque fiel) de las miradas de Dios sobre Él mismo, sobre el mundo y sobre el hombre (y allí donde hay devenir, las “miradas” se convierten en “designios”). Él mismo, Verdad eterna, ha “nacido en el mundo para dar testimonio de (esta) Verdad”, para mostrar al Hijo de Dios en la carne (per hominem Christum tendis ad Deum Christum, dice San Agustín). Y “cualquiera que es de la verdad escucha mi voz” (Jn. 18, 37).
Esta última palabra plantea el problema de las dos “familias” que examinaremos un poco más adelante a propósito de San Pablo. Pero volvamos ahora a la definición de Diablo que nos proporcionó el Salvador: la Verdad no está en él. Satán se niega a esta participación en el Verbo, no quiere parte en esta recíproca inmanencia y “morada” –voluntaria en las creaturas responsables– por la que estamos en el Verbo y por la que Él acampa en nosotros (Jn. 1, 14; eskénosen en hemin {acampó entre nosotros}). Nulo y no avenido, estéril puesto que no es fruto de la obediencia y el amor, Satán se niega a esto. Notemos la antítesis: la verdad no está en él, no encontró ni guardó un lugar en él; no ha querido convertirse en verdad, hacerse verdad, “disminuir para que ella crezca”, facere veritatem, o, como diría Pablo, alethéuein {hacer la verdad}, porque en él, el orgullo ha desecado el agápe {amor}. Y porque “la verdad no está en él” como íntima fuente que surge hasta la vida eterna, por su parte Satán ha sido incapaz de “mantenerse en la verdad” como atmósfera, ambiente de gracia, biosfera sobrenatural (“Jesucristo –decía Bérulle– es el verdadero mundo en el que vivimos”).
Ahora bien, si el Verbo nos suministra la verdad porque es la Luz, nosotros Le debemos la gracia porque Él es la Vida (Jn. 1, 17, luego 14, luego 4). Las creaturas poseen, “antes” que todos los “eones”, el principio de su dinamismo y su finalidad, la universal entelequia de su coexistencia armoniosa y de su sinergia en la inmóvil y perfecta plenitud de Su ser eterno. Y, como en el caso del hombre, por predilección sobrenatural (Ef. 1, 4). “Todo lo que ha venido eguéneto [{llegó a ser}]: la existencia contingente y precaria, o más bien el movimiento, aspira al ser, como la “forma” de una llama o de un chorro de agua), en Él era vida” (versión quasi universal de Juan, 1, 3-4 durante los catorce primeros siglos). Lo que pone en movimiento a la “masa”, lo que sacude a la inercia, lo que remonta la cuesta de la entropía, es la vida, y todas la creaturas la poseen, todas en Él, y lo que es más, están “animadas” de Él y por Él (per o diá {a través}). Pero en el caso del hombre la vida es luz (Jn. 1, 4), translucidez, reflejo, claridad vuelta hacia el interior (satehid diría un Hindú). Y porque es refleja, porque es vida desdoblada, esta luz puede volverse contra la vida. Cuando la vida y la luz se juntan de tal modo que trazan una misma huella, su correspondencia, su identidad funcional, “económica”, se llama verdad. Pero el Diablo ha rechazado la verdad. Es anti-vida, sobre todo para los que tienen vida = luz. Es el “homicida”, dice Jesús.
4. Satán, “hipóstasis” de la Mentira
En Satán, la luz (prestada) se alza contra la vida (recibida) y ambas se rebelan contra el Ser: es la furiosa locura de los trascendentales. Y porque la verdad, que es correspondencia entre la luz y la vida, le parece atentatoria contra la afirmación de su atesorado Yo, este “antivida” (“homicida” porque el hombre es la última criatura espiritual que él todavía puede tentar para convertirlo en algo parecido a sí mismo, y así convertirse en el padre de “toda la familia” infernal, de toda la antifamilia –comparar con Ef. 3, 15–, para reinar como anti-Padre), este asesino de los hombres “desde el principio”, “a partir de su esencia” actual, de su “idea” envenenada, no se ha convertido entonces adventiciamente en nuestro enemigo, como lo imaginaba el rabinismo contemporáneo a Jesús, sino que es el Adversario-nacido (desde su “segundo nacimiento). Es decir que, como lo afirma el Salvador, el Diablo es “mentiroso” e incluso “padre de la mentira”.
En efecto, se trata, tanto para la mentira como para la verdad, de valores (o contra-valores) ontológicos y no sólo morales. El ser del Demonio, su comportamiento, su actitud interior, la malla misma de todo lo que es, miente. Si le miente a Eva es porque antes se ha mentido a sí mismo. Si se mira en el espejo del espíritu, ve a otro. Es todo, no importa qué cosa, “legión”, todo, salvo él mismo: el Arcángel pensado, querido, creado por Yawhvé. El verdadero Outis o “persona” (cf. Ulises en la Odisea) es él; y esto porque al haber querido afirmarse con exclusividad se ve obligado a escaparse de la ubicuidad de Dios, presente hasta en los infiernos (Salmo 138); y para gozar de un ser que no le venga del Execrado a este miserable Diablo errante, no le queda más remedio que vivir en un perpetuo camuflaje. Un Frégoli 140 metafísico... Proteo, no por juego, sino por batido, presa de caza, sin aliento, miserable fugitivo perdido de antemano (el abismo, dice el Apocalipsis, es “sin fondo”: allí fracasa incesantemente). Larvatus prodeo... juguemos con las palabras, arriesguemos este retruécano: pasea sus larvas; ¡en él ninguna forma de ser puede llegar a madurar (todo estado de ser completado sería cosa de Dios)! “Miente” de todo su ser; le pone una máscara a la criatura, hace trucos con la creación, desmiente al mismo Dios. Pero odia al ser tal cual es: este Vagabundo rechina los dientes contra la pacífica estancia, contra el arraigo, contra el asiento de la criatura en el sofá del “domicilio” ontológico, contra toda criatura tranquilamente apoyada sobre la ventana de su “morada”. A lo mejor se repite a sí mismo que el desorden, el caos y la desgracia de los demás contribuyen a pasar su miserable bohemia, y quizá, al menos a sus ojos, eso podría pasar por “otra” especie de orden, un orden alternativo. En las novelas policiales de Chesterton, un asesino comete seis o siete homicidios “inútiles” para disimular el alcance del “verdadero”. De igual modo, la peste cósmica borrará el suyo... Pero este mentiroso se engaña a sí mismo. Porque “su fondo”, dice una vez más Jesús, es desde ahora puro ilusionismo, la “mentira”. Más de una vez el Señor opone el “árbol” a sus “frutos”, el “corazón” a las “palabras” que pasan por la boca, el estado fundamental a los actos transitorios. En el caso de nuestro personaje, la mentira proferida no es más que epifanía de la mentira inveterada. Pseudos émfyton {mentira arraigada}... Desinjertado del Verbo, lleva, “entado” en él, la contraley, la anarquía. “Tal como Tú me quieres, tal como Tú me piensas, tal como Tú me ves eternamente, tal como Tú me consideras en tu Verbo, escoria frente a la adorable Faz, sin embargo yo hago tu Palabra mentirosa, tu Voluntad sin fuerza, tu Pensamiento estéril, tu Visión loca, tu Verbo, palabrería. Soy la criatura que se escapa de Ti, que niega y desafía tu universal abrazo. Reviento sin cesar, ¡pero qué embriaguez!”.
Ahora bien, ¿qué es esta mentira sino un virtual asesinato, un homicidio intencional? El que miente lo hace porque es incapaz de matar, de suprimir lo real para sustituirlo por un “dato” de su propia industria, es decir, en el fondo, por él mismo. Así como mirar una mujer codiciándola es equivalente a ensuciarla (Mt. 5, 28), así también colocar sus huevos de cuclillo en el nido cósmico equivale a arrojar por tierra a los pichones de Dios. La mentira es el asesinato de los cobardes y de los impotentes. Y bien, porque él es en lo más profundo de sí mismo mentira, equívoco, falso personaje, quiproquo, sustitución ontológica; porque su estado civil, o mejor dicho su naturalización –su desobrenaturalización– como Satán, es la de haber querido destruir la creación antes que nada en su propia persona, y por tanto a Dios como Creador, haber querido transformar la verdad en mentira, el Verbo en falso ruido –si es Diabolos, el Difamador, es entonces antes que nada difamador de Dios– es un asesino de intención, asesino “desde el principio”, dice Jesús, desde su principio, y lo que es peor, del Príncipe, ya que querer hacerle mentir al Verbo es querer matarlo como Verbo, como Palabra, como todo lo que Es propiamente, como todo lo que tiene de esencialmente Sí mismo: un Logos que ya no sería la expresión fiel del Padre, ¡qué triunfo! Intentona fallida del “verbicida”, y, toda vez que el hombre es la sombra creada del Verbo, triunfo, helás, del homicida.
Desde entonces, quien ataca al Verbo es hijo del Demonio; nuevamente, es Jesús quien lo dice. Son “los hijos del Maligno”; “los hijos de la Gehena”; Jesús proclama y manifiesta la verdad, que le viene del Padre: los Judíos profieren mentiras, que les vienen de su padre (Mt. 13, 38; 23, 15; Jn. 8, 38). El Verbo, fiel y verdadero testigo del Padre, es, para los suyos, como el poder de Dios autorizado: los hijos del Padre son los suyos (Hebreos 2, 10, 13). Para ellos es el Número Uno, caput et princeps, el comienzo, arkhé {principio}. Él lo es, por naturaleza, por razón de Mediador. En cambio Satán, por razón de su función, es naturaleza usurpada, ejercita el mismo rol respecto de los suyos: es el árjon {líder}. En el orden práctico, los de su reino tienen con él relaciones y lazos similares a los que nosotros tenemos con Dios nuestro Padre. Así, “quien comete pecado es del Diablo, porque el Diablo peca desde el principio” (I Jn. 3, 8; porque “era del Maligno, Caín mató a su hermano”, ibid. 3, 12). San Juan opone los hijos de Dios a los de Satán –ibid. 3, 10–. Los primeros son “nacidos de Dios” y llevan en ellos “la simiente de Dios”: “Han vencido a Satán, porque el Verbo de Dios mora en ellos” (ibid. 2, 13-14). Esta Simiente de incorrupción que lleva a la vida eterna es la “viviente Palabra de Dios” (I Pe. 1, 23). En cambio, si “nosotros somos de Dios, el mundo entero está hundido en el Maligno” (I Jn. 5, 19).
Tal es el discurso con que Jesús discute con los Judíos en el capítulo 8 de San Juan. La respuesta es digna de la escena: “¡Y tú, tú eres un samaritano!” (Jn. 8, 48)... Los Judíos agregan además, por afición a su sempiterno paralelismo: “¡Y tienes demonio!”. ¿Y qué significa esto, oh exégetas apasionados por las interpretaciones obvias, “históricas”? Esta vez la Historia y la espiritualidad van en pareja... ¿Acaso se trata, para los Judíos, de reprocharle a Jesús su nacionalidad verdadera o supuesta? ¡Pero por favor... ¿o no venían justamente en la víspera de escupirle en la cara su origen supuestamente galileo (Jn. 7, 52)?! Veamos un poco, estos personajes hablaban arameo, ¿cómo se dice “Samaritano” en esa lengua? O bien el equivalente del griego samarites {samaritano}, esto es Kouthi, que designa al mismo tiempo un habitante de la Samaría, y, más habitualmente, a un hereje... o bien Schomroni, hijo de Schomron; literalmente también significa Samaritano. Pero Schomron es a menudo sinónimo de Asmodeo, que para los Samaritanos es el príncipe de los demonios (véase Kohut, Jüdische Angelologie und Dämonologie, p. 95). Esta identificación se encuentra, por ejemplo, en los tratados Bereschît Rabba, 36; Yalkouth Schimeoni, 2:150 B, sobre el capítulo 31 de Job. En la Cábala, Schomron es el padre de Asmodeo y se lo identifica con Shammaël o Satán. El personaje de Schomron era tan conocido del pueblo que se encuentran rastros suyos en el Corán, según el cual es Schomron (los Targumin dicen Schammaël-Satán) quien, en el desierto, consiguió transformar a los judíos en idólatras. Así, los adversarios de Jesús Le replican: “¡Schomroni! ¡El hijo del Diablo eres Tú!”... Es el equivalente de nuestro “y vos sos otro...”, y la réplica manifiesta una porfiada testarudez, una bobería mayúscula, una enorme estupidez, aunque también revela una crueldad odiosa, verdaderamente demoníaca (perseverare diabolicum).
Nos reencontraremos en San Pablo con este rol desempeñado por Satán como príncipe de este mundo, la noción de un maleficio cósmico, y además aquella otra de una contrapartida al Cuerpo místico; Pablo desarrolla estos aspectos “económicos” del Demonio, aunque deja en la sombra el estudio “metafísico” del Adversario, al cual San Juan consagra el versículo más largo de su Evangelio en un contexto importante, no dedicándole al principado del Enemigo más que unos breves versículos, y por decirlo así, “de pasada”. El Demonio de Pablo juega, por orden de importancia creciente, un rol escatológico, místico, eclesiológico, cósmico; el de San Pablo ejerce, en semejante crescendo de gravedad, una función cosmológica, eclesiológica, mística, de la cual Juan, 8, 44 nos suministra la llave que pertenece, si se puede decir así, a la ontología sobrenatural.
5. El “arconte de este mundo malo”
Una última palabra sobre el nombre: príncipe de este mundo, que literalmente significa el regente, el antiguo, el “mandamás” de este mundo. Jesús no confronta sino con “este” universo, manchado por la Caída y sus repercusiones (por tanto la expresión no tiene nada de gnóstico). Pero he aquí una aproximación al tema harto curiosa y, así lo creemos, inédita: como Sar-haOlam o “príncipe de este mundo” (Yebhamôth, 16 B) se nombra también, en el Talmud –que ha modificado en un sentido anticristiano ciertas tradiciones targumínicas y que, por ejemplo, ni siquiera menciona la palabra Memra–, al “Ángel de Yawhvé” (cf. Éx. 23, 20), al “Príncipe de la Faz” divina, al “Príncipe de la Presencia” divina: es Metatrón, que es también el Hombre-Arquetipo, Adán Qadmon. Hay que elegir: o el Memra de los Targumin o el Metatrón del Talmud. Los Ángeles reciben los mandamientos divinos “más acá del Velo”; él sólo, más allá (Chaghigah, 15 A y 16 A; Yebhamôth, 16 B; tosephta de Chullin, 60 A). Filón lo identifica con su Logos. Allí donde Éxodo 24, 1 y 33, 21 nos habla de Yawhvé, el Talmud quiere que leamos Metatrón, y lo opone al Verbo cristiano (Sanedrín, 38 B). Es él quien, desde lo alto de una montaña, le muestra a Moisés todas las riquezas de Palestina (Siphre sobre el Deuteronomio, 141 A; cf. Mt. 4, 8). La Cábala lo califica como “pequeño Dios”, dotado de siete Nombres como Yawhvé, y compartiendo con Él su suprema Majestad. ¡Pero se aclara expresamente que no es Mediador, Salvador o Dispensador del Perdón (Sanedrín, 38, B)! Una sola vez lo menciona el Targum del Pseudo-Jonatán, a propósito de Génesis 5, 24 (Metatrón arrebata a Henoch de entre los vivientes) y lo llama Príncipe de este mundo y Gran Escriba. En fin, varios textos talmúdicos lo llaman el Adolescente. Le tenemos horror a las comparaciones y paralelos demasiados fáciles con que se complacen los historiadores de las religiones, pero no podemos dejar de advertir con inquietud que, por una parte, en ciertas tradiciones iniciáticas, de las que tenemos noticia por medio de Elifas Leví, el Demonio aparece como el Gran Escriba universal, el Gran Agente cósmico, que haría un “estereotipo” de los acontecimientos (el Akascha del esoterismo hindú) mientras que, justamente, numerosas sectas secretas, tanto en Occidente como en Oriente 141, profesan, con variantes superficiales, un fondo común de creencias (“metafísicamente” presentadas por René Guénon, cf. El Rey del Mundo), acerca del origen común de las religiones y las tradiciones iniciáticas, y en donde las primeras no serían más que desviaciones exotéricas; la llama de esta “sabiduría” encendida sobre la tierra por los “Señores del Fuego” (Rosacruces), los “Maharischis” o Grandes Sabios (Agarta), los Budas-Pratyeka (Tantrismo tibetano), al número de tres, cinco o siete, según las darsanas, por lo demás complementarias, y “descendidos” del planeta Venus (o Lucifer); la perpetuidad, desde entonces, de un gran centro iniciático planetario de donde provendrían todos los movimientos “espirituales” que aparecen en el curso de la Historia: los fundadores primitivos que pasaron más allá del “plano” humano, que “adumbrarían” a sus agentes y sucesores o mandatarios, a caballo, ellos a su vez, sobre las condiciones humanas y supra-humanas, y regenteados por el Manu para algunos, el “Espíritu de la tierra” según otros, el “Rey del mundo” en las tradiciones agárticas de las que F. Ossendwski recoge algunos hechos deformados, el Gran Escriba, el Logos de la tierra, el Perpetuo Adolescente o Sanatana Kumara, el “más viejo Espíritu del sistema solar”, el Bramatma de Saint Yves d’Alveydre (siguiendo las diversas enseñanzas iniciáticas que a lo largo de un contacto de más de 35 años se nos ha dado conocer, y a veces penetrar). Recordemos aquí que, en el Talmud, el Adolescente, el Gran Escriba, el Príncipe o Rey de este mundo, son los títulos de Metatrón, que el dicho Talmud substituye a la Palabra de Dios o a los Memra de los Targumín, y que el mismo Talmud, en un pasaje, opone Metatrón en su condición de “pequeño Dios” al Verbo cristiano (véase lo mismo en el Prólogo del Fausto, el kleiner Gott der Welt). El propio Talmud se opone al Verbo cristiano cuando el Rabino Idith le anuncia orgullosamente a un discípulo de Cristo, a propósito de Éxodo 24, 1 y 33, 21, que a Metatrón, Imagen y Faz de Yawhvé, lo tiene sin cuidado el salvar a los hombres, que no se preocupa en interceder por ellos ante Dios, ni perdonar los pecados, cosas que, por otra parte, no sería capaz de hacer; y lo que es más, incluso a veces resulta ser un pecador, al punto que un día, por orden de Yawhvé, recibió de parte de un simple Ángel ¡sesenta latigazos de fuego (Sanedrín, 38 B; Chaghigah, 15 A y B)! 142
No querríamos insistir demasiado sobre estas curiosas coincidencias; pero por otra parte sería, nos parece, imprudente guardar silencio sobre el particular, tratándose de aquel que San Pablo llama “el dios de este mundo” (II Cor. 4, 4). El Apóstol y San Juan señalan, tanto como su Maestro, que Satán siempre busca el secreto, las tinieblas propicias para cocinar a fuego lento su rancho lleno de confusión, equívocos y engaños. Por tanto, nada más urgente que el cristiano ilustrado se ocupe de “des-ocultar” sus misterios.
C. EN SAN PABLO
1. El “dios del eón de aquí” 143
Comenzaremos por dejar, en lo posible, que San Pablo hable por sí mismo. Para él, di henós anthropu {por un solo hombre}... hagamos, como él, un paréntesis: el diá {a través} o per neotestamentario, generalmente traducido como “por”, no expresa al agente, ni siquiera la instrumentalidad pasiva de, por ejemplo, una herramienta, sino el pasaje, el “a través”, el intermediario: se pasa “por” Bélgica para ir desde Francia hacia Holanda. Así, todas nuestras oraciones se dirigen al Padre, per Dominum nostrum Jesum Christum. Y el mediador aparece como un no-man-land, o antes bien, como un God-and Man-land –la “Tierra de los Vivientes”, la Tierra “por” donde se da la Vida– un Betel personal, siendo Él mismo viviente (Gén. 28, 17; cf. Jn. 5, 26). Este diá {a través} implica una ósmosis y por tanto una simbiosis, una toma de contacto íntima: en Jesucristo la naturaleza divina y humana consumen su himeneo (Salmo 44, 11-12). La famosa expresión paulina “en el Cristo Jesús”, que alude a esta estancia de recíproca inmanencia, es posible en virtud de un primer “por”. Pues bien, Dios dándoSe a nosotros, comunicándonos su natura, como una simiente de vida sobrenatural, en Jesucristo (Jn. 12, 25; I Pe. 1, 23; II Pe. 1, 4) torna posible el segundo “por”. Esta vez, el hombre santificado en el Cristo (Jn. 17, 19), en la verdad de su primera, eterna, auténtica natura (ibid.), retorna con el Cristo, en Él, “por Él” (como lo expresa el fin del Canon), junto al Padre (Jn. 13, 1; 16, 28). En las páginas que siguen, cada vez que introduzcamos la preposición “por”, entre comillas o en itálicas, es que le asignamos un sentido específicamente neotestamentario de “pasaje a través”, de intermediario.
“Así pues, por un sólo hombre, el Pecado entró en el mundo” (Rom. 5, 12). Pablo emplea la palabra pecado, en griego hamartía {pecado}, ora sin el artículo definido (verbigracia en Rom. 14, 23; Gál. 2, 17), ora precedido de he {la}: en general hamartía {pecado} sin he {la} significa, ya un acto episódico de naturaleza pecaminosa, o bien un estado general de pecado, tomado no en sí mismo, sino en tanto que afecta y cualifica a un hombre; mientras que si incluye he {la} nos enfrentamos con el pecado en sí mismo, como personalizado, considerado como una fuerza independiente, abriéndose camino en el mundo y allí realizando su propio destino. ¿Hay aún algo más en he hamartía? Es lo que veremos más adelante... Y, continúa el Apóstol, la muerte pasó a todos los hombres ya que (en el hombre intermediario, en el hombre “embudo”) todos han pecado: el agua viene por un tubo central envenenado y todo el canal no llevará por tanto sino una onda mortífera. Como un personaje de teatro, el Pecado hace su entrada (eisélthe {entró}) y le sigue la muerte como cortejo; mas ella, a su vez, se infiltra y se hilvana (diélthen {pasó a través}) por todas partes, como cuando en una inundación un río desborda por todos lados. Todos pecan anticipadamente, incoadamente, en Adán (cf. I Cor. 15, 21-23); para más tarde convertirse, cada uno por su cuenta, en pecadores por virtud de la naturaleza heredada de Adán.
Por tanto, “todos los hombres están muertos” to tu henós paraptómati ({por la transgresión de uno} notar los dos artículos definidos) “a causa, en virtud, de la transgresión de uno solo”; de igual modo, “la gracia de Dios y el don (de la “justicia” o naturaleza divina, cf. versículo 17) proviene de un solo hombre, Jesucristo, que ha superabundado en la masa” de los hombres. Aquí no comentaremos estos versículos, salvo en la medida que puedan echarnos luces sobre el problema de Satán.
“Así como por un solo delito (vino juicio) sobre todos los hombres para condenación” (Rom. 5, 18). Esto quiere decir que “a causa de la transgresión de uno solo, reina la Muerte, desde entonces, por la falta de ese solo”: el imperio de este hombre, en tanto agente, su reino, no se ejercita, no se mantiene, no se expande, sino que, al momento de la Caída, es “a través” de este hombre que la Muerte (espiritual con respecto a Dios) –y por tanto el Pecado– desde entonces ha establecido su propio reino. Adán no ha sido sino el instrumento del Pecado y, engañado por él, ha tirado “las castañas al fuego”.
“Por la desobediencia de uno solo, todos han sido constituidos pecadores” (Rom. 5, 19). Pero en el versículo 17 Pablo opone los dos reinos: el de la muerte, en donde manda y reina el Pecado, se estableció por el engaño de Adán; y el de la vida, en donde manda y reina Dios, se estableció por la mediación de Cristo, el Nuevo Adán. Así, “como el reino del Pecado desembocó en la Muerte, el reino de la Gracia, realizando en nosotros la justicia divina y expandiendo en nosotros la naturaleza de Dios, desembocó en la vida eterna por Jesucristo, nuestro Señor” (Rom. 5, 21). El paralelo es riguroso: el género humano entero debe su caída a sus orígenes; hermanos de Adán por comunidad de naturaleza, sus hijos por la generación, compartimos su naturaleza en tanto hermanos y la heredamos de él como hijos suyos que somos; de igual modo, la humanidad entera debe su restauración –ofrecida, acordada, inoculada– a la regeneración operada por el Nuevo Adán, del cual somos (según la epístola a los Hebreos, por ejemplo) hijos y hermanos. Hecho a imagen de Dios y para expandir en sí mismo la semejanza divina (Gén. 1, 26), Adán caído engendra una humanidad hecha a la (mórbida) semejanza de su padre y para que en ella reviva un día, en su esplendor y pureza primera, la imagen que él manchó (ibid. 5, 3). Sabemos cuánto abrevó San Pablo en los Libros sapienciales: tal vez haya encontrado esta idea del pecado “que ingresa al mundo” como entra en escena un personaje dramático, en el libro de la Sabiduría. “Dios no hizo la Muerte; la perdición de los vivientes no Le causa alegría alguna. Ha hecho todas las cosas para la vida; a todas las creaturas del mundo Él las hizo sanas y saludables. En ellas mismas no existe ningún principio de corrupción (tal como Él las creó); la Muerte no tiene imperio sobre ellas. Porque la justicia (de Dios, la naturaleza divina) infunde inmortalidad... Sí, Dios creó al hombre para la inmortalidad, a imagen de su propia naturaleza eterna. Pero, por el canal de la envidia del Diablo, la muerte entró al mundo; de ella tendrán experiencia aquellos que le pertenecen”, aquellos que son “del Maligno”, como dicen las Epístolas joánicas (Sab. 1, 13-15; 2, 23-24).
Schammaël-Satán, el “Ángel de la Muerte”, el Mal objetivado, el Maligno, el Pecado, se sirvió pues de Adán para corromper al género humano entero: “Por la cabeza se pudre el pescado”, dice el proverbio ruso. Cada uno de nosotros puede y debe confesar: “He aquí que soy nacido en la iniquidad, mi madre me concibió en pecado” (Salmo 50, 7). Pero, a Dios gracias, “ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que se durmieron”; de tal modo que si “por un hombre vino la muerte di anthrópu {por vía de hombre}, por un hombre viene también la resurrección de los muertos. Porque como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno por su orden: como primicia Cristo, luego los de Cristo”, aquellos que le pertenecen (I Cor. 15, 20-23). Se notará el riguroso paralelo entre el en Cristo y el en Adán: hósper gar {porque como}. Todo lo que sirva para connotar las ideas de inhabitación, de recíproca inmanencia, de pertenencia orgánica y dependencia vital, ha de ser rescatado en la famosa expresión de San Pablo in Christo Jesu; y con iguales connotaciones tenemos el derecho de afirmar, analógicamente, no equívocamente, la expresión paralela in Adam.
Todo lo que profesa San Pablo respecto a las relaciones con el Cristo de aquellos que son “de Cristo” (lo que significa que están “en” el Cristo; sus hijos, en tanto sus gratuitos connaturales, en cuanto sus hermanos por misericordia: cf. Heb. 2, 10, 13, 17), ¿qué nos impide creer –frente a la obvia evidencia de los textos– que el mismo San Pablo pensaba otro tanto sobre las relaciones del Diablo, el Espíritu del mal, el Pecado (he hamartía {el pecado}), con aquellos que, paralelamente al hoi Jristú {los de Cristo}, son “del Diablo”, “del Maligno”? Téngase en cuenta además a San Juan, quien categóricamente clasifica a los hombres en “hijos de Dios” e “hijos del Diablo” (I Jn. 3, 8, 10, 12). “Todos mueren en Adán, exactamente como todos reviven en el Cristo”; el Nuevo Adán, jefe, fuente, fundador de la humanidad regenerada, le transmite, con la comunicación de su naturaleza humana unida a su naturaleza divina –las dos unidas en la unidad perfecta de su Persona–, una “simiente incorruptible” de “vida eterna”, como dice San Pedro; una participación en su propio modo de existencia, lo que sucede simultáneamente en dos planos: humano y divino (así, cuando sopla un poderoso viento a lo largo de la Argentina, las aguas del Amazonas, que desembocan en el Atlántico, se confunden con él, fluyen al unísono, con la misma velocidad y en la misma dirección que las del Océano) 144. A los miembros del Cuerpo místico que el Resucitado dilata, expande, distribuye y comunica ese Cuerpo que es su gloria (I Tes. 2, 12), a nosotros, se nos prometió la Resurrección, que ya poseemos como prenda e incoadamente en este Cristo glorificado (Ef. 2, 6; Col. 3, 1).
Pero ¿con qué derecho podríamos considerar realistas las palabras de San Pablo, como indicativa de hechos auténticos cuando se trata del Nuevo Adán, y en cambio como metafóricas, significativas de nada, cuando, en la misma frase y luego de un hósper gar {porque como} –cuyo objeto es fijar nuestra atención sobre el rigor del paralelo–, el Apóstol habla del Primer Adán? ¿Acaso San Pablo admitiría que el Cristo fuera “cotejado” con una abstracción?... Por tanto, “en Adán” todos mueren, porque han heredado de él, no su naturaleza inmortal original, que él despreció y rechazó, sino aquella que, en su proclamación de independencia, quiso elegir, hacer suya. Es por esta razón que “en” nuestro primer padre tenemos: injerto, enraizamiento, pertenencia al mismo Cuerpo. De todo esto parece que San Pablo ha hecho mención. Pero continuemos con la lectura de la Epístola a los Romanos...
2. El Contra-Cuerpo místico
El capítulo sexto de esta misma Epístola a los Romanos introduce en la demostración paulina una noción nueva, un nuevo término de su dialéctica. Si, dice el Apóstol, en lugar de permanecer inertes, incluso en vez de desintegrarnos como cadáveres espirituales (II Cor. 4, 16), como pieles de serpiente periódicamente desechadas, o como “la hierba en los tejados que se seca antes de crecer” (Salmo 78, 6); si en cambio, como decimos, “crecemos con el Cristo como una sola planta, injertados [en Él] en la semejanza de su muerte”, lo que ocurre en nosotros por el Bautismo (¡esta muerte es decididamente vivificante!), con mucha mayor razón “seremos partícipes de su resurrección”. Y entonces sabremos esto: que “el Hombre Viejo en nosotros fue crucificado con Él para que fuera destruido el Cuerpo del Pecado (to soma tes amartías {el cuerpo del pecado} = el Cuerpo de este Personaje allí llamado, de manera personal, el Pecado), a fin de que no sirvamos más al pecado”. A propósito de la Eucaristía y de la comunión en el Cristo, que San Pablo opone a la comunión demoníaca, a la simbiosis de los hombres con el Diablo (¡aquí sería el caso de decir per Adán!, cf. I Cor. 10, 16:21), el Apóstol dice que si bien somos muchos, sin embargo no formamos más que un solo Cuerpo (siempre el paralelismo entre los dos Reinos)... Aquí, nosotros, todos juntos, debemos saber que el Hombre Viejo de todos nosotros es crucificado, para que el Cuerpo del Pecado sea destruido, lo que pondrá fin a nuestra esclavitud respecto del Pecado. El Hombre Viejo es el “primer Adán terrestre”; Pablo lo opone al Hombre Nuevo, al “nuevo Adán celeste”. Se constituyen dos arquetipos: éstos se parecen al primero, llevan en sí mismos “su imagen”, lo reproducen, le hacen eco; en cambio aquellos otros reverberan con el segundo, lo llevan en sí mismos, está impreso en su ser, son su efigie, su huella (I Cor. 15, 45-49). Éstos son configurados a imagen del hijo caído (Lc. 3, 38), aquellos se convierten y se conforman al Hijo “verdadero y fiel” (Rom. 8, 29; Apoc. 3, 14). Así como los unos no viven más, sino que es el Cristo el que vive en ellos, así, para los otros, es el Primer Adán el que vive en ellos (cf. Gál. 2, 20). Los primeros han sido han sido “despojados”, como la serpiente que se desprende de su vieja piel, “dejando vuestra pasada manera de vivir, [para que] os desnudéis del hombre viejo que se corrompe al seguir los deseos del error” (que os viene desde el Edén y desde entonces se perpetúa en la especie), para que “os renovéis en el espíritu de vuestra mente y os vistáis del Hombre Nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef. 4, 22-24). Tal vez el paralelismo katá ten protéran anastrofén {según el anterior modo de vivir} –katá tas epithimías tes apátes {según deseos engañosos}– katá theón {según Dios} sea deliberado: el Hombre Viejo se refiere a la “vida pasada”, a la injusticia, a la naturaleza pecadora y caída, a la corrupción, a la mortalidad del Hombre Viejo, a sus concupiscencias (en su Primera Carta San Juan enumera tres vicios fundamentales que se podrían oponer a las tres virtudes teologales); en cambio el Hombre Nuevo dice referencia a Dios, su modelo. Por tanto los Cristianos “despojándose del Hombre Viejo con sus obras y revistiéndose del Hombre Nuevo que se renueva sin cesar” (cf. II Cor. 4, 16), al desarrollar en sí mismos la epignosis, la ciencia contemplativa que debe desembocar un día en el visión beatífica “aumenta en vosotros la ciencia supereminente, a imagen de Aquel que los ha creado” (Col. 3, 9-10; cf. I Jn. 3, 2). En este Hombre Nuevo “ya no hay Griego, ni Judío, ni Bárbaro, ni Escita, ni esclavo, ni hombre libre, sino que Cristo es todo en todos” (ibid., 3, 11). Encontramos este carácter de síntesis universal en un texto análogo donde se dice que, por el Bautismo, el cristiano es propiamente revestido en Cristo: todos bautizados “en” Él, no son más que una sola persona “en” Él: eis {en} (Gál. 3, 27-28). Por tanto hay un Cuerpo de Cristo con numerosos miembros; y un Cuerpo del “Hombre terrestre”, al que debemos morir si queremos ser “miembros” (Col. 3, 5). Aún hoy el ritual anglicano del Bautismo incluye esta significativa oración, la primera de las breves oraciones que se rezan después del interrogatorio al catecúmeno: “Concédenos, oh Dios de misericordia, que en este niño el Viejo Adán sea sepultado, de tal manera que el Hombre Nuevo pueda nacer en él; amén”.
De este Cuerpo, en cierto modo antimístico, debemos “hacer morir las obras” (Rom. 8, 13); debemos despojarnos de él enteramente, deshacernos de este “Cuerpo de la Carne” (Col. 2, 11), el Cuerpo o el organismo en el seno del cual se transmite, de miembro en miembro, esta naturaleza caída que Pablo llama “la Carne”, el “Cuerpo de nuestra humillación” (Fil. 3, 21) que el Cristo, una vez que devuelva todas las cosas a su Padre para que “Dios sea todo en todos”, metamorfoseará al punto de convertirlo en algo conforme con ese soma Khristú {cuerpo de Cristo} en el que Él encuentra su gloria y plenitud (Ef. 1, 21). Henos aquí armados para continuar con nuestra lectura de Romanos VI. Más que nunca, detrás del drama humano de la Caída y de la Salud que bosqueja San Pablo, detrás de los dos actores principales, el Viejo y el Nuevo Adán, cada uno de ellos cabeza de un organismo al que le infunde su vida y su naturaleza, se dibujan o se adivinan dos grandes sombras: Dios y Satán.
Por lo tanto, hasta el presente formábamos todos juntos, como “hijos de la cólera”, un cuerpo en el que se perpetuaba el pecado. Pero este pecado, con una inicial minúscula, concebido como un estado que se propaga y se transmite, como una naturaleza, es la morfé {forma}, el rasgo esencialmente distintivo del Hombre Viejo, de este primer Adán, cabeza y cuerpo, jefe y miembros, quien resulta tener, en el esposo de Eva, al iniciador de su perdición (así como el Cuerpo místico posee, en el Cristo Jesús, el de su salud; cf. Heb. 2, 10), y en todos los hijos de Adán, los herederos de esta maldición, quienes no han renunciado a la sucesión de su ancestro. En este paralelo, en el que el Nuevo Adán abandona su naturaleza humana al Espíritu de la Verdad, de suerte que ella coincide con la divina, el Hombre Viejo, “marcha según el Espíritu que obra en los hijos de la desobediencia” (Ef. 2, 2, texto que reexaminaremos más adelante).
Ahora bien, ya no es necesario que siga “el Pecado reinando en nuestro Cuerpo mortal”, en este Cuerpo que transmite a sus miembros la muerte. Cesemos de obedecer a las concupiscencias que lo agitan a guisa de vitalidad. Mortifiquemos, reduzcamos a su desaparición, al aniquilamiento, a estos “miembros” que posee “el Cuerpo del Pecado” diseminados por “la superficie de la tierra” (Col. 3, 5), ya que nos es necesario “destruir este Cuerpo” (Rom. 6, 6) ¡que no resucitará, él, tres días después! Ya no abandonemos a estos miembros a la esclavitud, “al Pecado, como instrumentos de iniquidad”. Esta última expresión nos recuerda la definición de esclavo del Derecho Romano: servus non tam vilis quam nullus, instrumenti genus vocale. Ya que hemos pasado de la Muerte a la Vida, de la “potencia de las tinieblas” (que también se llama “mundo de las tinieblas”) a “la Luz admirable” de Dios (que es el Cristo), de la “potencia de Satán a Dios”, es decir “al reino de su Hijo bienamado” (Lc. 22, 53; Jn. 19, 2; Hech. 26, 18; Ef. 6, 12; Col. 1, 2; I Pe. 2, 9; cf. I Jn. 2, 8), “porque Aquel que está en nosotros es más grande que aquel que está en el mundo” y, por recíproca inmanencia, hace que el mundo entero esté bajo el Maligno (I Jn. 4, 4; 5, 19), y “el Pecado perderá sobre nosotros su señorío” (en San Pablo las palabras kyrios {señor} –y aquí kyrieusei {dominará}, son de la misma raíz– casi siempre aluden al Cristo, aunque más no fuera para expresar el antagonismo). Debemos “entregarnos íntegramente a Dios, como vivientes, muertos como estábamos, y ofrecer a Dios nuestros miembros”, estos “miembros” del Cuerpo que somos “a guisa de instrumentos que operan la justicia” (Rom. 6, 12-12). Originalmente “instrumentos de iniquidad” porque fuimos “miembros del Cuerpo del Pecado”, convirtámonos en “instrumentos de justicia” de la naturaleza divina, porque de ahora en más somos “miembros” del “Cuerpo de Cristo”.
3. “Salario” y “don”
Como se sabe, en el mundo antiguo quien contraía una deuda y no la podía pagar se convertía en esclavo de su acreedor. Adán, esto es, el hombre, todo el hombre y todo hombre –hay páginas luminosas sobre esta antonomasia en San Gregorio de Nissa– Adán, por tanto, “apostó” y perdió. Él mismo estaba en juego. Por tanto, nosotros. El esclavo ya no existe: su voluntad, su conciencia, su alma pertenecen a su señor; ya no es él quien vive, sino que es su señor quien vive en él. Es el caso del Cristiano (Gál. 2, 20). Liberado del pecado se ha convertido en esclavo de la justicia: aquí “justicia”, en el sentido bíblico de naturaleza divina, se opone a “pecado”, en el sentido de naturaleza manchada. De hecho, somos esclavos del Pecado para la Muerte, y de la Obediencia para la Vida, es decir para la Justicia (Rom. 6, 16-18). Y esta Obediencia se identifica con Aquel que la encarna, Aquel que posee total señorío ad Deum sobre su ser divino y humano, y para quien “cumplir la voluntad del Padre” es su más esencial alimento. A lo largo de ocho versículos, Pablo pone sobre la balanza “la esclavitud del Pecado” y “la esclavitud de Dios”, para concluir: “El salario del Pecado [aquel que paga este señor de la casa] es la Muerte” –es que “por la envidia del Diablo la Muerte entró al mundo” (Sab. 2, 24)–; el salario, pagado a cambio del derecho de mayorazgo, el plato de sopa con que Esaú satisfizo golosamente su gazuza, es derramado sobre nosotros sin vacilación: es la Muerte. Mientras que “el don [=gratuito] de Dios es la vida eterna por Jesucristo, nuestro Señor” (Rom. 6, 23). A cambio de nada Dios nos regala la vida eterna que hallamos en Jesucristo por razón de su libérrimo amor y misericordia. El Pecado, aquel que es pecado, en quien el Mal encuentra su quasi-hipóstasis, paga muy puntualmente la remuneración que, dadas las circunstancias, conviene. Pero Adán, que arregló sus cuentas, nos “endosa” su “efecto”.
Como se ve, los dos Reinos o Potestades (Col. 1, 13) tienen su propio organismo social o Cuerpo, con sus miembros, con su cabeza, de donde la vida común se distribuye hasta la última célula, con su rey, actuando sobre el “cuerpo” por su mediador: uno por Jesucristo, Dios que se hizo Hombre; el otro por Adán, hombre que intentó hacerse dios. Aquí reina Dios, allá el “Pecado”. Pero a este último, si bien es el Adversario por excelencia, en hebreo Satán, aún le falta que encuentre, para manifestarse y exhibir su naturaleza de Antagonista, no una “puerta abierta” –¿qué puede abrir él?– sino un muro granítico. Allí su furia, su fuerza y su astucia podrán desplegarse a sus anchas; esta vez podrá desencadenarse: ¡el juego valdrá la pena!
Es por esto que el Apóstol escribe: “No he conocido al Pecado sino por la Ley” divina; es “a través de ella”, casi “en” ella, que he podido discernirlo: es la contra-Ley. Ejemplo: la concupiscencia, la libido. La Ley me dice: “No codiciarás”. Aquí, creer que el Apóstol habla metafóricamente, es disparate... salvo que creamos que Pablo habla como realista cuando de Jesucristo se trata y, en cambio, cuando se trata del Diablo, que habla como poeta, como fabulador, como una suerte de Mallarmé bíblico. No cometeremos la locura de presentar nuestra interpretación como infalible; lejos de nosotros. Simplemente decimos que es tan legítima como la otra. Creemos que San Pablo llenó sus epístolas con alusiones, que cada una de sus palabras puede prestarse a muy útiles investigaciones, que él se aprovecha de todo y a cada paso, utilizando en todo momentos las nociones corrientes entre los intelectuales y dogmatistas de su tiempo. No carece de interés saber qué sentido podía él asignar a términos como dýnamis {potencia}, arkhé {principio}, exusía {poder}, etc. Nos preguntamos si acaso habrá alguno que penetró de tal modo en los arcanos de los pensamientos de San Pablo que puede establecer cuándo hay en él realismo y cuándo metáfora. ¿Acaso no sucede a veces que la interpretación, y aun la traducción de un texto, se convierte en una tarea de locos porque el exégeta, aparentemente incapaz de entender y menos de simpatizar con algunas nociones teológicas, ha creído más seguro modificar el texto? Vean, por ejemplo, la traducción de pleruménu {llena} de Efesios 1, 23 (Vulgata: adimpletur; Cornelio Alápide cita todas las opiniones de los Padres sobre esta voz pasiva; en Crampon: llena). Dicho esto, volvamos a nuestro tema central.
4. “El Pecado” = Alguien
Por tanto San Pablo no habría conocido la concupiscencia, no se habría dado cuenta del imperio que tiene sobre sí mismo, si la Ley, esto es, la Palabra de Dios, no hubiese proclamado: “No codiciarás”. Esta concupiscencia es la envidia, el deseo, el prurito de hacer lo que está prohibido, poco importa sobre qué versa la prohibición. “Pero el Pecado, aprovechándose de la ocasión que le suministraba el mandamiento” divino “por” su intermedio –logrado mediante un ardid por el cual el mandamiento, a pesar suyo le hace el juego al Pecado– “produjo en mí toda suerte de codicias” (Rom. 7, 8). Nuevamente, como en Romanos 6, 6, el Pecado –con el artículo he {la} que acentúa su carácter personal: como en ho theós {Dios}– es presentado aquí como una individualidad tentadora, haciendo leña de todo árbol que sirva para desorientar o deschavetar al hombre, para hacerle encontrar un sabor especial, único, en lo prohibido. Uno se acuerda de la Napolitana de la que habla Jules Lemaître: “–¿Qué tal está vuestro helado? –Muy bien. Pero sería mejor si tomarlo fuera pecado”. Hay en la transgresión un componente de descubrimiento, de riesgo y de conquista; yo que violo la Ley, soy, al menos virtualmente, intencionalmente, más fuerte, más que la Ley, que el Legislador: como una célula monstruosa, extiendo mis seudópodos, englobo, me como y digiero la Ley, al autor de la Ley, a los sujetos de la Ley; paso más allá, trasciendo toda esa morralla respecto de la cual soy inconmensurable. Y cuanto más me lleno el magín –porque al fin Nietzsche, Gide y los solemnes homúnculos del materialismo dialéctico están a merced de una recalcitrante constipación– y con más furor cabalgo sobre el burro de la victoriosa y gloriosa transgresión, y todavía más “cuando me creo rico”, dilatado –entonces resulta que sólo estoy hinchado– 145 “protegido de toda necesidad, en realidad soy desgraciado, miserable, indigente, estoy ciego y desnudo” (Apoc. 3, 17). Pero el gran Prestidigitador alumbra fuegos en todas partes que me pierden: él es la falsa Luz del mundo. Desde la Caída, está latente en nosotros, duerme y acecha bajo las cenizas. Lo que lo reanima, lo que lo despierta y actúa sobre él como el trapo rojo sobre el toro, es la Ley. Escuchemos al Apóstol: “Yo vivía sin la Ley; pues bien, sin Ley, ningún pecado”; aquí, tenemos hamartía {pecado} sin artículo: se trata del acto delictuoso, sin más. “Pero he aquí que viene el mandamiento, el Pecado resucita, y yo me muero”. Así, “el Pecado, tomando la ocasión ofrecida por el mandamiento, me sedujo y, por él [«a través» de este mandamiento] me ha matado” en lo que respecta a la vida de unión con Dios, la única vida verdadera.
El verbo que nosotros traducimos como sedujo consta en la versión de los Setenta hepátesen {engañó, sedujo}, que lo pone en labios de Eva: “La Serpiente me sedujo y he comido” (Gén. 3, 13). El Apóstol aplica al Pecado el vocablo que el Génesis aplica a la Serpiente. ¿Pero por qué este personaje se vale de la Ley santa para mancharla, para abusar de ella, para perpetrar su sacrilegio: por qué se sirve del precepto divino para hacer transgredir al hombre? San Pablo contesta: “El Pecado [lo ha hecho], a fin de que se manifestara como Pecado, obrando muerte en mí por medio de lo que es bueno, a fin de que, mediante el precepto, el pecado venga a ser sobremanera pecaminoso”, como toda fuerza comprimida, retenida por un obstáculo, que gana, por eso mismo, en violencia ulterior (Rom. 7, 13). El hecho de que el Pecado puede manchar, volver “objetivamente” nociva la Ley de Dios, siendo que ella (de por sí sana) porta gérmenes mortales, demuestra a una el carácter de malignidad, de hostilidad personal hacia Dios que hay en todo pecado, incluso los aparentemente “inofensivos”, así como también exhibe la superabundancia de la gracia, la infinita e inaudita misericordia divina (Rom. 5, 20-21).
En efecto, “si la Ley es espiritual”, celeste y santa, que expresa a Dios, “yo, por mi parte, soy carnal”, terrenal y caído, expresando al enemigo de Dios, toda vez que fui “vendido como un esclavo al Pecado”. Es que “lo que hago, no lo conozco”, no tengo su exacta noción, soy incapaz de explicármelo; San Agustín, refiriéndose al Salmo 1, 6 (“Yahvé conoce la senda del justo”, y creemos que aquí también podríamos citar muy a propósito Gál. 4, 9), le da a guignosko {conocer} el sentido de “reconocer”, “aprobar”... “Lo que quiero, no lo hago; lo que detesto, eso mismo hago”. Ahora bien, uno no se da cuenta en seguida, “si odio eso que hago [en el mismo acto] concedo a la Ley que es buena”. Así es que este mal contra el que me sublevo, al que me niego, que aborrezco, si a pesar de eso “yo” lo opero, ¿soy yo mismo su autor? ¿Acaso no habría allí un caso de alienación ontológica, de desposesión y de usurpación, y, para decirlo todo, de sustitución?... “Ya no soy yo quien lo hago, sino el Pecado que habita en mí” (Rom. 7, 17), verdadero seudo-Yo parasitario, ávido de sujetar a cada ser humano (II Tim. 2, 26). De otro modo habrá que pretender que San Pablo –y, con sus trucos, el Espíritu Santo– se divierte mistificándonos mediante pueriles juegos de literatura (prosopopeyando a través de tres capítulos), de suerte que se comprende la repugnancia de los modernos a leer la Biblia, que no sería más que un viejo álbum de familia, un polvoriento y arrumbado expediente de “pruebas”; o bien se leerá la Biblia con la mirada de los Padres, más cercanos que nosotros a las interpretaciones primitivas, con una fe profunda, sin reservas, con ojos de niños, después de haber releído las célebres páginas de Newman sobre los milagros.
“Sé que en mí, es decir en mi carne, no habita nada bueno; querer [el bien] está en mi mano; pero [el poder de] cumplirlo, no lo encuentro [en mí]”. La carne, lo sabemos bien, es, para San Pablo, aun en el hombre regenerado, aun en los cristianos, esa parte o fase de nuestra naturaleza por la cual nos encontramos todavía ligados a la Caída: la cicatriz de Adán. Así, la condición del “hombre natural” o “carnal”; en cuanto al “hombre espiritual” he allí la cara de nuestra naturaleza por la que vivimos en contacto con el Cristo, “Espíritu vivificante” (I Cor. 15, 45). Ahora bien, se pregunta Pablo, ¿quién soy yo? ¿“Carne” o “voluntad” de bien? Porque “no hago el bien que quiero”, al que aspiro, y en cambio “hago el mal” del que reniego. Esta voluntad que tiende al bien es entonces la de una naturaleza regenerada, de este Yo al que Pablo opone el Pecado, dotándolo de personalidad; es el “hombre interior”, el “ser íntimo” del versículo 22 que ataca, sitia, invade, devasta y reduce a esclavitud a la voluntad de un Adversario: el Pecado. Y el Apóstol insiste, se repite, a tal punto la idea le parece capital (una simple metáfora, un juego literario ¿no es cierto?): “Si hago lo que no quiero, es que ya no soy yo el que lo hace; es el Pecado que habita en mí”, que me posee y al mismo tiempo me inviste. Puede reducirme a vasallaje, oprimirme, hacerme cumplir todas sus fantasías, como el “sujeto” de un hipnotizador: pero no soy, gracias a Dios, yo, dice el Apóstol, del cual uno se pregunta entonces por qué habría de consagrar tres capítulos al desarrollo de una simple figura retórica...
“Encuentro entonces en mí esta ley [no se trata aquí de la Ley divina, sino de una norma objetiva, constatada experimentalmente]: cuando quiero hacer el bien, el mal se presenta en mí. En efecto, en el fondo de mí mismo, me complace la Ley de Dios, pero veo otra ley en mis miembros, que libra batalla a la de mi inteligencia, y que me sojuzga a la Ley del Pecado, que está en mis miembros. ¡Desgraciado que soy! ¿Quién me librará de este Cuerpo de Muerte?” (Rom. 7, 21-24)...
Se ha inquirido si esta expresión que aquí traducimos como “en el fondo de mí mismo” (katá ton eso ánthropon {según el hombre interior}) –“según el hombre interior” traduce Crampon; pero la Sinodal: “en mi íntimo ser”– se refiere al “hombre espiritual” (Rom. 8, 9 y ss.), al “hombre nuevo” (Ef. 2, 16; 4, 24), al “hombre secreto del corazón” (I Pe. 3, 4), “transformado y regido por el Espíritu Santo que habita en él”, o simplemente, al hombre natural, visto, no según las categorías del pensamiento cristiano, sino desde un punto de vista de filosofía “neutra”, “en su parte más noble, el hombre razonable, mens, por oposición al hombre exterior, a la carne”. Citamos aquí a Crampon, que se pronuncia por la segunda solución.
Pero más allá de que para Pablo la “carne” es todo lo que –física y psíquicamente– está manchado en virtud de la Caída (por más que el “cuerpo glorioso” de los elegidos no tiene nada en común con la “carne”, mientras que el entendimiento, la mens, tal vez pertenezca a “la carne”, frónema tes sarkós {modo de pensar según la carne}, sea “mental”, puramente “natural” o, por el contrario, quizá pertenezca “al Espíritu”, frónema tu pnéumatos {modo de pensar según el espíritu}, inteligencia espiritual, facultad de conocer lo sobrenatural), el hecho de que, espontáneamente, el espíritu humano, el entendimiento y la voluntad, se inclinan del lado de Dios, del Bien, de la Ley, implica que se trata aquí del hombre regenerado, unido al Cristo-Espíritu vivificante y que Le hace eco: “Me complace hacer tu voluntad, mi Dios, y tu Ley está en el fondo de mis entrañas” (Salmo 39, 8, texto hebreo). Por tanto es el Cristo quien habla en mí, bien que este Rey, después de haber penetrado hasta el corazón mismo de mi ciudad interior, encuentra allí a un usurpador atrincherado en los suburbios: imposible gobernar el país mientras este sujeto intercepta los mensajes del Soberano. Mi entendimiento –inteligencia y voluntad– regenerado, ha tomado partido por Dios; pero es demasiado débil, luego del desequilibrio humano causado por la Caída, para poder, en seguida, de una, espontáneamente, no sólo adherir de corazón a la Ley, sino imponer la obediencia a los “miembros”, en donde reina otra ley.
No son menos de cuatro las leyes que comporta Romanos 7, 21-23. Primera: la de Dios, la cual, interiorizada, se presente en el fondo de mí mismo, como ley de mi entendimiento; la cual es, a su vez, la Segunda: la Ley de Dios se convierte en mí “entendimiento del Espíritu” y ley de este entendimiento; Tercera: la Ley del Pecado, opuesta a la de Dios; y ella se expresa en mí por la Cuarta: la ley de mis miembros, así como la de Dios se manifiesta en mí como ley de mi entendimiento. Lenguaje siempre antropomórfico, análogo al que Pablo utilizó precedentemente para hablarnos del Hombre Viejo, del Cuerpo de Pecado, de los miembros de este Cuerpo, esparcidos por la superficie de la tierra (Rom. 6, 6; Col. 3, 5). ¿Acaso estos miembros esparcidos por todo el globo serían los brazos y las piernas de Pablo? ¿Un pie en Roma, un hombro en Bagdad?... Así concluiremos en esta materia si no queremos ver otra cosa, bajo la palabra “cuerpo”, que la carne y los huesos que componen ese fenómeno físico que damos en llamar Pablo. Como que, en este texto, el nús {mente} no es literalmente, pura y simplemente, la facultad mental, mens, sino que representa la naturaleza humana, sin dudas regenerada, espiritualizada, pero de tal modo que aparece empíricamente como “fenómeno”, así como los méle {miembros}, los “miembros” no son las diversas partes de una osamenta humana, sino nuestra humanidad, bajo su aspecto caído y pecador. Teniendo esto presente, nadie se sorprenderá si Pablo de repente opone los “miembros del Cuerpo místico” a aquellos del “Cuerpo de pecado... de muerte [a la vida verdadera]... de humillación [desde el Edén]”.
Bien sabemos que, muy a menudo, el Apóstol usa la misma palabra con diversas acepciones en el curso de un mismo desarrollo: por ejemplo nómos {ley} en Romanos 7, 16 y 7, 21; soma {cuerpo} en I Cor. 10, 16 (to soma tu Khristú {el cuerpo de Cristo} = el pan consagrado, eucaristía, el Cuerpo eucarístico de Cristo); en Efesios 4, 4 y Colosenses 1, 18, donde el mismo “cuerpo de Cristo” significa la Iglesia; en fin, en Filipenses 3, 21, donde muy verosímilmente alude al “domicilio celeste”, que aquí se trata del vector individual de gloria (pero como el nido, el centro de gravedad, como el centro de atracción y factor coagulante, en torno suyo, del Cuerpo místico compartiendo su gloria). De todas formas, hay que tomar partido por un sentido u otro... ¡y con San Pablo tal como es! El Apóstol califica como “ley en mis miembros” a las tendencias hacia el mal de nuestra naturaleza caída (¿y por qué mis miembros, sino porque en todo este pasaje “aun cuando habla en primera persona, describe al Hombre en general, al Hombre tal como es por nacimiento natural”?; así Crampon, en su anotación a propósito de Romanos 7, 6). Se trata del Hombre universal, la humanidad toda entera, tomada en conjunto: aquí se alude a haAdam; sus miembros, usted y yo...
Aun regenerados por el Bautismo, aun después de haber recuperado la justicia original perdida por la Caída (Rom. 1, 17), aun despues de haber recibido infinitamente más que lo que habíamos perdido, y todo eso “en” el Cristo; aun santificados (al igual que el propio San Pablo), encontramos en nosotros inclinaciones hacia el pecado; si cedemos a esas propensiones, pasan de la “potencia” al “acto” y se convierten en actuales, efectivas transgresiones. La lucha contra esta “ley de los miembros”, el combate contra este imperativo categórico del Mal que obra en cada uno de los miembros del Cuerpo adámico, constituyen toda la vida cristiana, lo esencial de su aprendizaje y entrenamiento. La victoria es para aquellos que poseen su ser “en Cristo Jesús”.
5. Dos Reinos y dos Leyes
Acabamos de ver cómo se abre el capítulo 8 de la Epístola a los Romanos. Inmediatamente se encadena: “La Ley del Espíritu de Vida [cf. el “Espíritu vivificante” de I Cor. 15, 45] me ha liberado” a mí, el Hombre “en el Cristo Jesus, de la Ley del Pecado, que conduce a la Muerte”. Sin dudas, la Ley no podía, por ella misma, hacer nada, ya que no llegaba al hombre más que “a través” de su “carne”, de su naturaleza caída; de tal modo que por el pasaje o filtro perdía todo su vigor, toda su fuerza contagiosa y conquistadora. Pero aquello que le resultaba imposible para su Ley, impersonal, en su epifanía, sólo de manera refleja y extrínseca a la Memra, Dios lo hizo enviando a su propio Hijo en una “carne”, una humanidad, “parecida a la del Pecado”: el Verbo eterno toma forma y vemos a Jesús; por la Caída, el Pecado, por así decirlo, ha tomado forma también, y lo hemos visto en la persona de Adán, cómo se vendió a este personaje, se convirtió en su esclavo, de tal manera que ya no es Adán quien vive sino que ahora vemos el Pecado en él.... A guisa de sacrificio propiciatorio para el pecado –perí hamartias {por el pecado}: esta expresión, como la hebrea chattath, significa a la vez “por el pecado” y “sacrificio propiciatorio” (cf. Heb. 10, 6, 8, 18; 13, 11)– y por tanto ofrenda por el pecado: “Él condenó al Pecado en la carne”. Cristo triunfó en esta naturaleza que ha querido compartir con nosotros, y que, hasta entonces, era en nosotros aliada del Pecado, la Quinta Columna de Satán (Rom. 8, 1-3).
Vemos entonces cómo se incoa en San Pablo una concepción de los dos Cuerpos místicos, concepción que San Agustín reformuló en la de las dos Ciudades y San Ignacio de Loyola en la de los dos Reinos. Para el Apóstol, paralelamente a esta koinonía {comunión} del Espíritu Santo, la simbiosis y vital solidaridad que religa orgánicamente a los miembros del soma Khristú {cuerpo de Cristo}, existe otra, una auténtica y real koinonía demoníaca, al punto que los sacrificios paganos comunican, a los que consumen las carnes inmoladas a los ídolos, la vida de las Potencias infernales, mientras que la Comunión eucarística infunde a los Cristianos la vida deificada de su Señor en la Gloria (I Cor. 10, 20). Esto quiere decir que el Diablo rige, como verdadero Príncipe, un imperio: el de la Muerte (to krátos tu thanátu {el poder de la muerte}). Después de la Caída, ejerce su poder sobre el género humano, sobre esta descendencia adámica enteramente sometida a la muerte, consecuencia y castigo de la transgresión primera. Pero el Cristo, al morir, Él, el Servidor perfectamente obediente y fiel, “anula”, “apaga” esta muerte como por una suerte de homeopatía sobrenatural; sin duda, nuestra naturaleza mortal no ingresa hic et nunc en la gloria: los individuos continúan muriéndose, pero la muerte ya no tiene nada de condena penal; ha perdido su “aguijón”, su carácter de rigor y de castigo (Heb. 2, 14). Por su kénosis y extrema humillación, mediante el “despojo” que operó sobre sí mismo, por el abandono que ha consentido de Sí mismo apekdysámenos {habiendo despojado} el “medio”–, Cristo ha librado a las Dominaciones y las Potestades infernales –que volveremos a encontrar en un clásico pasaje de la Epístola a los Efesios–; las ha librado, digo, “al escarnio público, triunfando sobre ellas en Sí mismo”, ya que el combate se ha librado en lo más profundo de esta naturaleza humana, aparentemente parecida a la “carne del pecado” (Col. 2, 15). Por tanto, todo poder de santificación emana del Cordero (Apoc. 5, 6), así como toda potencia impura pertenece a Satán (Lc. 4, 6). El mismo Anticristo, al que la mayoría de los hombres confundirán con el Salvador por fin retornado, opera su “parusía”, no “merced a la energía” del “Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria” (Ef. 1, 17-19), ni menos “merced a la energía del Señor Jesucristo” (Fil. 3, 20-21), que “actúa poderosamente” en los fieles (Col. 1, 29), ni a la del Espíritu Santo, mencionado por Pablo en varios pasajes, sino kat enérgueian tu Sataná {merced a la energía de Satán}, puesto una vez más en paralelo “económico” y funcional con el Rey de los cielos (II Tes. 2, 9). Pero Pablo reasegura a los Tesalonicenses con una palabra que nos recuerda la última petición del Pater: “Fiel es el Señor, quien os fortalecerá y guardará del Malo”, apó tu Ponerú {del Maligno} (II Tes. 3, 3).
6. La “atmósfera espiritual de perversidad”
Pero el texto que presentamos va a llevarnos más lejos todavía: “Estábais muertos [óntas nekrús {estábais muertos}: llevábais una existencia que es una muerte], por vuestras transgresiones y pecados, inmersos en los cuales [como en un ambiente, en un “clima”] marchábais [progresábais, os deslizábais, ibais adelante, viviáis] en otro tiempo, conforme al eón de este mundo, conforme al arconte de la potencia del aire, a este espíritu que despliega ahora su energía en los hijos de la desobediencia” (Ef. 2, 2).
Este pasaje merece alguna que otra glosa... El hombre que no ha sido regenerado por el Bautismo aparece aquí, en cuanto al “plan” de la única vida que importa, porque está en simbiosis con el Ser, como un cadáver privado de vida (espiritual); y esta muerte es un estado permanente. Actuando así, no hacemos otra cosa que conformarnos al eón de este mundo (“No os conforméis a este eón” es la abjuración de Pablo en Rom. 12, 2.) Ya sabemos el sentido que tiene este “eón”. Originalmente, es un “estado del ser”, un “plan” para la existencia universal; por tanto, se trata del ser, calificado, determinado de ésta o esta otra manera. En un sentido es un “reino”, ya que constituye un conjunto completo, un mundo, y constituye, para quienes se conforman con él, la totalidad del ser. Si, por ejemplo, existen universos de menos o más de tres dimensiones, se trata de eones (ver nota 107); la presencia material constituye un eón; del mismo modo, la vida. Reinos entonces, y esferas. En el hinduísmo kalpas, ciclos (que no necesariamente son “temporales” y pueden por tanto coexistir). Los engranajes de las “ruedas” que rigen en Ezequiel a los espíritus poderosos consagrados a la difusión del secciones del espacio –comparar con las cuatro Lipikas de ciertas tradiciones hindúes–, estas “ruedas engranadas en otras ruedas”, ¿no serán eones? En una nota reveladora de su admirable Signe du Temple, el P. Daniélou dio la mejor definición que jamás hayamos visto. “El eón de este mundo” es a la vez la edad, la dispensación, el género del sector del universo en el que se encontraban los contemporáneos de Pablo –y ya sin decir que varios eones pueden entrecruzarse: la era cristiana hiende su proa en el “mundo sin Dios” de Efesios 2, 12; alrededor, la onda se vuelve a cerrar– y el espíritu que mueve esta masa, que le imprime su orientación fundamental, que la anima como un alma, que la rige, el kosmokrátor {regente del mundo}, como dice el Apóstol. Por lo tanto, vivimos como imitadores de este “eón”, que no sólo es un “espíritu” impersonal y colectivo, como “el espíritu del tiempo”, y el “genio de la nación” (con todo, ¿lo son tal como hemos visto que sostiene Newman?, vide p.65), sino el “arconte”, aquel que inauguró “la potencia del aire”. ¿Por qué aire? Porque para los Antiguos la atmósfera parecía darle dominio a los espíritus, parecía servirle de liza para sus emprendimientos invisibles; porque asociaban las ideas de soplo y alma, porque en los medios iniciáticos helénicos el aire aparecía como el gran agente de la fuerza mágica (considérense los ejercicios respiratorios del Yoga, de los Neoplatónicos apasionados por la teúrgia, incluso los mismos hesicastas en el seno de la Iglesia Bizantina); porque el aire era considerado como pasible de cargarse de poder mágico (noción que volvemos a encontrar en los Taoístas, cf. el Tratado de las Influencias Errantes traducido del indochino por “Matgioï” = A. de Pouvourville); en fin, quizá porque en las doctrinas mistéricas, en lo que se refiere a los “cuatro elementos”, si la “tierra” simbolizaba la materia gruesa de los fenómenos ordinariamente observados, el “agua” la extrema movilidad, fuerza e inconstancia del dominio “astral” (el de las fuerzas elementales, de las pasiones), el “fuego” lo “mental superior” iluminado por el contacto divino... el “aire”, a su vez, representaba lo “mental inferior”, la bestia que razona, el espíritu descoronado de todo lo sobrenatural, o más bien el espíritu que se golpea a sí mismo como a su propio techo. ¿Quién podrá decir cuál es el origen de la expresión exusía tu aéros {poder del aire}? Aquí hemos intentado sugerir algunas hipótesis; esperemos que si alguien las encuentra absurdas, encuentre mejores.
Ahora bien, el “arconte” que rige “la potencia del aire” –se presiente el invisible hormigueo de esta Legión– es el mismo que, parodiando el envío del Paráclito, emite este espíritu que opera en los “hijos de la rebelión” (cf. Ef. 5, 6; Col. 3, 6), y con los que Jesús ya se había topado en su camino: recordemos al de Gerasa poseído por numerosos demonios, a los que se dirige el Cristo como a un sólo y único “espíritu impuro”:
–¿Cuál es tu nombre?
–Yo me llamo Legión.
“Porque muchos demonios habían entrado en él” (Lc. 8, 29-30). Éste es el que se apodera de cualquiera “que no obedece al Evangelio” y permanece “muerto en sus transgresiones y pecados” (Rom. 10, 16; Ef. 2, 1). Decididamente la parodia, la imitación simiesca, rechinante y caricaturesca del verdadero Reino, es completa.
En el curso de la misma Epístola, San Pablo invita a sus fieles de Efeso a “resistir a los engaños del Diablo” –quien, por lo demás, asume hasta la apariencia de un “angel de Luz” (en II Tesalonicenses parecería que el texto griego alude a una verdadera seudo-Parusía, a un remedo de Cristo “energizado” por Satán)– y les recuerda que no tienen que combatir contra la “carne y la sangre” –expresión clásica entre los Judíos, que se usaba para designar al hombre que como gallito se alza frente a Dios (Ecli. 14, 18; 17, 31; Mt. 16, 18; I Cor. 15, 30; Gál. 1, 16)–, sino contra los “principios” (relativos) del ser (transmitidos por ellos a su “eón”); se trata de “esencias difusas” o “fuentes de ser” para mundos recapitulados por ellas, asumidos en ellas, teniendo en ellas sus respectivas cabezas, los regentes cósmicos de este eón tenebroso; las Perversidades espirituales (literalmente: las entidad espirituales de la perversidad) en las (esferas) “sobrecelestes” (Ef. 6, 12). En este combate, los Cristianos se toparán con las “flechas inflamadas del Maligno” (ibid. 6, 16).
Al Apóstol ni se le ocurre insinuar siquiera que sus corresponsales debieran abstenerse de combatir a los adversarios del Evangelio de carne y hueso, en quienes se encarnaba el poder completamente pagano, estatista y nacionalista del Imperio Romano. Para él, los gobiernos humanos, visibles, no eran más que agentes e instrumentos (como por otra parte lo son la mayoría de los regímenes políticos contemporáneos, confesadamente ateos) de una Potestad invisible y espiritual, en la que ve al verdadero adversario del Cristo y de la Iglesia. Así es que el Señor le rinde honenaje a su fiel mártir, Antipas, “muerto allí mismo donde reina Satán” (Apoc. 2, 13: katoikei {habita, mora}; Crampon traduce habita). Todas las diversas jerarquías espirituales aquí mencionadas pertenecen a las milicias del Muy-Bajo (cf. Rom. 8, 38; 13, 1; Col. 2, 15). En cuanto a los pneumática {espirituales}, el neutro parece sugerir que se trataría menos de personalidades, de espíritus propiamente dichos (recordar la diferencia entre pneuma hágion {un espíritu santo} y to pneuma hágion {el Espíritu Santo}) que de influencias, de “corrientes de fuerza[s]” que emanan de la Malignidad suprema (Ponería {Malignidad}). Ésta no reina en las zonas más bajas del “aire”, sino en las regiones más altas de la atmósfera, como conviene al “arconte de la potestad [o del imperio] del aire”, el Emperador de las tinieblas (Jn. 1, 5; Ef. 1, 3; 5, 8. 11).
7. Todo “gregarismo” es satánico 146
Desde entonces Satán adquiere un aspecto de usurpador cósmico y ya no nos llama la atención si San Pablo lo califica como “dios de este eón”, con una ironía análoga a la de Génesis 3, 22. No es aquí el lugar para demostrar cuán extendido y real es este imperio del Diablo, per hominem, sobre todo el universo subhumano 147.
El Ritual Romano pone de manifiesto en sus exorcismos lo que piensa la Iglesia sobre el particular. Si el Apóstol ve a la creación –en su totalidad– vendida, ella también, y reducida a la esclavitud, “sometida al vacío” (Rom. 8, 20; mataióteti {a la nada} significa el caos, tohu-vabohu: Gén. 1, 2; Ecli. 1, 2; II Pe. 2, 7-10; 2, 18; Ef. 4, 17), es por la culpa “de aquel que, mediante el engaño del hombre, la ha reducido a servidumbre”, no de Dios, como lo imaginan tantos exégetas, sino de Satán, el Enemigo de la obra divina. Si efectivamente es “el arconte de este mundo”, el “dios de este eón” (Jn. 12, 31; 14, 30; II Cor. 4, 4), lo es únicamente de la creación carcomida por la herrumbre de la humana transgresión.
Pero no lo olvidemos, el usurpador se ha visto echado a patadas afuera, precipitado, ni bien el Cristo fue elevado sobre la tierra, en tres oportunidades: por la Cruz, por la Resurrección, por su Entrada en la Gloria Celeste, reasumiendo, y ahora en su condición de Hombre, la plenitud de los poderes cósmicos eternamente devueltos al Verbo, al Hijo eterno. No cesa, desde entonces, de atraer hacia Sí a todas las cosas (Jn. 12, 32). Jesús, ahora que marcha delante de la Cruz, ve a este “Fuerte” caído ya del cielo, precipitado por un derrumbe sin fin en el abismo sin fondo, “como un rayo”, con fuerza y velocidad inauditas; Cristo ve el mórbido destello, las fantasías del mono de fuego, engullido por la profundidades del globo (Lc. 10, 18; Apoc. 12, 7-12).
Se engaña uno cuando cae el rayo, porque su luz es tramposa, teatral y artificial. Caída loca, plagada de cabriolas payasescas, de incendios, de muertes horriblemente cósmicas. Así cayó el Arconte “el Espíritu más viejo de este Universo” (ritual masónico de Memphis-Mistraïm, comentado por Albert Pike).
Pero lo que él abraza e infecta con su beso encendido y apestoso no es tanto la caravana de invidividuos que marchan a paso lento por la vida, cuanto a los grandes cuerpos colectivos, las organizaciones humanas en las que las personalidades, habiendo abdicado ante el espíritu gregario, le ofrecen una resistencia oxidada, desmoronada de antemano y desde adentro. La locura del espíritu gregario que se derrama hoy día sobre el globo y cuya vertiginosa marejada sumerge incluso a cristianos excelentes, so pretexto de koinonía {comunión} –que está a la orden del día, que está de moda, ¡un schibboleth!–, este desorden, esta exacerbación del Nosotros, con el pretexto de reducir el Yo a términos más modestos: el totalitarismo en todas sus formas –y la más enmarañada y pegajosa de todas es aquella tiranía rutinaria de la Opinión, justamente calificada de “pública”–; el negarse al recogimiento, la huída ante la oración, la Liturgia transformada en una incantación colectiva, las algarabías colectivas convertidas en rancios sabbat, la necesidad en los creyentes y los infieles, cada uno en su dominio, de que se los agite con borrascas de emociones, la solemne adoración convertida en “gran juntada” (sabemos de grupos católicos que llegan a cantar el Sacris solemniis sobre los aires más hot del momento) 148; brevemente, todo lo que arranca al individuo de “la mano de su consejo” (Ecli. 15, 14), todo lo que disminuye su resistencia a las “influencias errantes”, todo lo que debilita la vigilancia frente al tufo de las miasmas telúricas, la guardia ante el maremoto de las potencias elementales, todo eso trabaja para el imperio de Satán. Más que nunca “el mundo entero se hunde en el Maligno” (I Jn. 5, 19). ¡Oh Padre! ¡Líbranos de este Maligno, de todo lo que nos lo acerca, de todo lo que lleva agua a su molino, de todo aquello que le abre las puertas de nuestras almas, de aquello que le permite consolidar y perpetuar su victoria, de todo lo que le permite acceder a esa intimidad única y preciosa que Tú le acuerdas a nuestras almas para tratar contigo –my Creator and myself, decía Newman–, líbranos de todo lo que atenúa o enfría la inaudita amistad con que Tú mismo has querido sellarnos y cimentarnos en la sangre del Cristo! ¡Líbranos, Señor, amén!
D. SATÁN EN EL APOCALIPSIS
Cuando el R. P. Bruno de Jesús-María me hizo el honor de pedirme el estudio que se acaba de leer, se sorprendió al observar que no había incluido una síntesis de demonología apocalíptica. La razón es bien sencilla: a lo largo de treinta años he leído unos cuantos comentarios sobre el Apocalipsis, la mayoría de los cuales –sobre todo los “futuristas”– constituyen delirios, uno peor que el otro (así los protestantes, los ocultistas, las “pirámides de Ceops”, etc.), mientras que, entre los equilibrados, encontré semejante suma de conjeturas y arbitrariedades, que siempre me vi obligado a reconocer que resultaba imposible sintetizarlos 149. Por lo demás, como se sabe, no soy el Cordero. ¿Y bien? El Apocalipsis es precisamente ese libro “escrito por dentro y por fuera” (Ez. 2, 10; Juvenal, 1, 6), esto es, colmado, lleno, desbordante de significados, que, según Gabriel, ningún ser en el mundo, Ángel o simple humano (Mc. 13, 32), puede “abrir” y descifrar, porque el Libro del Destino cósmico contiene el arcano de los “tiempos y momentos que el Padre ha fijado con su propia autoridad” (Hech. 1, 7). Aquí abajo, “en los días de su carne”, el propio Hijo reconoció que “por un tiempo inferior a Elohim” (Heb. 2, 9), Él, como hombre, en su ciencia experimental, adquirida y discursiva, ignoraba los acontecimientos por venir. Ahora bien, antes como después de su carrera terrestre, y en su humanidad, en virtud de su Resurrección y Ascensión, “el León de Judá, el Retoño de David, porque venció, pudo abrir el Libro y sus siete sellos” (Apoc. 5, 5). Desde entonces, siento gran admiración y envidia por todos los autores que benévolamente se sustituyen al Cordero. Por mi parte, me siento incapaz.
A lo sumo, lo único que podría ofrecer a los lectores de Etudes Carmélitaines es un muy modesto análisis de los pasajes apocalípticos en que se trata el tema de Satán. Creemos con San Pedro y San Pablo que si recibimos alguna luz al analizar estos versículos, ella procederá de la propia Biblia; es que el mejor comentario de cualquier texto de la Escritura está en toda la Escritura, cuyas palabras no constituyen para los ojos esclarecidos por la fe más que una sola y única Palabra de Dios. Con ese espíritu examinaremos entonces, además de los capítulos 9, 12 y 20 del Apocalipsis de San Juan, las alusiones que zigzaguean en las Epístolas a las Siete Iglesias de “Asia”.
1. Sinagoga y Trono de Satán
A la Iglesia de Esmirna, “El que estuvo muerto y volvió a la vida” le dice que ha padecido “tribulación, pobreza –aunque eres rico [con una riqueza celeste]– e insultos de parte de los que se pretenden Judíos, pero no lo son, porque pertenecen a la sinagoga de Satanás [...] He aquí que el diablo va a meter a algunos de vosotros en la cárcel” (Apoc. 2, 9-10). Se sabe que, algunos años más tarde, bajo los “buenos” Antoninos, excitada por los Judíos, la plebe pagana de Esmirna procedió al pillaje de algunos foros cristianos (“conozco tu pobreza”); San Policarpo, obispo de Esmirna, denunciado por la colonia judía, fue condenado a suplicio por las autoridades romanas. Resulta verosímil que tales costumbres, ya corrientes en el tiempo de los Hechos de los Apóstoles, también eran contemporáneas con San Juan cuando escribió su Apocalipsis. Lo cierto es que estos Judíos no son el Israel de Dios, sino de Satán, cuyas obras llevan a cabo (Jn. 8, 44; Apoc. 2, 10); mientras que los verdaderos Judíos son los Cristianos (Rom, 2, 28-29; Col. 3, 3). Por el Talmud sabemos que los Judíos se autocalificaban como la “sinagoga de Yawhvé”. No, retruca el Apcalipsis, vosotros sois la “sinagoga de Satán”. La verdadera sinagoga es cristiana (Sant. 2, 2; cf. Heb. 10, 25). Por tanto, es a la Iglesia de Cristo que este texto opone la del Demonio; al Cuerpo Místico, el Contra-Cuerpo místico. Es una idea que ya habíamos descubierto en San Pablo.
A la Iglesia de Pérgamo, Aquel “que tiene la espada aguda de dos filos” (Apoc. 2, 12; Heb. 4, 12; Ef. 6, 17) le hace saber: “Yo sé donde moras: allí donde está el trono de Satanás”. Aquí hay lugar para todas las conjeturas. En el año 29 de nuestra era, un templo en Pérgamo fue dedicado a Augusto y a la diosa de Roma; se trataba del centro del culto imperial en toda la provincia. Por tanto, así como actúa entre los Judíos de Esmirna, así el Diablo tiene su altar en Pérgamo (en el Apocalipsis “altar” y “trono” son términos idénticos, al igual que –y sobre todo– el vocablo “cielo”). Si así fuera, se trataría aquí de aquella césarolatría que reencontraremos en Apoc. 13, 11-17). Por lo demás, aquí se quiere que sea cuestión del trono o altar maestro de Zeus Sôter, o el templo de Esculapio, cuyo símbolo era el caduceo, alrededor del cual se adosa una serpiente 150; pero tanto en un caso como en el otro, aquí nos topamos con los aspectos más aceptables del paganismo y en sí mismo el simbolismo de la serpiente no es necesariamente demoníaco, ya que Nuestro Señor se lo aplicó a Sí mismo (Jn. 3, 14-15) 151.
Pero nuestros hermanos separados de la Ortodoxia bizantino-eslava han guardado el recuerdo de dos tradiciones muy antiguas transmitidas por Simón Metafrasto y la otra por San Andrés de Creta (el autor de los magníficos Cánones penitenciales de la Cuaresma). Según ésta, había más ídolos en Pérgamo que en el resto de las ciudades de la provincia. Según la otra, el “testigo fiel, Antipas” de Apoc. 2, 13, habría mortificado a los dichos ídolos demoníacos mediante “oráculos”; los malos espíritus habrían entonces convencido a los habitantes de Pérgamo de que ya no podían recibir sacrificios, ni, por tanto, operar milagros como contraprestación, porque la oración de Antipas los había echado de sus santuarios. Pero lo más curioso es que estas dos tradiciones afirman que existía en Pérgamo un culto de Satán como tal –de origen probablemente iraní, como se puede conjeturar– “tal como el que se practica en ciertas tribus del Líbano”. Cuando se sabe que desde hace siete siglos por lo menos, existen en las montañas del Líbano clanes secretos, como los Drusos, que se proclaman redondamente demonólatras, uno tiene el derecho de soñar un poco sobre la palingenesia de las sociedades secretas 152.
En fin, a la Iglesia de Tiatira (Apoc. 2, 18), “Aquel que tiene ojos como llamas de fuego” anuncia que aprueba a los que “no se dejan seducir por la mujer Jezabel”, toda vez que ella quiera inducirlos a la “fornicación”, expresión apocalíptica de la idolatría, confirmada por la frase que sigue diciendo “y coman lo sacrificado a los ídolos”. Pues bien, “recibir esa doctrina” es “conocer los abismos de Satán, como ellos dicen”. Notemos al pasar esta expresión “como ellos dicen”, que reencontraremos desde entonces en multitud de encíclicas papales, cuando los Soberanos Pontífices describen, no sin alguna ironía, las orgullosas pretensiones y vaticinios de los heresiarcas... ut aiunt!
Sabemos que los manuscritos del Nuevo Testamento incluyen tanto “la mujer, Jezabel” cuanto “tu mujer, Jezabel”. La forma moderna del nombre es Isabel; en hebreo es una transcripción de Elizabeth, que significa “llena de Dios”. Se comprende que el Apocalipsis presenta a esta Jezabel-Elizabeth como “profetisa”. ¿Se trata, como lo reporta Tertuliano, de una “vidente” sectaria, montanista avant la lettre (De Pudic. 19); o bien, como lo imagina Schürer, de una sacerdotisa de la Sibila, que tenía su templo en el barrio caldeo de Tiatira? La alusión a la mujer de Acab, citada tan cerca de la de Balam (Apoc. 2, 14, 20), me parece sugerir que se refiere –“alegóricamente”, como en Gálatas 4, 21-31– a grupos ideológicos más que a individuos. “Tu Jezabel –le dice el Señor al “ángel” o espíritu colectivo de la Iglesia de Tiatira– intenta, como la Jezabel de Acab, inducir a mi pueblo hacia los cultos idolátricos y las orgías rituales de Baal y Astarté”; de donde el doble sentido de “fornicación”. Ahora bien, estas apostasías desembocan en los “abismos” o “profundidades” de Satán; el “como ellos dicen” evidentemente se aplica a ta bathe {las profundidades}, y no a tu Sataná {de Satanás}. Según el Apóstol, el Espíritu Santo es el único que puede escrutar y revelar “los abismos de Dios”: ta bathe tu theú {las profundidades de Dios} (I Cor. 2, 10). El paralelo es seductor; ¿en razón de qué íbamos a creer que es casual? Pero el mismo San Pablo sabe también que a esta ciencia puramente divina el Diablo opone la suya, su propia mística, como diría Goerres (noémata Sataná {designios de Satanás}: II Cor. 2, 11). San Irineo sostiene que los Gnósticos también presumían conocer tanto “las profundidades de Dios” cuanto “las profundidades de Satán”; pero, por lo demás, se sabe que en el sistema de Valentín, por ejemplo, el Ser Supremo emana bythós {abismo}, el Abismo, y Sigué {silencio} “la” Silencio, de donde, por vía de “generación” guenealoguía {genealogía}: I Tim. 1, 4; Tito 3, 9), surgieron catorce pares de eones antithéseis {argumentos}: I Tim. 6, 20). Por tanto, “las profundidades satánicas” de Apoc. 2, 24 no tienen nada expresa y manifiestamente en común con el bythós {abismo} de los Gnósticos; más bien se trata de esta “sabiduría terrestre, carnal y diabólica” que otro Apóstol opone a aquella que procede “de lo Alto” (Sant. 3, 15-17).
Lo que mueve a reflexión es que el Cristo promete darle a quien “se mantiene firme hasta que Él venga” (Apoc. 2, 25), “la Estrella de la Mañana”, Lucifer (ibid. 2, 28) 153. De tal modo que en Tiatira, quien no se deje seducir por lo que el viejo Heráclito de Éfeso llama “los abismos del conocimiento”, recibirá del Redentor el acceso a y la participación en la vida del nuevo y verdadero Lucifer, por lo demás, eterno y divino; toda vez que el Salvador revela que Él mismo es la Estrella de la Mañana por excelencia (Apoc. 22, 16). Él se entregará, después del Juicio Final, como Árbol de Vida y como misterioso Maná (Apoc. 2, 7, 17). Pero he aquí algo aun más preciso: sobre la tierra nueva y los nuevos cielos Cristo sustituirá con su Reino al de Satán, “arconte” e incluso “dios de este eón” 154. Así se cumplirá la profecía de Balaam, a la que la Epístola a la Iglesia de Pérgamo hace alusión: “El Astro surge de Jacob... y exterminará a los hijos de la rebelión... Seir, su enemigo, está en su poder” (Núm. 24, 17-18). Ahora bien, Seir en hebreo significa a la vez Chivo, Huracán y Demonio. El auténtico Lucifer, del que Seir no es más que una caricatura, Se dará, después del definitivo arreglo de cuentas, en recompensa a sus fieles 155.
2. Abbaddón = Apollyon
El capítulo XI del Apocalipsis se abre con el estrépito de una fanfarria. Sobre todo se trata de guerras insensatas que devastan la tierra. El sofar o trompeta ritual resuena para llamarle la atención al lector sobre el caracter sobrenatural, supra-humano, de estos gigantescos conflictos. Juan ve una estrella, ya “caída del cielo hacia la tierra” 156. La caída de este astro data de antes del nacimiento del Mesías en el capítulo XIII. Sabemos que en el Antiguo Testamento los cuerpos celestes, regidos por lo demás por los Ángeles 157, frecuentemente les sirve de símbolo (Job 25, 3-5; 38, 7, 31-33; Isaías 40, 26); pero la Tradición judía también representa a los demonios como regentes de sistemas estelares (Enoch 17, 16; 21:3, etc.; veáse los kosmokrátores {regentes del mundo} de Ef. 6, 12; cf. I Cor. 2, 6, 8).
Ahora bien, ¿por ventura el Apocalipsis no nos da una clave para identificar a esta estrella que Juan ve ya caída –peptokota {caída}? En efecto. En el capítulo precedente, el octavo, “una Gran Estrella cayó del cielo”; luego desde el mundo invisible, desde las esferas supra-humanas. “Como una antorcha, dejó una estela de llamas” (cf. La Eneida, 2:694). Aquí, esta “cola” barre un tercio de las “aguas” (Apoc. 8, 10); cuatro capítulos más adelante, arrastra un tercio de las “estrellas” (Apoc. 12, 4). Pero se sabe que en la simbología vetero-testamentaria, tanto las “aguas” como las “estrellas” representan ciertas jerarquías espirituales 158. Esta Estrella que envenena las fuentes (Apoc. 8, 10) es calificada como Ajenjo, esto es, Amargura. En realidad, la mezcla de ajenjo y agua produce una ola que quema. Los nativos de la Polinesia, a quienes los europeos revelaron los paraísos artificiales de este alcohol, lo llamaron “agua de fuego”. Por tanto es una llama, pero la llama impura y tenebrosa, una sombra de fuego prometeico que el Astro volcó desde los cielos y que alumbra ciertos coros angélicos en el seno de las “aguas”. Ahora bien, para la creación física estas “aguas” son como “fuentes”; le comunican, como los grados superiores de una fuente pública a sus inferiores, el influjo de la vida espiritual (no decimos sobrenatural). He aquí estas “fuentes” alteradas, nocivas...
Los hombres sacian su sed en estas “fuentes”; pero como ellas no le proporcionan más que aguas desnaturalizadas, pervertidas, se mueren (Apoc. 8, 11). Los ángeles, establecidos para recorrer la escala de Jacob entre Yawhvé y el hombre, y de los cuales la Epístola a los Hebreos y otros textos paulinos afirman que, mientras se espera que el “heredero” Adán alcance su mayorazgo, provisoriamente deben desempeñar el oficio de Mediador, traicionan su misión. Gregorio el Grande quiere que precisamente los Ángeles, comisionados para la guarda y vigilancia de los hombres –los “tutores” de la Epístola a los Gálatas–, sean los que hacen caer a sus pupilos. Notemos todavía que la raíz hebraica traducida como Ajenjo significa en realidad: peligro mortal. La Estrella caída, lejos de apagarse, comunica su destrucción por doquier. Esta estrella encuentra su supervivencia comunicando el fuego que la atormenta y corroe, el mismo fuego que la perpetúa. Ella “torna el derecho en ajenjo [en amargura], tumba al derecho” (Amos 5, 7).
Pero aquí proyecto alguna luz sobre este simbolismo: en el capítulo 15 del Éxodo, los Judíos, habiendo atravesado el desierto del Sur 159, llegan a Mara, que quiere decir: amargura. ¿Y bien? No pudieron beber del agua de Mara porque era amarga. El pueblo murmuró contra Moisés diciéndole: ¿Qué beberemos? 160... Moisés clamó hacia Yawhvé y Yawhvé le indicó un madero que Moisés arrojó al agua, endulzándola. Allí Yawhvé le dió al pueblo un estatuto y un derecho, después de haberlo puesto a prueba. Le dijo: “Yo soy Yawhvé, el que cura” (Éx. 15, 23-26). Nosotros los Cristianos, sabemos, en efecto, que es por el madero que Dios nos salvó (Dt. 21, 23; Hech. 5, 30; 10, 39; 13, 29; Gál. 3, 13). Es a lo que alude el primer Papa: “Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, a fin de que nosotros, muertos [literalmente, perdidos] para el pecado, vivamos para la justicia; porque por sus heridas que habéis sido sanados” (I Pe. 2, 24; Is. 53, 5):
Crux fidelis, inter omnes
Arbor una nobilis;
Nulla silva talem profert,
Fronde, flore, germine.
Dulce lignum, dulces clavos,
Dulce pondus sustinet...
Según San Pedro, el Cristo nos curó por el Madero. En el Éxodo, Yawhvé sana a su pueblo por el Madero. Al mismo tiempo, le confiere su estatuto, su derecho, cuando no tenían ninguno. Y todo eso después de que Moisés hubo clamado a Yawhvé por la miseria de ese pueblo incapaz de abrevar en las aguas de la amargura. El Apocalipsis nos revela los retroactos: esta esencial amargura de las almas, esta profunda intoxicación de la especie, proviene de una Estrella, caída del cielo, que se identifica con la Armargura ontológica por excelencia. ¿Hará falta insistir?
San Juan nos mostrará dentro de un rato a Miguel detentando la llave del Abismo y encarcelando, encadenando a Satán, y luego sellando la boca de los Pozos. Es el principio del capítulo 20. Pero aquí, al contrario (Apoc. 11, 1), Miguel, a quien el Cristo confió “las llaves del Hades y de la muerte” (Apoc. 1, 18), abre el abismo. En 8, 10 vemos al Astro “caído del cielo”: no se indica dónde ni si se instala sobre la “tierra”. En 9, 1 Lucifer 161 es precipitado “hacia” la tierra (eis ten guen {hacia la tierra}) y Miguel le da la llave del Abismo. Entonces el Malgino abre estos Pozos del Caos, del Contra-Ser, de donde emerge “una humareda como la de un gran horno”. El mundo físico, incluido el hombre, es invadido por las brumas de la mentira, de la ilusión, de la incoherencia, del absurdo erigido en sabiduría; “el sol y el aire” (cf. Ef. 2, 2; 6, 12), la luz, la inteligencia y la atmósfera de verdad sin la cual las almas se sofocan, “fueron oscurecidas por la humareda de los Pozos”. Así que tenemos las agua contaminadas, las fuentes envenenadas, siendo que todas tenían su origen en la Sabiduría de Dios (Salmo 86, 7, texto hebreo). Con eso, el hombre “muere”, el hombre verdadero y veraz, se entiende, aquel que había concebido y querido a Dios, que lo busca en vano (Gén. 3, 9), para no encontrarlo sino en las orillas del Jordán (Lc. 3, 38, luego 3, 22). Pero el “Ángel del Abismo” también se llama “en hebreo Abbadón, en griego Appolyon” (Apoc. 9, 11). Tomemos algunos elementos de ese texto...
La Estrella de Apoc. 8, 10 “cae”, y la de 9, 1 ya ha “caído”; es la misma. La de 8, 10, barre con su cosa un tercio de las jerarquías angélicas; la de 12, 4, otro tanto; mientras no se pruebe lo contrario, tengo para mí que se trata, en estos tres versículos, del mismo Astro negro. Los Pozos, que no son el Lago final y definitivo de azufre y fuego (Apoc. 20, 9), es el mismo que en el capítulo VIII de San Lucas, al que fueron arrojados los espíritus impuros del poseído de Gerasa. Desde allí suplican a Jesús “que no ordene que sean arrojados al Abismo” (Lc. 8, 31). Estos espíritus le imploran al Cristo “no expulsarlos” (Mc. 5, 10) de “esta región” del mundo físico, en el que la vida animal y propiamente humana les suministra la ocasión de encontrar su alimento, las sobras del psiquismo inferior que la Escritura llamará su grasa 162. En efecto, temen ser precipitados en el tehom o Pozos sin fondo (Rom. 10, 7), “encadenados en el seno de las tinieblas y retenidos allí hasta el Gran Día del Juicio”, por haber “abandonado la región que les era propia”, no habiendo “conservado su relación de origen con su principio” (Judas, 6).
Ahora bien, ¿por qué permite Dios a esta “ralea” (Mt. 17, 21) evadirse de la prisión y golpear la tierra, esta “región” de Marcos 5, 10, que en su furor estúpidamente astuto creen haber conquistado por sus propias fuerzas o merced a su rey?... ¿No podría ocurrir que la Paciencia del Santo se agote y se vea constreñido a “entregar [al mundo] a Satán por la destrucción de la carne para que al menos el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús” (I Cor. 5, 5). Si fracasa esta última admonición, si no funciona este contundente lenguaje –análogo al de las diez Plagas egipcias– y continúa sin “decirle nada” a los hombres capaces de escupir a la Cara divina si recibieran su vista, ¡peor para ellos! La falta no será imputable a la longanimidad del Amor-príncipe que se debe también el ser ante todo el Santo (Apoc. 9, 20-21). Detrás de todos nuestros dramas, individuales y cósmicos, parece acechar una malignidad personalizada. Sin duda, no se trata de Yawhvé sino de Satán, cuya cruel mirada nos espía. Pero el Diablo, para cada uno de nosotros, tanto como para Job, sirve a los designios del Altísimo a pesar suyo. Detrás del velo de sus perversas fantasías se perfila la sombra de un Padre que nos pone a prueba, nos purifica como un batán, nos poda como un viñador, nos refina como un fundidor.
Por tanto, todos los acontecimientos de la Historia permanecen bajo el control de Dios y orientados hacia Él; la prueba suprema, la Tentación por excelencia, aquella de la que San Juan nos garantiza su ineluctibilidad, Dios mismo se encarga con rigor de reglar su sentido e intensidad (Apoc. 9, 3, 5, 15, 16; Mal. 3, 2-3; Jn. 15, 2). No hace falta extendernos aquí acerca del simbolismo de estas “plagas” a la egipcia 163. Pero “ellas tienen un estratega a su cabeza, el Ángel del Abismo; Abbadón en hebreo, Appolyon en griego”. El jefe de estos “ángeles malos”, que “propagan furor, rabia y miseria” (Salmo 77, 49), es el soberano de los Pozos –en esas “tinieblas” que constituyen su “propio domicilio” hasta el Último Juicio (Judas, 6), se topan con lo que Tertuliano califica de praelibiatio sententiae–, y ellos, así como su arconte, no pueden abandonar este Abismo sin permiso del Cielo. Job 26, 6 y Prov. 15, 11 asocian, como lo hará luego el Apocalipsis, la muerte, el Scheol (estado intermedio, a la espera del Juicio cósmico) y la Destrucción = Abbadón, que significa el acto destructor, al hecho mismo del atentado. Pero San Juan sabe, tanto como el Apóstol, que en realidad el Mal no tiene existencia concreta, objetiva y positiva más que gracias al Maligno, en él y por él. Abbadón, la Destru-cción rectifica en seguida el Apocalipsis: en griego significa el Destru-ctor.
Una última palabra: no hemos creído necesario apesadumbrarnos con los reportes del Apocalipsis que presupone casi enteramente calamidades naturales y el mundo diabólico. Según las Escrituras, sean buenos, sean pervertidos, los ángeles desempeñan un papel en todos los fenómenos naturales. Allí donde los modernos ven el juego de “fuerzas” –¡entidades a las que nos sería muy agradable verle las caras algún día, como la Madre Naturaleza de los enciclopedistas!–, la especulación rabínica veía Ángeles. Siguiendo la más antigua Tradición cristiana, cada creatura material tiene su “doble” espiritual. Según Clemente de Alejandría, Orígenes, el Pseudo-Dionisio, no existe insecto ni brizna de pasto que no tenga su Ángel. Los fenómenos físicos manifiestan en el plano sensible la acción de estas entidades espirituales. Tal Ángel “tiene poder sobre el fuego”; otros rigen vientos y tempestades (Apoc. 14, 18; 7, 1). Ya para el Salmista, Dios “a los vientos convierte en sus mensajeros y ministros suyos a los relámpagos centelleantes” (Salmo 103, 4). Yawhvé vuela montado sobre un Querubín; llega cabalgando sobre las alas del viento” (Salmo 17, 10). En Juan 5, 4, agitando las aguas de una fuente, un Ángel le comunica virtud curativa. Otro hace temblar la tierra en la madrugada de la Resurrección (Mt. 18, 2). Las enfermedades, y sobre todo las epidemias, dependen, si hemos de creer en las Escrituras, del mundo angélico (Apoc. 15, 1, 6, 8; 21, 9). Tal “mensajero” golpea a Herodes (Hech. 12, 23); otros aniquilan el ejército de Senaquerib (II Mac. 15, 22). Cuando Jesús calma la tormenta “increpó al viento y le dijo al mar: ¡Silencio! ¡Es suficiente! ¡Calma!... Y el viento se tranquilizó, se hizo una gran calma” (Mc. 4, 39). No solamente “manda” a los elementos desencadenados (Mt. 8, 26), sino que los “reprende”, y los “reta”, los “amonesta” y “los llama al orden” (Mc. 4, 39; Lc. 8, 24). Como vemos, les habla como a seres vivientes (cf. Salmo 105, 9; Is. 51, 15; Nahum, 1, 4). Y los sinópticos utilizan el mismo verbo para designar la conminación del Señor a los demonios de la fiebre, a aquellos que atormentan a los poseídos, a aquellos, en fin, que sublevan el mar y desencadenan la tempestad epetímesen {ordenó}: Mc. 4, 39; 9, 25; Lc. 4, 39; 8, 24) 164.
3. Intermedio indispensable
¿A qué sistema de interpretación pertenecen estas consideraciones sobre el Apocalipsis? ¿Soy yo preterista, futurista, historicista o moralista? 165
¡Qué sé yo! Es una cuestión que aún no he considerado, por la sencilla razón de que me declaro sin la suficiente competencia para decidirme por una u otra escuela. Ya he dicho que admiro –¡de muy lejos!– a los audaces navegantes que surcan en una cáscara de nuez los misteriosos océanos del Apocalipsis. Aquí me contento con preguntarle a ciertos versículos lo que tienen para decirme. Ni más, ni menos... Con todo el capítulo cuyo estudio vamos a abordar, me parece imponer una cierta perspectiva que no queremos, igualmente, recomendar al lector; ciertamente, se pueden adoptar otras, pero en el estado actual del problema apocalíptico, nadie tendría el derecho de reinvindicar para su propia concepción más que el beneficio de una audición receptiva. El Apocalipisis ha sido dirigido a comunidades con abundantes carismas; se trata de una profecía que leían y comentaban los “intérpretes de los profetas” en las Iglesias locales, gente que a su vez estaba en posesión de un carisma especial. Cuando contemos nuevamente entre nosotros con milagreros, glosolálicos, profetas, intérpretes y hermeneutas, podremos leer el Apocalipsis como si fuera un diario... Mientras tanto, nos vemos obligados a sustituir las inspiraciones e intuiciones de almas pneumáticamente transportadas por las frías suputaciones de los filólogos y las reconstrucciones involuntariamente cómicas de los detectives de la exégesis.
El capítulo 12, como vamos a ver, inserta al Apocalipsis en la Historia. La concepción moralista e historicista podrían amalgamarse con utilidad, de suerte que aparecería en el relato joánico la trama del conflicto de la Iglesia y del mundo a través de los siglos (tesis historicista), pero como un esquema a vuelo de pájaro y no un detalle de los fácticos y contra-fácticos de la historia... siempre que no se haga comenzar la historia de la Iglesia con Pentecostés. Bossuet ve el exordio en Abraham. Pero el destino espiritual de los Adanitas comienza bastante antes: en el Edén, y aun su Prolog in Himmel data de antes de la formación del Adán físico. El Apocalipsis aparece entonces como la llave de toda la Biblia; nos revela el revés invisible de todo el Santo Libro. Mientras Pablo nos dice que el mundo físico nos manifiesta, a través de sus peripecias, las llaves de un universo arcano, el Apocalipsis nos hace conocer la Historia celeste de los acontecimientos terrestres. Pero en un solo versículo del capítulo 12 hallamos como en un telescopio –al igual que en Juan 13, 3; 16, 28, e incluso 3, 13– toda la carrera terrestre del Mesías: para el vidente la historiografía no tiene mayor interés. Y, de hecho, la vida de Cristo aquí abajo no es “desde el útero hasta el sepulcro” más que una sola epifanía; Filipenses 2 no le consagra más que dos versículos. Y sabemos de la extrema concisión de los Símbolos de la Fe primitivos en lo que se refiere a la “historia” de Jesucristo en Palestina.
Repitamos que no tenemos por qué hacer aquí ni siquiera un comentario embrionario del Apocalipsis; para nosotros sólo se trata de poner en escena a Satán. Con todo, si se nos preguntara si el Diablo interviene en el curso de los acontecimientos históricos, contestaríamos del siguiente modo: si se trata de una historia celeste-terrestre, de los más esenciales lazos y relaciones entre el hombre y Dios, sí; si hablamos de simples avatares sublunares, entonces la respuesta es no. Por lo demás, el Apocalipsis combina y teje dos hilos de Ariadna: la Gloria de Yawhvé testimoniada por la Liturgia cósmica y la salud de los hombres por el “testimonio de Jesús”. Se trata de una supra-historia, de una metacrónica que arranca con la Caída de los Ángeles (cap. 8). Aquí encontramos tres “tiempos”: la época primitiva (Caída de los Ángeles y de Adán, consecuencias de la Caída hasta la Encarnación); “plenitud de los tiempos”, como dice la Epístola a los Gálatas, y primer Advenimiento del Hijo (cap. 12), con todas sus consecuencias; “apertura del cielo” por la Parusía (cap. 19), luego guerras, reyecía terrestre del Mesías, sublevación final del Maligno y triunfo definitivo del Ungido, desembocando en la Edad por Venir: el todo retomando los temas capitales de la escatología rabínica, pero insuflándole otro espíritu. Desde luego, en un apocalipsis que procede por visiones, no puede tratarse de un orden estrictamente “cronológico”: ¡Buen Dios! Sería como sumar peras con manzanas.
Por lo cual, no es tanto que nos topamos con tres partes consecutivas cuanto que nos hallamos frente a tres círculos concéntricos: en los once primeros capítulos, todo el drama del Plan divino torpedeado por Lucifer y luego por la maligna estupidez del hombre; la Encarnación y el “fin de los tiempos”.
Parece claro que ningún exégeta soñó jamás con ubicar los primeros tratos y lazos entre Dios y la creación libre y responsable como principio de los hechos revelados en el Apocalipsis. Con todo, la Iglesia comienza, en términos históricos, con la vocación de Abraham; pero es dada enteramente “en los cielos” a partir del momento en que la Sabiduría divina, que es la naturaleza de Dios en tanto participable, fue efectivamente destinada a una comunicación ontológica. El Cristo “es el mismo: ayer, hoy y en el mundo por venir” (Heb. 13, 8). Él se proclama a Sí mismo como “Aquel que es, que era y que vendrá” y Se identifica explícitamente, por la apariencia y por la palabra, con el Anciano de los Días (Apoc. 1, 4-8; Dan. 7, 9). A esta perpetua Presencia del Hijo en el mundo en devenir, se corresponde una videncia coextensiva de Juan: “Escribe las cosas que has visto, y aquellas que son, y aquellas que aún deben ocurrir” (Apoc. 1, 19): de entre las realidades ya manifestadas, ver en el capítulo 12 la Encarnación y la Ascensión y el Cristo siendo, durante toda su vida, acechado por el Dragón. Es que los siete sellos, que le dan toda la cohesión interna a los once primeros capítulos, están todos bajo la dependencia del Cristo, del Cordero.
¿Qué dice sobre este último el Apocalipsis? Que desde antes de la creación del mundo Él es el inmolado (5, 6). La Vulgata traduce 13, 8 como el Cordero inmolado desde la fundación del mundo; lo que se corresponde con I Pedro 1, 19-20, donde “el Cordero sin mancha y sin defecto es visto, conocido” por su Padre, “desde antes de la creación del mundo”, como El que Es, “vertiendo su Sangre”. Los exégetas modernos quieren que en Apoc. 13, 8, la locución “desde la fundación del mundo” se aplique a la inscripción del número de los elegidos en el Libro de la Vida. Pero como esta inscripción sucede expresamente en virtud de la Sangre derramada por el Cordero, las dos versiones vienen a decir lo mismo (cf. Apoc. 18, 8). De hecho, en su espíritu el Hijo ofrece su sacrificio desde toda la eternidad, el cual es “manifestado” físicamente cuando “la plenitud de los tiempos” (Heb. 9, 14; I Pedro, 1, 20; Gál. 4, 4-5). He allí “el misterio oculto desde el comienzo del mundo”, “escondido en Dios antes que fueran los ciclos de los eones” creaturales (Rom. 16, 25; Ef. 3, 9). Así es que poseemos “la vida eterna desde antes de los ciclos de los eones” (Tito 1, 2). Es desde el principio –ap arjés {desde el inicio}, singular reencuentro de II Tes. 2, 13 con el principio del Prólogo joánico–, que “Dios nos ha elegido para introducirnos gradualmente en la salud” (eis soterían {en la salvación}). Antes que las dispensaciones creaturales embrollaran sus ciclos, Dios nos ha entregado en el Cristo su decreto (salvador) y su gracia (salvífica); es porque Él ama a su Hijo “antes de la creación del mundo”, que Le ha dado aquellos que van a reunirse con Él en el cielo para contemplar su gloria (II Tim. 1, 9-10; Jn. 17, 24). Pablo, tanto como Simón-Pedro, nos ve salvos por un sacrificio cuya substancia es eterna, “prealable” al mundo, pero cuya manifestación se efectúa aquí abajo “cuando los tiempos están maduros” (I Pedro 1, 20; II Tim. 1, 9-10). Se comprende entonces que, en el umbral mismo de la Historia, el Cordero –porque no pudo devenir en tal aquí abajo sino por serlo esencialmente allá arriba– esté en condiciones de “abrir los sellos” ya que, desde ahora mismo, delante de su Padre, “ha vencido” (Apoc. 5, 5).
He leído poco a los exégetas “profesionales” del Apocalipsis, pero los que conozco consideran esta ruptura de los sellos como equivalente a la adivinación de los misterios que hay en el Libro del Destino. ¡Jamás! “Romper los sellos”, es decir “abrir el Libro” ¡no es sinónimo de conocer y de revelar! ¿Será que estos exégetas nunca fueron soldados en tiempos de guerra? El Cordero es el comandante general de su Padre a cargo de las tropas del Reino. Recibe de Él las órdenes selladas. En determinados momentos previamente establecidos abrirá esos pliegos y se asegurará de su inmediata ejecución. Desde la creación de seres inteligentes procede a realizar esta maniobra “militar”. Pero el relato que nos ha hecho San Juan no tiene nada de cronológico: ¡no se trata de un informe de estado mayor, sino de una profecía!
Así es como llegamos, con el capítulo XII, a la Encarnación.
4. La Mujer y el Dragón
Hemos visto cómo Satán corrompió la ola donde abrevaban las almas (el Cristo joánico, cumpliendo las profecías, hará resurgir fuentes puras). He aquí, ahora, este capítulo 12, en el que las alusiones históricas son indudables 166. “En el cielo”, en el universo de las realidades invisibles, donde los fenómenos terrestres no son más que las sombras y los signos, “aparece” precisamente, se manifiesta el plan divino bajo la forma de un seméion {signo}: “Una mujer revestida del sol, la luna bajo sus pies, una diadema de doce estrellas sobre su cabeza”.
Antes que nada analicemos los atributos característicos de esta Mujer; podremos entonces columbrar su identidad.
Ella está aureoleada con el “sol de justicia” (Mal. 4, 2); cuando precisamente se trata, tanto en el Apocalipsis como en Éxodo, de “curar” al pueblo de Dios, este “sol lleva en sus rayos el poder de curar” (ibid.). Este astro que “brilla con toda su fuerza” es el propio Mediador divino (Apoc. 1, 13-16). La que lo lleva en sus entrañas, y porque tiene dentro suyo “el resplandor de la Gloria divina” (Heb. 1, 3), se convierte en algo así como traslúcida a estos rayos de Esplendor que brillan a través suyo, Zarza ardiente de la Nueva Alianza. El Cristo es nuestra justicia (Is. 58, 8, en donde va de la mano con la luz y la curación del “sol de justicia”; 54, 17; 62, 2; que emparenta la justicia al resplandor; Jer. 23, 6; I Cor. 1, 30; II Cor. 5, 17-21).
Ahora bien, María, figura de la Iglesia, retoma en el Magnificat el tema de Isaías 61, 10: “Con sumo gozo me regocijaré en el Señor, y mi alma se alegrará en mi Dios: pues me revistió con las vestiduras de la salvación y me cubrió con el manto de la justicia”. Este vestido “de lino puro, resplandeciente y fino” es definido por San Juan como la justicia de los Santos (Apoc. 19, 8). El “sol de justicia”, por la Encarnación, ha tomado la naturaleza de Aquella que Lo puso en el mundo; pero, al mismo tiempo, su Gloria se transparenta en ella, translúcido “espejo de justicia” y Mediadora de gracia. Ahora bien, esta misma Gloria aureola también a la Iglesia, Madre del Cuerpo místico (Gál. 4, 26; Is. 60, 1, sobre todo 19-20; Apoc. 21, 23). En seguida volveremos sobre el particular.
En cuanto a la media luna que pisa la Mujer, se ha visto allí un signo de la dispensación judía 167, el Islam y no sé cuántas cosas más. Sin embargo, era la insignia característica de Artemisa, aquella “gran Diana de los Efesios que se adoraba en toda el Asia y el mundo” (Hech. 19, 27). Esta divinidad, dotada de un prodigioso busto, representaba la Naturaleza deificada, luz y vida a la vez, fecundidad universal del espíritu y de la carne 168. Se trata aquí indudablemente del paganismo idolátrico en general, adorador de la fuerza cósmica y no de su Principio trascendente 169.
Quedan las doce estrellas o signos zodíacos. Aquí abundan las interpretaciones posibles. Podría tratarse de los doce Apóstoles del “sol de justicia”, por cuyo ministerio el Cristo consuma su obra a lo largo de los siglos (Jn. 17, 20), la Gloria de la Iglesia; la coronan como una Victoriosa en el mundo entero. Si la Mujer es la Iglesia de Israel ex qua Christus secundum carnem, podría ser que estuviésemos frente a los Doce Patriarcas, que fueron su gloria (Rom. 9, 4-5). ¿Habrá que relacionar las doce Estrellas con los veinticuatro Presbíteros? No es aquí donde se puede tratar este asunto, pero habría mucho que decir sobre el particular... Ahora, si tenemos en cuenta la astrología judía –¡un tema aún desconocido en los medios católicos!–, que se manifiesta en pleno Libro de los Números con los bordados de las banderas de las tropas de retaguardia de Israel (Núm. 2, 31) 170, y hay quien ve a cada uno de los prosélitos paganos representado por “su estrella” en el Sinaí, cuando Moisés recibió allí la Ley 171, se pueden identificar los doce Astros con los Mazzaloth del Zodíaco, que regían todo el universo creado 172.
Sin duda, pareciera que las metáforas a las que recurre San Juan aluden a la Virgen, y todo parece indicar que esto es adrede. Pero casi enseguida todo el “mito” cambia visiblemente de sentido y alcance. El Cristo es, en tanto que Hombre, como el “primogénito de entre numerosos hermanos”, como “el primer resucitado de entre los muertos”, el hermano Mayor de esta “simiente de la Mujer” que anuncia Yawhvé en el Génesis; por tanto, Él también tiene por madre a “la Madre de todos nosotros” (Gál. 4, 26). Ni bien el niño traído al mundo por la Mujer de Apocalipsis 12, 1 asienta sus reales sobre el propio trono de Dios –lo que lo identifica con el Cordero–, la Madre, a la que San Juan menciona poco después como la del “resto de sus hijos”, representa acabadamente la Iglesia universal: universal a través del tiempo como a través del espacio. Tanto el Apocalipsis como la Epístola a los Gálatas la identifican con la Jerusalén Celestial, que se encuentra –manifestación celeste de la Sabiduría primordial– “junto a Dios”, así como lo está el Verbo en el Prólogo joánico, “poseyendo la gloria de Dios”, agrega el Apocalipsis, así como que el Cristo joánico recuerda al Padre que la compartía con Él, “antes de que el mundo fuera”.
A esta Sión celeste (Heb. 12, 22; Apoc. 3, 12; 21, 2, 10, 11), nimbada por el sol (Gén. 37, 9; Cant. 6, 10), y participando de la gloria de Yawhvé (Is. 49, 22; 52, 1; 54, 1-2; 60, 1-2) porque reina con el Cristo, el Apocalipsis nos la muestra coronada como una Reina (Salmo 64). Toda vez que esta Mujer es el objeto principal del odio satánico, importa profundizar acerca del problema de su identidad.
¿Se trata de la Virgen? ¿Es acaso la Iglesia después de Pentecostés? Ni una ni otra hipótesis alcanzan a satisfacer plenamente. Indudablemente, en cuanto a su carne, el Cristo es el Hijo de María: ha sido “formado de mujer” (Gál. 4, 4). Pero el Apocalipsis no pone nunca en escena a un ser humano, ni siquiera a un Santo “glorificado”, nunca a un individuo que realiza su carrera individual. Con todo, Juan, que no había ingresado aún a la gloria cuando compuso este libro, se ve incluido entre los Doce Apóstoles que forman, con los Doce Patriarcas, la Corte de los Veinticuatro Presbíteros. Esto quiere decir que lo que cuenta en esta visión no es su persona como tal, sino su valor simbólico, lo que representa (Apoc. 4, 4; 5, 5).
Así es que corresponde preguntarnos si acaso no habrá que ver en la Mujer cuya gloria o beatitud resplandece una figura típica en lugar de tal o tal otro personaje episódico 173.
¿Quién es entonces la Madre “mística” del Cristo y de sus hermanos (Apoc. 12, 17)? Éstos son todos aquellos que “observan los mandamientos de Dios, los que han guardando los testimonios de Jesús” (ibid). Pero ¿acaso no había dicho Jesús en los días de su curso terrestre quiénes eran sus hermanos? Y “dando una mirada en torno sobre los que estaban sentados a su alrededor” (Mc. 3, 34) y “extendiendo la mano hacia sus discípulos, dijo: «He aquí a mi madre y mis hermanos. Quienquiera que hace la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, hermana o madre»” (Mt. 12, 49). La Mujer que nos ocupa es entonces esta eterna y divina Sabiduría que “justifica [aquí abajo] a sus hijos” (Mt. 11, 19), siendo la Iglesia su manifestación en el mundo creado (Ef. 3, 9-11).
En el Apocalipsis, así como por lo demás en otros pasajes neotestamentarios, la Iglesia puramente cristiana, después de Pentecostés, es presentada como la Esposa de Cristo. En cambio, aquí se trata de su Madre, que es la “hija de Sión”, el Israel ideal; por tanto no se trata de la Sabiduría exclusivamente celeste, ni de la Sinagoga sola, ni siquiera del Cuerpo místico nacido en Pentecostés, puesto que hay Iglesia, ekklesía {Iglesia}, toda vez que hay klétoi {llamados} “llamados” a esta “Sofía creatural”, como dice Boulgakov, miembros de esta Iglesia cósmica y universal (Ef. 1, 4-12 y 3, 9-11), de la cual la Sinagoga y la Katholiké son sus aspectos históricos y sus manifestaciones “según los tiempos y los momentos que el Padre ha fijado con su propia autoridad” (Hech. 1, 7).
Ahora anudemos todo esto con Miqueas 4, 10: “¡Retuércete y gime, hija de Sión, cual parturienta!, pues ahora... serás liberada, Yawhvé te rescatará del poder de sus enemigos [...] De ti, Belén de Efratá [literalmente, Casa del Pan, Tú que llevas fruto] saldrá Aquel que ha de reinar sobre Israel, cuyos orígenes son desde los tiempos antiguos, desde los días de la eternidad.... Él se mantendrá firme, y apacentará (su grey) con la fortaleza de Yawhvé y con la Majestad del Nombre de Yawhvé, su Dios” (Miq. 4, 10-11; 5, 2-4).
Si bien esta interpretación parece acordar con las indicaciones de Apoc. 12, 1-2, 17, se comprende que San Juan haya prestado los rasgos de su Madre según la carne a esta Madre ideal de Jesús. Aquí la Virgen “encarna” la noción de Sabiduría manifestada por la Iglesia Eterna; como, análogamente en el Salmo 108, 18, aparece el tipo mismo del traidor “revestido [no de justicia, sino] de maldición como de una túnica”, cuyo nombre a la plena luz del día histórico en los Evangelios no puede sino ser Judas. Como Ezequiel y Oseas cuando llaman David al Rey-Mesías por venir.
Ahora bien, la Mujer se retuerce entre las angustias y los violentos esfuerzos del parto. Hemos consagrado un capítulo entero de Cosmos et Gloire a este asunto. A la vez que allí remitimos al lector, contentémonos aquí con indicar que la idea del parto se encuentra, a través de toda la Biblia, asociada a la Iglesia, a sus pruebas y triunfo final. Muy en particular, la Parusía aparece como un parto (Mt. 24, 8; Mc. 13, 8; I Tes. 5, 3; Rom. 8, 22). La misma Muerte alumbra la Resurrección (ése es el sentido de lysas tas odinas {desatado los dolores} en Hechos 2, 24). Pablo sufre dolores de parto por sus convertidos (Gál. 4, 19). El decreto de Elohim en Génesis 3, 16 está en el origen de esta concepción. El propio Jesús compara su Segunda Venida a un nacimiento (Jn. 16, 21). Pero sus sufrimientos anticipan el gozo; Isaías 66, 14 al igual que Lucas 21, 28, quieren que esos dolores sean tenidos como signo seguro de la proximidad de la liberación 174. Justamente este profeta, después de haber celebrado a “este Hijo que nos ha nacido” (Is. 7, 14; 9, 6), ve como Sión, la Mujer del Apocalipsis, “dio a luz a un Hijo varón” (Apoc. 12, 5).
Pero en este Hijo Mayor, toda la raza ha sido, desde ahora, alumbrada; se trata de “una nación nacida de un solo golpe”, “un país nacido en un solo día” (“el resto de su linaje”; Apoc. 12, 17). Se trata de la “nación santa”, del “pueblo que Dios ha adquirido para sí” (I Pe. 2, 9; Apoc. 1, 6; 5, 10). El nacimiento del Cristo entraña ipso facto el de sus miembros, filii in Filio (San Agustín). La Iglesia de Dios, que Bossuet, junto con tantos Padres, ve fundada aquí abajo cuando el llamado de Abraham alumbró al Mesías, luego, a partir de la Ascensión, es perseguida (Apoc. 12, 13-17; Hech. 9, 5).
Y he aquí que entra en escena el Dragón.
5. Et portae inferi non praevalebunt
En griego: la Serpiente (es la del Génesis en el versículo 9). El versículo 4 la muestra de pie: hemos visto que en la Tradición judía se la representaba como los grandes saurios de los períodos geológicos. Su nombre figura doce veces en el Apocalipsis; los Setenta habían traducido el hebreo tannin de Job 30, 29 y el livyathan de Job 41, 9 como drákon {dragón}. Toda “explicación” de sus características mediante alusiones al Imperio Romano (las Siete Cabezas = las Siete Colinas de Roma, los Siete Emperadores a partir de Augusto, etc.; los Diez Cuernos = los Reinos aliados de la Urbe, los Estados bárbaros después de la Caída de Roma, etc.), resultan completamente inverificables 175.
Si hacemos alusión a la angeología judía, a los siete tenientes de Schammaël, a las diez contraparte a la “siniestra” de los Sefirot, no podríamos “probar” nuestros asertos (por no hablar de la hiedra de las siete cabezas que aparecen en todas las mitologías antiguas: la de Lerna, por ejemplo; cf. La Eneida, 2: 206-208). En Job, el monstruo sube desde el mar; aquí opera en “las esferas celestes”. Varios comentadores lo pintan de rojo, a causa del fuego y la sangre que derrama; es lo que podríamos llamar una exégesis litúrgica al revés: el rojo es de los Mártires y del Espíritu Santo, pero en esoterismo el rojo es el color del mundo “astral”, esto es, de estas formas “sutiles”, de estas pulsiones psíquicas inferiores, asimiladas en las tradiciones iniciáticas a las grandes corrientes del “magnetismo universal”. El taoísmo ve en el Dragón al propio Verbo; su “subida” en los trigramas simboliza el influjo del Verbo en el cosmos, en los “tres mundos”. Y su color es el rojo. Habiendo dicho esto, no afirmamos nada: aquí dejamos una simple alusión, un hint 176.
El Salmo 73, 14 afirma que Yawhvé “aplastó las cabezas del Dragón”. Isaías sabe que Dios, “con su gran espada fuerte” golpeará a “la Serpiente tortuosa”, a este Rahab, a este Orgulloso (Is. 27, 1; 51, 9). Daniel ve a la Bestia, que el Apocalipsis nos presenta como el principal instrumento del Dragón, “hacerle la guerra a los Santos” (Apoc. 7, 7, 21). Con su Cuerno este chivo ataca “los ejércitos celestiales”, y hace “caer una tercera parte” de esta milicia, “de las estrellas”. En Apoc. 12, 4, el Animal “barre” con su cola a las jerarquías angélicas: se lleva una tercera parte. Luego se alza, como lo había anunciado Dios en el Génesis, contra “la simiente de la Mujer”. Porque ella “alumbró un Hijo del varón” (en neutro), que “debe gobernar a todas las naciones [paganas: éthne {paganos, naciones}] con un cetro de hierro”. El Cristo mismo Se identifica con este Niño, pero agrega que a sus hermanos, al resto de la simiente, les dará “poder sobre las naciones, para gobernarlas con un cetro de hierro” (Apoc. 2, 27). Porque “las naciones [paganas: éthne {paganos, naciones}] se agitan en su furor” contra el Rey-Mesías (Salmo 2, 1, 9); pero “Él los quebrará con su cetro de hierro” (Apoc. 11, 18). Así como Miguel y las legiones angélicas deberán combatir –en Getsemaní, la hora no había llegado para aceptar su concurso–, el Cristo, por el solo hecho de su presencia, triunfa personalmente sobre Satán por su Ascensión y su Asiento a la derecha de la Majestad divina. Pero una vez más “el resto de la simiente de la Mujer” es convocado a “vencer, a triunfar, a sentarse con [el Mesías], con el Padre sobre su trono” (Apoc. 3, 21).
El Cuerpo Místico está permanentemente en juego: aquí, la Iglesia militante; más lejos, la triunfante. La esposa comienza por sufrir, pero, más “terrible que los batallones”, termina por ganar la partida (Cant. 5, 6; 6, 4; cf. Hech. 9, 4).
En efecto, a partir de la Ascensión (Apoc. 12, 6), ni bien el Primer-Nacido de la Iglesia, ni bien la Cabeza del Cuerpo se Sienta a la Derecha del Padre, la Mujer que hemos visto en el Cielo, y de la cual en ningún lado se indica que haya bajado a la tierra –por lo menos explícitamente– “huye al desierto”, se escapa de este “Egipto” espiritual (ibid. 11, 8), que en toda la literatura primitiva del cristianismo aparece como la “tierra de la servidumbre” de Satán. Sin duda, después de la guerra judío-romana, la comunidad cristiana de Jerusalén escapó hacia Pella; pero ¿vale la pena incluir tal gacetilla en un esquema de acontecimientos de semejante envergadura y alcance soteriológico universal? Durante 1260 días –el clásico “breve tiempo” de los escritos apocalípticos– la Iglesia encuentra un refugio, un albergue provisorio, providencialmente preparado, “en el desierto”.
Se sabe que aquí no pretendemos afirmar nada como si pontificáramos, pero si se identifica completamente a la Iglesia total, judeo-cristiana e “hija de Sión”, con esta Mujer, “su sitio”, en el que Dios permite que sobreviva penitencialmente mientras su Hijo reina en los cielos –y sostenemos que esta huida fuera de Egipto fue históricamente prefigurada por la de Elías–, se convierte este capítulo 12 en el equivalente “mítico”, convertido en fábula, de Romanos 11. El punto de vista no es el mismo, pero se trata de la misma concepción salvífica. Para Pablo, la promesa de Yawhvé a Israel se realiza de una manera doble: 1) el “resto”, la “reserva según la elección de la gracia”, la minoría convertida al Mesías inmediatamente, comparte el cumplimiento de estas promesas con los paganos cristianizados: la Madre se identifica con el Hijo, y desde entonces “reina en los cielos en Jesucristo”; ella “se encuentra invisiblemente, escondida con el Cristo en Dios; pero cuando la Parusía del Cristo, [ella] también se manifestará en la gloria” (Ef. 2, 6; Col. 3, 1-4); 2) ahora, también está la gran mayoría de Israel. Sin duda, “al fin todo Israel se salvará” (Rom. 11, 26); la Iglesia judeo-cristiana será reconstituida en la plenitud rota desde la Encarnación; los Apóstoles y los Patriarcas que ve Juan, en la eternidad, praecogniti al igual que el Cordero, con el que todos juntos forman el gobierno cósmico, verán a las Doce Tribus de la Antigua Alianza fusionarse con las Doce de la Nueva (Apoc. 7, 4-8; 14, 4-5). La Ekklesia eterna saldrá de su retiro, la Madre quedará plenamente identificada con su Hijo, el “resto de la simiente” con el Primer-Nacido, la “hija de Sión” será Madre, Esposa y Progenitura a la vez.
A diferencia de Pablo, Juan no los distingue formalmente, pero su manera de expresarse apunta a la vez a Israel en el desierto y al puñado que reina inmediatamente. Dios conserva la vida de la Mujer, a la vez que mediante el misterio de esta vida quasi-nacional el pueblo judío puede resguardarse milagrosamente, a través del más infernal de los Egiptos, gracias al hecho de que Yawhvé no dejó nunca de desplegar en torno suyo este Desierto, y por la existencia de los Judíos convertidos –su número importa poco– sólo conocidos de Dios, como perpetuadores de la antigua Iglesia, toda vez que desde hace diecinueve siglos, como pueblo y comunidad distinta, se han confundido con la masa de sus correligionarios de origen pagano. En Apoc. 11, 2-3, los “1260 días” significan, para la Iglesia de Israel, el tiempo de su humillación; “el altar” viviente, Jesucristo, y “todos aquellos que adoran en torno a este altar” no serán tocados: es el “resto” de Romanos 11. Mas todo el “atrio exterior de este Templo”, “abandonado a los Paganos”, todo el Israel que renegó de Cristo, será “hollado” durante todo el tiempo de este rechazo temporal. Es obvio que, a lo largo de todo el Apocalipsis, el Diablo no cesa de empujar a los Gentiles para que embistan y acometan a estas dos mitades de la Iglesia: la judía y la cristiana, al mismo tiempo que suelta a los renegados de Israel –pues hay aquellos que no reconocen al Mesías por un “enceguecimiento” providencialmente dispuesto (Rom. 11, 7-11) y aquellos que pecan contra el Espíritu de la luz y de la verdad–, así como Satán, digo yo, arroja a los Judíos apóstatas contra sus hermanos, hijos como ellos de la misma Mujer, pero bautizados.
6. Guerra en el cielo
Después de la Ascensión, a partir del momento en que la “hija de Sión” se escondió en el desierto y ni bien fue arrebatada a la mirada de los hombres la verdadera y completa identidad de la Iglesia ex Judaeis et Gentibus, se desencadena esta “guerra celeste” de la que Pablo ha hablado en Efesios 6, 11-17. Por tanto, este último pasaje es puramente judío y no debe su vocabulario sino a la Mithrasliturgie en la que Diteterich ve el alfa y la omega de este texto paulino.
Este conflicto en los cielos no alude a la Caída de los Ángeles descripta en el capítulo 8 y recordada en el versículo 4 del capítulo 12. Ocurre después de la Encarnación, incluso después de la Ascensión. Así como sobre la tierra el Diablo se arriesgó solo en su asalto al Cristo, ahora se lanza a la cabeza de sus tropas. Pero toda vez que la humillación de Getsemaní ya no tiene sentido (Mt. 26, 53), Miguel, patrono especial y ángel guardián de la Iglesia judía –y por lo demás encargado del Juicio–, conduce hacia la batalla a las jerarquías que han permanecido fieles a Dios. Miguel (¿Quién como Dios?), el “Gran Príncipe”, se mantiene a la derecha del Trono divino constituido por los Cuatro Vivientes (Dan. 10, 13, 21; 13, 1; Chaghigah, 12 B). Según el Targum del Pseudo-Jonatán sobre Éxodo 24, 1, es el Príncipe de la Sabiduría; y comentando el Salmo 136, 7-8, la misma obra lo llama Príncipe de Jerusalén, representante y prácticamente doble celeste de Israel (igual noción en Daniel; Israel tiene su equivalente en los Ángeles de las Siete Iglesias, al principio del Apocalipsis). Según Zebhachim, 62 B, Miguel ofrece las oblaciones litúrgicas sobre el altar celestial (“corderos de fuego”, esto es, las almas de los justos). Es él quien, con Rafael y Gabriel visitó al Patriarca Abraham en la llanura de Mambré (Gén. 18, 1), quien salvó a los tres jóvenes del horno (Dan. 3, 49-50), quien condujo a Lot fuera de Sodoma (Gén. 19, 15), quien se apareció a Moisés en la zarza ardiente (Éx. 3, 2). Así lo creía Israel... Para nosotros, los Cristianos, está en el cielo, y al igual que el Bautista sobre la tierra, es “el Amigo del Esposo” (Jn. 3, 29).
Por lo demás, el Cristo le confía la tarea de rechazar el asalto de las hordas satánicas. En realidad, esta guerra celeste “dobla” otros temibles combates terrestres. Aquí se trata de una victoria del Mesías, aunque apropiada por su pueblo. Lo que ocurre aquí abajo refleja “fenoménicamente” las realidades del mundo invisible. Los Santos sufren y atestiguan que toda su fuerza, todo el valor de su martirio (de sangre o no) procede del sacrificio que hizo Jesús de su preciosa vida. Es así como han vencido al mundo, a los Paganos y Judíos renegados, traidores al Mesías. Pero se anuncia un conflicto más grave aún. Vencidos, el Diablo y su séquito pierden definitivamente su hábitat celeste (Judas, 6; Apoc. 12, 8). Helo ahora “precipitado, el Gran Dragón, la Serpiente Antigua, aquel que es llamado el Diablo y Satán, el seductor de toda la tierra, ¡arrojado a la tierra y con él fueron arrojados sus ángeles!” (Apoc. 12, 9)... Es aquí, junto con Sabiduría 2, 24, el único pasaje de la Biblia que identifica al Diablo con el seductor de Eva. En Lucas 10, 18, Jesús, ante el éxito del apostolado de los suyos, ve proféticamente a Satán caer del cielo como un rayo; ahora es cosa cumplida. “El juicio de este mundo [mundo malo, precisará Pablo] ha comenzado desde ahora”, agrega el Salvador. E insiste: “Ahora mi alma se estremece de gozo”. Esta “crisis” que se anuda entonces, debe desembocar en la derrota del Demonio. Así es como el Cristo pasa del presente al futuro: “Es desde ahora que el Príncipe de este mundo será arrojado fuera” (Jn. 12, 31).
Expulsado del cielo antes de la Caída de Adán (Apoc. 8, 10-11; II Pe. 2, 4; Judas, VI), Satán puede aún presentarse delante de Yawhvé cada vez que resulta convocado (Job, 1, 6-7; I Reyes, 22, 21; Zac. 3, 1). Ahora viene a aprovecharse de esta tolerancia –que en su orgullo atribuye a su propio poder– por última vez, arrastrando en esta titánica escalada a los suyos con la vana esperanza de suplantar al Cristo por la fuerza e instalarse sobre el trono del Verbo, después de haber vanamente intentado, aquí abajo, eliminarlo por la astucia.
Resulta notable, para quien conozca a fondo la mayor parte de las tradiciones iniciáticas –porque es de saber que el esoterismo pervierte rápidamente los más puros vestigios de la Revelación primordial–, que el Gran Arcano no consiste sino en la sustitución del Cristo, como Verbo y Mediador universal, por este personaje que tantas doctrinas ocultistas –aquellas que se alimentan de la Agartha por ejemplo, el taoísmo, las desviaciones cabalistas, cierta Gnosis y, en nuestros días un Martínez de Paqually, un Elifas Leví, un Estanislao de Guaita, un Albert Kile, un “Matgioï” (Albert de Pouvourville) y tantos más– nos presentan como la Luz Astral, el Gran Agente mágico universal, la Serpiente del magnetismo cósmico, etc... Tal el último secreto de la Iniciación falsificada, de la “Palabra [no sólo] perdida”, como repiten por psitacismo los francmasones, sino parodiada.
De ahora en más, incapaz de presentarse delante de Dios para “acusar [literalmente: difamar] a sus hermanos” –a los otros espíritus creados, incluido el hombre (Apoc. 12, 10)–, ni de combatir contra el Cristo en persona, puede aún, porque Dios se lo permite, calmar su furia sobre la tierra, volcándola sobre los hombres, bien que “por muy poco tiempo” (ibid. 12, 12). Por lo demás, ni Dios ni el Diablo están a unos pocos siglos de distancia: tanto el Salmo 89 como San Pedro, nos recuerdan que Yawhvé no mide la duración con nuestra vara. Cuando se acerque el fin de su reino, Satán se jugará desesperadamente el todo por el todo, quemando sus naves, cuando ataque al propio Salvador. Y para él será el desastre definitivo (ibid. 20, 7-10). Con todo, así como innumerables “crisis” secundarias prefiguran y realizan gradualmente el Juicio Final –al igual que, hablando en química, una saturación prepara la cristalización–, así, a partir de la misión de los Setenta (Lc. 10, 18), el testimonio de la Iglesia incoadamente expulsa al Diablo (Jn. 12, 31). Para la Iglesia aún no ha llegado la victoria última: la agonía del Diablo provoca espantosos sobresaltos y repetidos episodios de odio, de furor y de fuerza. Pero, a través de los siglos, la guerra sostenida por la Esposa (Mt. 16, 19), esta Pasión que sufre aquí abajo, militante, es la sombra, el reflejo en el mundo físico, de la batalla librada por Miguel y sus ángeles en el cielo. En seguida volveremos sobre este asunto. Pero por ahora, la “voz fuerte” proclama: “¡Oh qué desgracia para la tierra y para el mar!”. Ocurre que, derrotado en los cielos, el Enemigo intenta una maniobra de diversión, incluso una revancha, aquí abajo. Expulsado de las esferas superiores, el poder del Demonio se nos acerca peligrosamente (Jn. 15, 22 y 9, 39, textos que valen también para toda la duración terrestre de la Iglesia). El pecado sería invencible si la Encarnación no le hubiese arrancado su mortífero veneno (I Cor. 15, 55). Claro que, al mismo tiempo, quien lo acoja a pesar de la salud adquirida en la Cruz a tan grande precio, peca con una gravedad mucho más temible (Heb. 6, 4-8; I Pe. 1, 17-19). En los apocalipsis judíos, la “tierra” y el “mar” simbolizan habitualmente a Israel y la Gentilidad (Apoc. 10, 2); entre ellos la Iglesia recluta a los suyos. Durante este “poco tiempo” que fluye entre la Ascensión y la Parusía, “Satán los reclama para zarandearlos como se hace con el trigo”; pero el Salvador, semper vivens ad interpellandum pro nobis, “no cesa de rogar a fin de que su fe no desfallezca” (Lc. 22, 31-32; Heb. 7, 25). Aplastado en las esferas espirituales, el Diablo ahora busca, con la loca astucia de un espíritu desviado, provocar la persecución sobre la tierra (Ef. 6, 12). Es un signo excelente: más extirpa la Iglesia el pecado, más debe esperar persecución. ¡La única Iglesia que no se persigue es una Iglesia muerta!
“Precipitado sobre la tierra, el Dragón persiguió a la Mujer que había alumbrado al hijo”. Desde Tito y Adriano, el antisemitismo forma parte de esta táctica. El antisemitismo exhibe su condición diabólica sobre todo cuando ataca a los Judíos convertidos, y muy en particular cuando estos hermanos de Jesús –también según la carne– no reniegan de la gloria primera de sus orígenes. Pero el fanatismo talmúdico que tantas veces ha provocado el antisemitismo, abreva también en esta ofensiva demoníaca. Una singular bajeza hecha de resentimiento y de odio ha inspirado a lo largo de los siglos a toda una literatura y toda una actitud de vida hacia “el hijo de Miriam, la Peluquera prostituida” y los minnim, los “apóstatas” afiliados a estos textos (porque es de saber que no es el Cristiano el goi, sino el Pagano del Imperio Romano). Si la maldición contra los minnim (Justino, Adv. Tryph. 96; Jerónimo, In Esaiam, 5:8) ya no se fulmina públicamente, en los “ortodoxos” aún forma parte, a título estrictamente individual, del Smone Esre, conjunto de... bendiciones cotidianas: “¡Que los apóstatas no tengan parte en la Vida!”.
“Las dos alas de la Gran Aguila le fueron dadas a la Mujer para volar al desierto” (Apoc. 12, 14). En el simbolismo del Antiguo Testamento, las alas significan las diligentes atenciones que Yawhvé dedica a su amado pueblo: “Os he llevado sobre alas de águila, para traeros hacia Mí”, dice Él a los Judíos (Éx. 19, 4). Y en la bendición de Moisés moribundo: “Como el águila vigila sobre su nido cuando revolotea sobre sus polluelos, extiende sus alas, los toma, y los lleva sobre sus alas, así Yawhvé solo conducía a Israel” (Deut. 32, 11; Salmo 103, 5; Is. 60, 31). Así toda la Iglesia vuela “al desierto”, que aquí no debe entenderse como región geográfica sino como condición de trato. Así como Agar a Beerscheba –que quiere decir: la Fuente de la Saciedad (Gén. 21, 19)–, así como los Judíos en la península sinaítica, la Iglesia es, por la Gracia de la Providencia de Dios, “alimentada”, de suerte que nada le falte. Allí la Serpiente no puede alcanzarla: no se anima a ir hacia esta región de la penitencia, del “ayuno” integral (Mt. 17, 21). De modo que es desde lejos que “arroja de su boca en pos de la mujer agua como un río para que fuese arrastrada por la corriente” (Apoc. 12, 15). Mas la tierra absorbe en su seno a este torrente: las arenas del “desierto”, la austeridad de la penitencia, la radical desnudez del alma humillada, la reducción de la Iglesia a la impotencia y a la sequedad de la arena desértica, todo eso, celebrado, querido, aceptado, ratificado por un sincero amor de Dios al que se sirve primero, absorbe, engulle, neutraliza aquel chorro de veneno (Mc. 16, 18), la persecución seductora, el ignoble torrente destinado a hacernos perder pie, a hacer patinar y tropezar a la Mujer.
Entonces, en su furia, el Dragón, decepcionado por no haber podido hacerse con la Mujer, “se va a hacerle la guerra al resto de sus hijos”, a esta “simiente” que debe aplastarle la cabeza (Gén. 3, 15, Salmo 109, 7). ¿Quiénes son estos hermanos del Varón primogénito? Aquellos que “observan la Ley de Dios y guardan los mandatos de Jesús (y por tanto los hijos de la Doble Alianza: la de Sinaí y la del Sermón de la Montaña). Esta vez, abandonando a la “hija de Sión”, el Demonio se las agarra con el “nuevo Israel de Dios”. Según Sulpicio Severo, citando a Tácito, Tito resolvió destruir el Templo de Jerusalén “para asegurarse la abolición completa de la religión de los Judíos y de los Cristianos”. A la inversa, indudablemente Juliano el Apóstata favoreció a los primeros en detrimento de los segundos. De creerle a ciertos Padres, así será la táctica del Anticristo 177, bien que fracasará completamente cuando los Judíos, a los cuales les devolverá pleno imperio sobre Tierra Santa como recompensa de su infidelidad, se convertirán al Cristo después del martirio y resurrección de “los dos profetas”. No es necesario aclarar que mencionamos esta interpretación sin pronunciarnos sobre el particular.
7. Golpe de vista sobre la Guerra descripta
Este capítulo 12, que podríamos decir se encuentra recapitulado en su versículo 9, merece dos observaciones: 1) problemas tales como las relaciones entre el tiempo y la eternidad, del fenómeno y de la realidad, del universal y del particular, los Judíos ya los conocían e incluso comprendían su sentido o lo intuían, mas nunca intentaban resolverlos, sobre todo, discursivamente. Lo impersonal de la abstracción los horrorizaba 178. De aquí procede aquella noción de lo que, como dirían los modernos, no existe más que como proyecto en los consejos divinos, en cambio para los Judíos poseía, desde el vamos, una preexistencia concreta y objetiva, bien que sui generis. Por tanto, existe un ultramundo en el que los seres y los acontecimientos sublunares, esas sombras, encuentran su auténtica substancia; uno se topa con esta concepción en la Epístola a los Hebreos y en el Apocalipsis.
Así también es la noción de San Pablo, que reencontramos en los franciscanos 179, del Cristo preexistente, como tal. Pero Enoch desde ya ve al Mesías como el Hombre Celeste, viviendo junto a Dios antes de bajar a la tierra. Comentando Éxodo 25, 40 y I Crónicas 28, 11-12, la Epístola a los Hebreos (8, 1-5) recurre a esta ejemplaridad que fue la delicia de los Alejandrinos. Y así como los modernos hablarán de un ideal de Iglesia, insubstancial como una categoría kantiana, “universal” in re, sin presencia, sin existencia concreta si no es en la Iglesia terrestre, a la que sin embargo contribuye a modelar como una “forma”, como una “ley” inmanente, para realizar aquí abajo los designios de Dios, los Judíos en cambio hablan de la “Jerusalén que se encuentra (efectivamente) en lo Alto” y que desciende sobre la tierra.
Por un curioso y divertido quid pro quo, los Hebreos eran platonizantes sin saberlo (las “Ideas”), y los modernos en cambio adhieren a las “formas substanciales” de la escolástica y del Estagirita 180. A la luz de esta distinción, se comprenderá cómo las comunidades cristianas, a las que Juan dirige su Apocalipsis, comprendieron, more judaico, la “guerra en los cielos”.
Y 2), para los judíos el conflicto terrestre entre el Bien y el Mal se conformaba con esta actitud espiritual que acabamos de describir, la proyección de la sombra de un conflicto celeste de escala cósmica y aun hipercósmica sobre el plano de las creaturas sensibles. Entre los dos, correspondencia.
Ejemplo: la victoria de Israel sobre Moab es el triunfo de Yawhvé y, por tanto, la sustitución del verdadero Sabat en lugar del falso 181. Más tarde, los dioses hostiles a Israel dejan su lugar a los Ángeles (Dan. 10, 13, 20).
Si el lector “moderno” aquí tenía que poner mala cara ante estas “concepciones prelógicas y primitivas”, revelémosle que, si esas nociones han sobrevivido con tanta tenacidad a lo largo de los siglos y, lo que es más, han sido profundizadas a pesar de tantos siglos de “cultura”, es porque estas concepciones expresan para todos los hombres, de todas las razas y de todas las épocas, verdades profundas que ningún otro vocabulario mental, y muy en particular el del concepto abstracto y el discurso lógico, es capaz de transmitir tan poderosamente, con tanta fuerza evocativa, con semejante don de comunicación, de simbiosis, de conocimiento “connatural” (que es por lo demás, la razón de las parábolas) 182.
Toda vez que el universo forma un gigantesco Todo orgánico, al punto que San Pueblo puede calificarlo no solamente como de “creación” ktisis {la creación} sino también como ktisma {creatura}, de “creatura” en cierta forma única 183, la Encarnación y la Redención implican la existencia de lazos y repercusiones cósmicas (Rom. 8, 19-22 para las creaturas inferiores al hombre; Col. 1, 16-20 para aquellas momentáneamente por encima de él). Así es que en nuestro conflicto con el Mal, en realidad nuestra victoria no es más que la de Cristo, explicitada, extendida como mancha de aceite (Jn. 16, 33). La Cruz que cargamos con Él, sobre la cual, como dice el Apóstol, estamos “co-crucificados” con Él, y por la cual triunfamos, nos constituye en vencedores del Mal en su forma más universal, más profundo que lo que hallamos aquí abajo: resistimos a la jerarquías invisibles, a las potestades espirituales de la perversidad (Ef. 6, 12; Col. 2, 15). Creer en la existencia y en la acción de Satán equivale a creer que antes de ser humano, individual, fortuito y episódico, el Mal es planetario, cósmico, como una atmósfera universal en la que, no el cuerpo, físicamente, sino el ser mismo de todas las creaturas, ontológicamente, padece una desviación, una desorientación, análoga a la que padecerían nuestros organismos en un hábitat planetario que no fue hecho para ellos (I Jn. 5, 19). Creer en Satán es estar convencido que todo el Mal se reduce, en última instancia, a una Voluntad pervertida. Del mismo modo, quienquiera que niegue la existencia y la acción del Demonio pierde mucho espiritual y moralmente, sin ganar nada intelectualmente –sino atiborrarse con fórmulas sabiondas y, actualmente, con galimatías freudianizantes.
Pero si bien tenemos el derecho de ver en Satán al enemigo personal del Verbo Encarnado que nos difama ante Dios, aquel que nos ensucia y nos acusa al pie del Trono celeste, es únicamente porque hemos aceptado haber encarnado, de un modo accidental, a esta Voluntad pervertida (el Infierno no es más que la conversión de esta “encarnación” accidental en una encarnación quasi-esencial; cf. Mt. 25, 41). Mas téngase en cuenta que de ningún modo podemos afirmar, à la mazdeana, que el Diablo es el enemigo de Dios 184. Es que tal lenguaje no sería cristiano, sino dualista; exaltaría con grosera exaltación el rol y la eficacia de Satán en el orden universal. El verdadero antagonista de este personaje es San Miguel, como lo indica la oración a decir después de la Misa. Si en el mundo invisible las fuerzas tenebrosas se encuentran desplegadas en orden de batalla (Ef. 6, 12), par contre, por nuestra parte contamos con los ejércitos de la Luz –aunque nuestros ojos estén cerrados– y “aquellos que están con nosotros son considerablemente más numerosos que los que están con ellos” (II Rey. 6, 14-17).
8. ¿Qué puede ser una Guerra de Ángeles?
En efecto, ¿qué debe entenderse, concretamente, con esto de una guerra “en el cielo” considerada en sí misma, sin atender a sus repercusiones entre los hombres?
¿Qué quiere Satán? ¿Sustituirse al Ser absoluto, necesario? ¡No está loco! Está airado con el Hombre deificado, cuyo asiento a la derecha del Padre ultraja sus “derechos” de supremo Arcángel y Metatrón. Por tanto, el imperio de Cristo es lo que codicia. El Salvador ingresado en la gloria rige los universos como Dios y como Nuevo y definitivo Adán. Se trata de sustituirlo por el “orden” satánico, de donde el egoísmo, el egocentrismo, la anomía {iniquidad}, que dice Pablo. Es el “caos” que dice Soloviev en la tercera parte de su Rusia y la Iglesia Universal. Satán odia menos a Dios que lo que se ama a sí mismo. Incluso aceptaría honrar a Dios si se hiciera “justicia” con “él”, si el Dios vivo pudiese quedar reducido al papel impersonal de una Fuerza cósmica, al rol de semental de la remonta ontológica. Si Dios no fuera más que “fuente de vida”, nisus ciego (Renán). Si de hecho el panteísmo pudiera sustituir al teísmo. Entonces aceptaría a Dios, siempre y cuando Dios aceptara su escala de valores. Para el diablo, Dios no es el Padre, sino el “supremo axioma” del Sr. Taine, el ser en sentido unívoco que se puede parasitariamente vampirizar. Ya no sería el “in Ipsum vivimus et movemur et sumus”, sino in hoc. “El divino” que toma conciencia y recibe luz gracias a nosotros... Das Göttliche, y no ho Theos.
Y entonces Satán será su Hijo muy amado, sentándose a su derecha. Ya no padece la tara de la naturaleza carnal, el espesamiento material, semi-animal, del hombre, pues él es el más espiritual de los seres. El objetivo de esta “guerra en el cielo” –que se trata sencillamente en una guerra entre seres celestes, un conflicto que sucede en otro plano, en otro nivel, que ocurre en el andarivel ontológico supra-humano, llamado “celeste”, entre espíritus, sin el menor pasaje a través de la creaturas materiales intermedias– consiste en arrebatarle al Cristo, en tanto que es, no Dios, sino Adán deificado, el imperio universal que Yawhvé le confió en el umbral del Génesis (en la persona del primer Adán); se trata de que el mismo Cristo lo “presente” al Padre cuando el fin de los tiempos, al modo de un general que, después de una batalla, comanda la plaza en la que presenta sus tropas ante el Soberano. En cuanto Hombre, el Cristo –y allí el escándalo que desencadenó la rebelión del Diablo y el hecho de que los suyos (dice San Pablo) 185 quedaron perplejos, dudaron y dieron largas con su elección– es el soberano del “cielo”, del mundo angélico y de la “tierra”, de la naturaleza física, humana y sub-humana. Por tanto, para un ejército de espíritus, la “guerra en el cielo” consiste en subyugar al ejército enemigo y arrebatarle su papel de intendentes (según Gálatas y Hebreos) para alzarse en propietarios. Se encontrará en Vacant y Mangenot una larga lista de actividades angélicas: respecto del hombre, respecto de la naturaleza física, etc... Todo eso, animado por la caridad teologal (Salmo 68), bendice y glorifica al Señor, Le adora y Le sirve, está orientado hacia Él. Se trata de anexar todo eso para sí, para su propia gloria. Y el hombre, el “inferior a los Elohim”, será devuelto a su lugar, en la Persona del Crucificado, ese Fracasado, ¡ese advenedizo por la gracia de una decisión tan odiosa cuan arbitraria! (Satán es un mandarín resentido)... Así para el objetivo de esta confrontación entre “seres celestes”. Queda el cómo. Pues, ¿quién no asistió alguna vez a la confrontación entre dos voluntades llevada a cabo sin gestos, sin violencia exterior, a veces ni siquiera con miradas desafiantes, sin tirantez visible o perceptible? ¿Quién hará retroceder primero al otro? ¿Quién bajará primero los ojos? Se miran en silencio... o tal vez ni siquiera se miran. ¿Y quién no conoce esas viejas inquinas maceradas en una pura pasividad, mudas, a veces en un claustro, en la Trapa (conozco un caso por lo menos)? Se odian sin motivo, poderosamente, sintiendo una fría embriaguez, un vértigo perfectamente deliberado y consentido. Se odian, no con esos mezquinos sentimientos, con esas superficiales emociones que son como la película de nuestra psiquis, sino con todo su ser, recónditamente, ontológicamente, desde su nacimiento, ¡ab origine mundi!... No se intercambian palabras, no se libran a actividad hostil alguna; están odiosos, no por sus actos, sin que están en estado de odio perpetuo: en lo invisible, por razón de las corrientes de fuerza psíquica que desencadenan, semejante odio es mucho más temible, pasivo, motor inmóvil, que la más común bronca afiebrada, que por lo general se gasta 186. Que se relea, de Edgar Alan Poe, El Mal Absoluto, también intitulado El hombre de las muchedumbres. ¡Ya verán ustedes!
En un grado más “espiritual”, no supra-normal sino supra-humano, están todas las fuerzas, todos los maleficios de la magia. En el s. XIX, una Corte de Apelaciones normanda hubo de abocarse a un terrible asunto de “maleficios” y hechizos: el caso del “brujo de Cideville”, en el que un cura de pueblo fue la víctima, sucedido bajo el ojo de las autoridades municipales. La metapsíquica más científica conoce centenares de casos, de batallas libradas en el espacio, entre “ondas” psíquicas. ¿Quién no se acuerda del padre Boullan (el “Doctor Johannès” de Là-Bas), de Stanislas de Guaïta, de Papus (Gerardo Encausse), y sobre todo, lo que constató una Alexandra David-Néel, después de Huc, en la India, en China, en Indochina, y muy particularmente en el Tibet? Las enfermedades, las desgracias, las muertes mismas, causadas por medios metapsíquicos, son una realidad. E incluso en los mismos laboratorios materialistas, después de Féré, Charcot, Maxwell (médico y procurador general en Bordeaux hace cuarenta años, cuyas experiencias han obligado a admitir la existencia de la magia), después de las observaciones de Osty, de Geley, de Harry Price, se sabe que hay, en el alma humana, fuerzas capaces –cuando despiertan de su letargo– no sólo de actuar, incluso a distancia, sobre la materia (véanse las recientes e incontrovertibles experiencias de momificación efectuadas por el Dr. Leprince y otros, tejidos vivientes cuya pudrición se evita durante años), sino también sobre los espíritus. Nuestros padres han conocido experiencias análogas de sencilla brujería rural. Pero este hechizo también existe en el plano mental y moral. La Psychical Research Society de Londres –que ha contado entre sus miembros a notables sabios de reputación mundial como Crookes, Myers y Podmore– tiene documentados en sus actas centenares de Proceedings en los que se detallan casos de procesos verbales de parálisis, ya psíquica, ya intelectual, impuestos mediante maleficios a distancia. Hace cosa de cincuenta años atrás, Jules Bois contó acerca de los épicos combates entre París y Lyon, cuando grupos de ocultistas de una y otra ciudad se enviaban “descargas psíquicas”. La cosa es común en ciertas sociedades secretas taoístas (en otros tiempo Albert de Pouvourville –“Matgioï”– lo admitió); he conocido por intermedio del Sr. André Savoret (en “druidismo” Ab Gwalwys), el caso de dos víctimas de la Agarta, fulminados a distancia después de haber sido advertidos.
Nos podemos entonces representar ahora el inaudito despliegue de fuerza espiritual (al lado del cual los rayos de las llamas solares son juego de niños: y los “rosacruces” quieren que las protuberancias y las manchas solares manifiestan psíquicamente las “explicaciones” de entidades espirituales cuyo hábitat sería el sol), podemos, digo, comenzar a entrever qué puede haber sido “la guerra de los celestes”. Una formidable tensión de las voluntades, hasta el desencadenamiento de un “estallido”; un bombardeo de idea sugeridas (complejos de debilidad, egocentrismo e inferioridad) con un poder incomparablemente más destructivo que el más temible de los hipnotizadores de las lamasarías tibetanas; la insinuación del temor, de la duda, de la reivindicación del carácter contra-natura de lo sobrenatural... Y recordemos que estas intuiciones se ven facilitadas por el contacto directo de las esencias y la naturaleza misma del conocimiento angélico.
En fin, siguiendo al Aquinate, y en ello discípulo del Pseudo-Dionisio Areopagita, el conocimiento de las jerarquías inferiores implica participación en el ser de las superiores. Sin el velo de la materia, del concepto, del fantasma, la sugestión angélica es mucho más insinuante, más lábil, más saturante que la nuestra (análogo de las moléculas de agua). La respuestas de las jerarquías fieles se resume en el Quis ut Deus, en el despliegue de pensamientos positivos, de amor y de adoración. Para Miguel y los suyos, “combatir” ha consistido en cantar la gloria de Yawhvé. Su misma contemplación, su ontológico júbilo, su marea de gratitud –Salmo 148 y el Cántico de los jóvenes en el Horno– ¡he aquí su combate! A medida en que, en vano, los demonios se gastan –porque no tienen nada de infinito– y derrochan su sustancia espiritual, su vitalidad psíquica, intentando minar la moral de sus adversarios, el Hosana in excelsis “en el cielo” gana en amplitud y entusiasmo. Al final le sucede a los espíritus malignos aquello que los aviadores dan en llamar “pérdida de velocidad”. E, inmediatamente, su caída “al suelo”.
9. La irremediable derrota
Como lo hemos visto al comienzo de este estudio, el Apocalipsis sólo nos interesa en la medida en que se lo menciona a Satán ocupando un lugar en la escena. Es la razón por la que ahora pasamos sin solución de continuidad al capítulo 20, donde se lo ve actuar directamente, mientras que en el 12 intervenía por procuración. Dejamos al Diablo, al final del capítulo 12, “detenido”, como en estado contemplativo, “sobre las arenas del mar”. Al igual que en las divinidades hindúes cuyo sueño, éxtasis, en “trance” contemplativo, engendran sus emanaciones inmediatamente, Satán, fijando su mirada sobre el “mar” de la Gentilidad, hace surgir a la Bestia. Habría mucho que decir de la Contra-Trinidad del Dragón, la Bestia y el Falso Profeta, pero no nos alcanza el espacio 187.
En Apocalipsis 9, 1, Miguel, el Domador de la Fiera, le permite abrir “los pozos del abismo”,; de donde la intentona de invadir el cielo. Dado lo cual, Miguel lo precipita sobre la tierra (Apoc. 12). Ahora Miguel encadena al Diablo y, durante “mil años” 188 “lo arroja al abismo, que cerró, y sobre el cual puso sello para que no sedujese más a las naciones (paganas) hasta que se hubiesen cumplido los mil años” (Apoc. 20, 2-3).
¿Por qué no para siempre? ¿Por qué “estos tiempos y estos momentos” de los cuales el Cristo nos ha dicho que el Padre se reserva el secreto? ¿Por qué permitir estas vejaciones del pueblo amado? He aquí todo el problema de la Historia, mas ahora considerada en su dimensión espiritual y sobrenatural. ¿Por qué permite Dios el mal? No podemos sino reenviar al lector al Libro de Job, y muy en particular al discurso de Eliú, confirmado por Yawhvé hablando en el seno del huracán (Job, por lo demás, ha comprendido: 33, 16-30). No sólo se trata de que cada acontecimiento “tiene su tiempo” predestinado; sino, sobre todo, que en un esquema creador y glorificador, allí donde la creatura inteligente es llamada a “colaborar con Dios”, como dice el Apóstol, con miras a su deificación 189, nuestra participación en la obra divina, consagrada al fieri, Dios no tiene más remedio que dosificar su victoria y, porque se aviene a tomar en serio nuestra alianza 190, no puede sino vencer a Satán gradualmente.
Varios Padres, y en primer lugar San Agustín, ven que los “mil años” comienzan cuando, por su muerte sobre la Cruz, el Cristo inaugura la derrota del Demonio. Los “mil años” designarían “místicamente” el eón que fluye desde el Calvario hasta el Anticristo. Pero, contrariamente a esta interpretación, todo el Apocalipsis nos muestra a Satán incesantemente combatiendo al Cristo, ya sea personalmente, ya sea en la persona de los miembros de su Cuerpo Místico, en el tiempo que va desde la Primera hasta la Segunda Venida. La experiencia cristiana nos hace ver que el Diablo no está atado, que no es incapaz de atacar a la Iglesia, por más que su poder está restringido: no puede arrebatarle la vida (Mt. 16, 18; Apoc. 12, 13-17).
Quizá fuera útil buscar aquí el secreto de II Tes. 2, 6-8, texto sobre el cual, después de Lactancio y Tertuliano, tantos exégetas se afanaron, para hallar las soluciones más increíbles. Mientras que generalmente los mismos hombres que ven en el Imperio Romano la potencia terrestre de la cual se sirve el Diablo para combatir al Cristo (interpretación preterista), a la vez sostienen que el mismo Imperio es “aquello que retiene la manifestación del misterio de iniquidad” (II Tes. 2, 6-7) 191.
Satán sigue siendo entonces aquel “león rugiente que busca devorarnos”, que siempre está al acecho y al que siempre debemos temer (I Pe. 5, 8). En fin, el capítulo 20 del Apocalipsis sigue cronológicamente al 19, en el que Juan describe la Parusía que no sucede inmediatamente antes del Juicio Final, sino que es seguido de un período en el que la Historia y la escatología se compenetran; dejamos al magisterio el cuidado de precisar la naturaleza y el tenor de aquel eón, limitándonos a no tener por inexistentes los versículos 2 al 7 del capítulo 20 del Apocalipsis 192.
Por tanto es “después de la Historia” que debe venir el “milenio”; el Diablo no es encadenado antes de la victoria del Cristo sobre el Imperio Mundial Anticristiano, que se opondrá con todas sus fuerzas a su Segunda Venida. Así como la caída del Dragón en Apoc. 12, 10-11 depende de la Iglesia –porque la “guerra en los cielos” y la lucha aquí abajo se reflejan y determinan recíprocamente–, así también el encadenamiento de este personaje en el Abismo está condicionado por el testimonio y el sacrificio de la Iglesia, por vuestra vida, por la mía. Sin duda, se trata de la obra del Señor, pero bienvenida, recibida con confianza, apropiada por su pueblo. Dios mismo, delante de las reacciones libres de los hombres, Se pone a murmurar: tal vez (Lc. 20, 13). Si ocurre la gran apostasía colectiva de II Tes. 2, 2-3 –¡y en los días que corren no parece que estemos tan lejos de ella!–, la gran piedra que sella la entrada del Abismo (inversión de Mt. 28, 2) rodará, la jeta de la sombra se abrirá y Satán reaparecerá sobre la tierra para seducir a las naciones repaganizadas. Será su último ataque contra el Cristo y su Reino 193.
En Apocalipsis 12, 9, lucha contra las milicias celestes, es vencido, precipitado sobre la tierra. Es allí donde conduce la guerra contra los servidores de Dios, los hermanos de Jesús; pero luego lo arrojan a los Pozos, lo encarcelan durante mil años, luego de que los Estados paganos –lo son hoy, más que nunca– se sublevan, inspirados por él (ibid. 20, 2-3). Pero su inquina de Metatrón, de Entronizado-destronado, contra el Hombre usurpador de “su” herencia gracias a la “puñalada trapera” de la unión hipostática –esa jugarreta ilegal; porque él, Satán, ¡respeta las reglas de juego!–, esa rabia y ese resentimiento no se encuentran sino atizados. Dios le permite entonces una última fase de esta guerra que se ha convertido en él como en una segunda naturaleza (Apoc. 20, 7): su inevitable derrota manifestará con mucha mayor luz el poder y la gloria de este Dios “misericordioso y compasivo, lento a la cólera, rico en bondad y longanimidad, que conserva la misericordia hasta mil generaciones, que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado” (Éx. 34, 7).
Liberado del Abismo (cf. II Pe. 2, 4; Judas, 6), Satán seduce a todos los pueblos repaganizados éthne {paganos, naciones}): “Su número es como las arenas del mar”, esta “arena” que sacude con su pies, que alimenta su desmedida ambición, sobre la cual de cuclillas dibuja sus innobles volutas mientras que “fija” al mar para hacer surgir de allí a su “hijo muy amado”: la Bestia (Apoc. 20, 7; 12, 18). Incluso durante el Reino de los Mil años, mientras se realiza, bajo la égida de una Iglesia por fin reunificada y de un Papado apostólico como cuando los primeros tiempos después de Pentecostés (el “Papa angélico” de los primitivos franciscanos”, la última gran evangelización de toda la tierra (Mt. 24, 14), aun entonces, los hombres, porque son hombres, quedarán expuestos a las sugestiones del Maligno. Una vez vencido el tiempo de la tregua, estalla la obra maldita y se manifiesta a cielo abierto (II Tes. 2, 8; Apoc. 20, 7). Ya no se trata de persecución sino de seducción, de este humanismo en el que tanto de los nuestros caen por estar “a la moda”. Al igual que en el tercer capítulo del Génesis, el Diablo se presentará como el Iluminador de la inteligencias, el Bienhechor de los cuerpos, el Confirmador que vigoriza en nosotros las fuentes de la vida, hasta la conquista de la aseidad (¡como si eso se pudiera conquistar! cf. Gén. 3, 5-6; II Cor. 2, 14).
Soloviev describió proféticamente, en sus Tres Diálogos, la evolución satánica del humanismo moderno, a la vez humanitario, colmado de “cósmica compasión” à la budista, tolerante con igual y orgullosa indiferencia al naturalismo materialista y cierto seudo-cristianismo derrotista y tan “de su tiempo”, por tanto sin la Cruz, para favorecer un sincretismo en el que la interpretación “iniciática” de la única verdadera Religión neutraliza su “veneno”: la “ponzoña del Magnificat” y del Sermón de la Montaña. Así es que Satán empuja a los pueblos a la rebelión contra los jefes de la “teocracia libre” (Soloviev), ya que el Apocalipsis no habla más de reyes después de su derrota ante la Bestia y el Falso Profeta (Apoc. 19, 19-21). El Cristo reina sobre la tierra mediante ese delegado del Mesías, del cual Ezequiel profetizó la venida: el Nabí. Atacar a ese “príncipe” equivale a habérselas con el mismísimo Verbo Encarnado.
“Gog y Magog... cercan el campo de los Santos y la Ciudad bienamada” (Apoc. 20, 7-8). En Ezequiel, Gog es el nombre dinástico o personal del rey que reina sobre Magog, el imperio del que forman parte, como sus principales pueblos, los de Rosch, Meschech y Tubal. Poco importa la identidad de estos últimos, en quienes algunos comentadores han querido encontrar a los Rusos y los Moscovitas (?!)... Aquí se trata, ya no de un soberano invasor de la Palestina y de su país, sino del “mundo” entero, encuadrado bajo el estandarte de Satán y resuelto a destruir a Israel, pero finalmente al Israel todo, por fin completo, reconciliado: según la carne y según el espíritu.
Según la Tradición judía, extendida ya en los tiempos de Nuestro Señor, inmediatamente antes de su Segunda (y victoriosa) Venida, el Mesías comienza por padecer un período de oscurecimiento, de humillación, causado por la revuelta universal. Los “días del Mesías” (Alma deate diMeschicha) que deben inaugurar su “Reino” (Malkutá di Meschicha), en realidad se abren con estos “sufrimientos” (Cheble schel Maschiach), que anteceden, insistamos, a su Segunda Venida. De donde el estupor indignado de los Judíos y el asombro de los Apóstoles, cuando el Cristo, después de haber reivindicado la dignidad mesiánica, no hizo suceder a su oscuridad primera la guerra y el triunfo (esto está en el origen de la pregunta de sus discípulos y de la respuesta del Salvador; cf. Mt. 24, 3-29). Estos “dolores” que se traducen en guerras, tienen valor de parición (de donde su duración simbólica de nueve meses: ¡siempre la misma idea!)...
Habiendo puesto estos combates fin al tiempo presente (Olam hazzeh), el período de transición designado como “los días del Mesías” o “el Reinado del Mesías”, lleno de “guerras” o “dolores puerperales del Mesías”, dejan lugar a “la edad futura” o la “dispensación por venir” (Athid labo), que equivale al “milenio” del Apocalipsis.
En cuanto expira este saeculum futurum, Gog y Magog se alzan contra la teocracia mesiánica; toda la iniquidad del mundo se concentra ahora y corre libremente. Jerusalén sitiada debe padecer tres asaltos, rechazados otras tantas veces: la última es la vencida, para la entera destrucción del adversario. La Ciudad Santa es reconstruida, elevándose hasta el trono de Yawhvé; todos los sacrificios son abolidos, salvo las acciones de gracias; ya no hay distinción entre alimentos puros e impuros porque se le devuelve su primitiva perfección a todo el universo. Así comienza, no ya “la edad futura” (Athid labo), que por el contrario termina, sino “el mundo por venir” (Olam habba), que es la manifestación del Reino definitivo de Dios (San Pablo diría: todo en todos).
Pero antes, como hemos visto, el universo sublevado debe seguir a Gog y Magog hasta una última batalla de siete años (esta guerra, que clausura la edad mesiánica, no debe confundirse con los “dolores puerperales del Mesías”, que la inauguran). Luego el Juicio, después de la Resurrección final. Un asunto curioso es que el Mesías modifica su actitud: luego de los primeros “sufrimientos”, causados por los pecados de Israel, acepta y toma voluntariamente sobre Sí los peores padecimientos, incluso la muerte, a fin de que su pueblo (pasado, presente, futuro) sea salvo; de suerte que su obra, hecha enteramente de paciencia y de sumisión a la voluntad de Yawhvé, reconcilia a Dios con los Judíos, y Satán es arrojado al infierno 194. Por el contrario, esta vez el Mesías “destruye a Satán con el soplo de su boca”. Así, en II Tes. 2, 8, para “el Impío”, quem Dominus Jesus interficiet spiritu oris sui... 195
Satán, que ha comenzado por combatir al Cristo sobre la tierra por las tentaciones de la astucia en el Desierto, luego intentó vencerLo en los cielos por la fuerza, y después se vio obligado a replegarse a una guerra conducida aquí abajo contra “el resto de los hijos de la Mujer”, acomete por última vez al Cristo, Dios y Hombre, pero esta vez mediante la violencia. Dios devora al Diablo y a los suyos mediante el fuego celeste (Apoc. 20, 9; Ez. 28, 18: producam ignem de medio tui, qui comedat te). Todas las potestades hostiles a Dios son aniquiladas; nunca más la Contra-Trinidad molestará a la Iglesia. “El Diablo, el Seductor, fue arrojado al estanco de azufre y fuego... para ser atormentado allí, día y noche, por los siglos de los siglos” (Apoc. 20, 10). El Maligno, por quien todo el mundo ha entrado al mundo, después de haber llegado al paroxismo de su hostilidad al Cristo y a su Reino, se hunde, por su derrota, en el más profundo de los castigos; helo aquí arrojado a la Gehena preparada para él y para cualquiera que, instado por él, odia a sus hermanos (Mt. 5, 22; 25, 41). La teología rabínica contemporánea a Jesús quiere que el Diablo espíe ledoré doroth, “de eón en eón” (nuestro per saecula saeculorum); pero en el Apocalipsis (20, 10), el castigo comporta “días” y “noches”, expresión que sugiere una persistencia cíclica que, sin que se la pueda comparar a una intemporalidad pura y simple, a la eternidad de Dios, ya no es asimilable al tiempo, sino que se trata del aevum, duración subjetiva, creatural y relativa.
Acerca de la vida infernal, tendríamos muchas cosas para decir todavía, como aquellos dos curiosos textos proféticos (Is. 14, 12-15; Ez. 28, 12-19), cuyos misterios, merced a cierta inteligencia de diversas doctrinas esotéricas, podrían aclararse algún tanto (por ejemplo acerca de las “piedras preciosas” en Ezequiel). Pero aquí no hay lugar para ello.
Resta contemplar una última cuestión; pero antes que eso, recordemos que al estudiar a Satán al margen de la Tradición judeo-cristiana, hemos expuesto los diversos aspectos de esta última, sin por eso hacernos cargo de todos los elementos que la componen. Así es que ahora resumiremos ciertas consideraciones que tienen su importancia en ciertos momentos del pasado cristiano, sin homologarlos enteramente, así como tampoco en lo que se refiere a la corporeidad de los Ángeles. Simplemente, que la probidad intelectual hacia la historia de las ideas cristianas exige que completemos su exposición.
10. ¿El fin de Satán?
Bajo ese título Víctor Hugo hizo origenismo sin saberlo. Pero citemos antes que nada algunos textos escriturísticos... San Pedro, tratando de “la salud que fue objeto de investigaciones y meditaciones de los profetas”, evoca el secreto de los “sufrimientos reservados al Cristo y de la gloria que sobrevendrá”. Tales son “las realidades anunciadas” por los predicadores del Evangelio. “Cosas que los mismos Ángeles desean penetrar” (I Pe. 1, 12). Este Apóstol utiliza el verbo parakýpsai {mirar}, así como lo hace Santiago referido a la contemplación, maravillado ante lo inesperado de la Ley perfecta (Sant. 1, 25: parakýpsas {mira}); pero el mismo verbo sirve para expresar el estupor de la mirada extraviada de Pedro y María Magdalena cuando contemplan la tumba vacía de Jesucristo (Lc. 24, 12; Jn. 20, 5, 11). Los Setenta recurren al mismo verbo en Eclesiástico 14, 24 para poner en evidencia la naturaleza ávida y escudriñadora de una mirada. En Éxodo 25, 20, la misma idea se encuentra representada por los Querubines vueltos hacia el misterio del Propiciatorio, figura del Redentor. En Daniel, el misterio de los últimos tiempos, de la lucha suprema y de la salud final, lleva a los Ángeles a interrogarse los unos a los otros (Dan. 8, 13; 12, 5-7). Y nos enteramos por San Pablo que, si bien Dios desde toda la eternidad ha escondido el misterio de la Redención a las más altas jerarquías espirituales, ahora los Ángeles pueden instruirse contemplando a la Iglesia que por fin lo manifiesta (Ef. 3, 10). La Sabiduría divina, que quiere llevar todas las cosas a su perfección, excede cualquier perspectiva creada; con todo, los Ángeles pueden de algún contemplarla en la Iglesia, como localizada, concentrada, “enfocada” bajo la lente, y allí encontrar una llave que les permite presentir la naturaleza y el plan divino sobre toda la creación. Porque hay que saber que Dios quiere operar la reconciliación del mundo entero (kósmon {del universo}), ya que de Él provienen “todas las cosas” (panta {todas las cosas}) (II Cor. 5, 18-19). “Cuando llegue la dispensación de la plenitud de los tiempos, todas las cosas serán recapituladas en Jesucristo, tanto las celestes, como las terrestres” (Ef. 1, 10). En Romanos 8, 19-22 se trata de la creación entera que gime, esperando la salud, “el restablecimiento de todas las cosas” (Hech. 3, 21). Pues bien, ¿qué nos han revelado la Biblia y la Iglesia?
Esto: en el Ultimo Día, el Mal, actualmente mezclado con el Bien como la cizaña con el trigo, será total y definitivamente separado, y por tanto, desde ese momento, estará incapacitado de hacer daño –no por la violencia, sino por medios morales– y se verá constreñido, si no de reconocer y admitir la luz victoriosa, por lo menos de padecer la debilidad y la locura que le son inherentes. He aquí entonces al Mal sometido al Bien y obligado a constatarlo. Por tanto –así lo imaginaba Orígenes hace dieciocho siglos– algunas de estas Potestades celestes que observaban ávidamente el drama de la vida humana y de allí deducían una lección (Ef. 3, 10), podían dudar al principio y preguntarse quién triunfaría, siendo que ahora no pueden más que verlo e inclinarse. Si la lealtad de otros hacia Dios ha podido “vacilar” un poco, al punto que incluso hayan podido considerar con “comprensión” la rebelión de Satán, he aquí venido el momento para ellas de retractarse honorablemente y, mediante el Cristo, “por la Sangre de su Cruz”, al igual que las creaturas terrestres, ser al fin “reconciliadas con Dios” (Col. 1, 20). Al ver la salvación de los Santos, la consumación de esta obra llevada a buen término, a pesar de todo, por el adorable Amor, desaparece hasta el último vestigio de duda y vacilación: todos los ángeles que aún no han tomado partido definitivamente contra Dios se prosternan delante del Trono para dar un “Amén” definitivo (Apoc. 7, 12). No hay más problemas: el Mal pudo agotar todas las ocasiones, todas las oportunidades que le ha dado generosamente (“locamente” dirían los incrédulos de I Cor. 1, 23-25) el Dios de longanimidad y las han desperdiciado, estropeado, neciamente jugado; en última instancia, eso ha recaído sobre ellos, como un boomerang que vuelve sobre los que, habiendo escupido su desafío al amor y a la santidad, se vendieron al Maligno.
He aquí lo que debería alcanzar para nuestro conocimiento. ¿Hay todavía una suite? El Espíritu Santo no ha juzgado útil revelárnoslo. Ni la Escritura ni la Tradición tienen nada que decirnos sobre el particular. Pero entonces, ¿qué será, propiamente hablando, este “fin, cuando el Cristo devolverá este Reino a Dios, su Padre, después de haber reducido a nada todo Principado, toda Potestad, toda Fuerza”, sometiendo incluso a la Muerte, el último Enemigo, al que aplasta con sus pies? Entonces “todas las cosas Le estarán sujetas”, por la voluntad del Padre, cuya omnipotencia “Le habrá sometido todas las cosas”. Y “cuando todo Le estará sometido [el párrafo cuenta no menos de diez todos en cinco versículos: ¿no parece deliberado?] entonces el Hijo le rendirá homenaje a Aquel que Le habrá sujetado todas las cosas, a fin de que Dios sea todo en todos” (I Cor. 15, 24-28; los dos últimos todos están en neutro, lo que generaliza aún más su sentido). La Parusía, la Resurrección, el Juicio, en fin, he allí, para la Iglesia actualmente militante, quién se perfila en el horizonte, quién la configura. Más allá se adivinan los vagos contornos del Cielo y del Infierno.
¿Podría suceder, como lo quería Orígenes, que en un futuro absolutamente desconocido el Mal cesará de ser como un ilote borracho exhibido para la lección que se desprende del salario que él mismo se buscó? ¿Podría ser que perdiera toda clase de existencia concreta y objetiva? Si así fuera, el cómo se nos escaparía totalmente. La didascalia de Alejandría decía que aniquilar a creaturas resueltamente enganchadas al Mal no sería un triunfo del Bien, sino una admisión de derrota. Según Orígenes, aquí resumido: curar, persuadir, convertir a Satán y sus secuaces –pues no sería lógico disociarlos– y por tanto reconducir al Mal a una existencia puramente abstracta, hipotética y “nocional”, de donde el Diablo lo había sacado, es la única manera de que dispone el hombre para representarse la abolición del Mal. Semejante conversión ¿supera el poder del Dios-Amor? ¿Acaso no actúa tanto suaviter cuanto fortiter? Ello no implicaría necesariamente la admisión de los ex-reprobados a una Beatitud de la cual la Parábola de las Diez Vírgenes exige que se llegue a tiempo (Mt. 25, 10). Tampoco tenemos por qué discutir aquí el sentido del adjetivo aiónion {eterno} en el Discurso del Salvador sobre los Últimos Fines.
Mas he aquí lo que resuelve todo: la enseñanza positiva de la Iglesia, tanto el peso de su silencio cuanto las palabras, aun implícitas y pasivas de su “magisterio ordinario”. Para las necesidades actuales de nuestras almas, alcanza con saber con certeza que se hará justicia y que el drama de la Historia desembocará en un indudable desenlac. En otras palabras, que la guerra del Bien y del Mal, inaugurada por Satán, no terminará con un resultado indeciso, con una “paz armada”, que la victoria del Bien no será una victoria “a lo Pirro”, y que el Mal no saldrá de allí sin irremediable daño. El desastre del Demonio será perfecto, radical, abismal, irreparable, no dejará nada que desear, ni el menor despojo quedará en manos del Enemigo (Lc. 11, 21-22). Dios habrá triunfado de una manera digna de Dios; sus hijos, salvados y deificados, verán toda la extensión de su victoria y se regocijarán: Exsurgat Deus, et dissipentur inimici ejus, et fugiant quie oderunt eum a Facie ejus!... Sicut deficit fumus, deficiant; sicut fluit cera a facie ignis, sic pereant peccatores a Facie Dei! Et justi epelentur; et exsultent in conspectu Dei; et dilectentur in laetitia!
1-4 de enero, 1-3 y 5-7 de septiembre, 1947
Albert Frank-Duquesne
P.S.: Aquí no podemos más que indicarle al lector las claridades que suministran, para la interpretación de Apocalipsis 12, 1-2, las perspectivas que abren Efesios 1, 3-10 y 3, 5-11. También insistimos en subrayar cuán valiosas nos han sido, para “solidificar” la sección consagrada a la teología rabínica, las confirmaciones aportadas por las obras, ya clásicas, de Abrahams, Bonsirven, Delitzsch, Edrsheim, Friedlaender, Lagrange, Moore, Oesterley, Strack y Billerbeck, Volz en fin. También hemos aprovechado las indicaciones de la Cambridge Bible, la Jewish Encycolpaedia, el Westminster Commentary y el New Commentary. Nuestras interpretaciones escriturísticas, en nueve casos sobre diez, coinciden sustancialmente con una y otra de esas colecciones tan rigurosamente científicas.
Excursus I
El otro “cuerpo místico”
En lo que se refiere al contra-Cuerpo místico, he aquí lo que decíamos en Cosmos et Gloire, Paris, Vrin, 1947 196. Más que nada llamábamos la atención sobre Romanos 5, 14:
“Así como Cristo permanece en el cristiano redimido, en el Hombre nuevo, así también en el degenerado habita el protoplasta, el Adán primero. Cada uno de nosotros lleva en sí a uno u otro, el terrestre o el celeste. Y así como la gracia nos hace presentes en el corazón al Hombre de lo alto y nos incorpora a Él, de igual manera la Caída nos convirtió en habitáculos del Hombre de lo bajo, a punto tal que todos nosotros juntos no conformábamos sino un solo Hombre-Viejo de la perdición, un anti-Cuerpo místico, un cuerpo de pecado, de muerte, de humillación. He aquí por qué San Pablo, topándose con nuestra propensión al pecado –que Edgar Allan Poe en su cuento William Wilson pintó magistralmente, al modo “existencial”, con fuerza sugestiva inigualada–, llega incluso a personificar este Drang 197 denominándolo “cuerpo de pecado... de nuestra humillación [literalmente, de la humillación única nuestra]... de [nuestra ignominia colectiva, en singular, con el posesivo en plural]... de esta muerte” particular, objeto del contexto, de esta muerte a la vida sobrenatural, con lo creado y lo increado, lo divino y lo humano cabalgando simultáneamente en el hombre (Rom. 6, 6; 7, 24; 8, 23; Fil. 3, 21).
San Pablo ve en esta propensión al pecado, que en nosotros convierte la práctica del mal en cosa más fácil y (por más que no querríamos conceder semejante cosa) más agradable que la realización del bien –de tal modo que la vía del pecado para nosotros se constituye en una pendiente enjabonada, en tanto que la de las virtudes se nos aparece como abruptas subidas–; en esta atracción del mal, digo, el Apóstol ve una verdadera Entidad tentadora instalada en nosotros, o más bien la manifestación (síntoma y signo) de esta auténtica presencia; pues es de saberse que siempre hay alguien que atrae: Dios en el Cristo, desde lo alto de la Cruz que alcanza hasta el cielo; o el Otro en el Hombre Viejo, que incita desde el fondo de lo que el Apocalipsis llama altitudines Satanae. Sobre el particular, San Pablo tiene un texto asombroso, extraordinario: “El pecado, tomando ocasión del mandamiento, produjo en mí toda suerte de codicias” (Rom. 8, 8). Aquí, tome nota el lector, el pecado no se sigue de la tentación, la “codicia” como la llama el Apóstol; no se trata del fruto de una concupiscencia victoriosa, del resultado de la codicia aceptada… sino que, en una inversión única en todo el pensamiento paulino, inversión altamente significativa de toda la psicopatología neotestamentaria, aquí es el Pecado el que suscita la tentación –¡la ribera dándole ser a la fuente!–; el Pecado, pues, que provoca la tentación como si fuera simultáneamente la atmósfera favorable, el factor determinante, el árbitro de la escena, de algún modo preexiste como una causa formal, eficiente y final. Está claro que el texto no puede aplicarse a nuestros actos transitorios, ni siquiera finalmente aplicarse a nuestro estado permanente de pecado, a nuestro contra-estado de gracia, que es, dice el Apóstol, una servidumbre, un estado de pasividad, toda vez que, precisamente, “el Pecado” es una potestad masculina, viril, activísima, desbordante de iniciativas, acaparadora de nuestro actuar, de las virtualidades de nuestra acción espiritual, un parásito dominante que “succiona”, “infla” a su víctima, obligándola a arriesgarse para un provecho ajeno (actividad pasiva, contra-acción, acción negativa, marcado del signo menos, puesto que, en el hombre caído, procede de su pasividad). Nuestro estado permanente de pecado constituye algo así como la huella del Navío infernal...
“Si se llevara al extremo un paralelo indudablemente incoado, sugerido, por San Pablo, uno opondría este cuerpo que nos comunica el pecado –así como el organismo físico transmite su diátesis patógena a cada uno de sus miembros–, este cuerpo del que todos participamos, en terminos paulinos, del “pecado”, de la “muerte, de la “humillación”, en el que recibimos la vida manchada, corrompida, del Hombre Viejo, del primer Adán; uno opondría, digo, a aquel cuerpo este otro Cuerpo que nos dispensa en lugar del pecado la justicia, en lugar de la muerte la vida, en lugar de la humillación la gloria, y en el seno del cual participamos del Hombre nuevo, del segundo Adán. Iglesia y contra-Iglesia, Hombre celeste y Hombre terrestre, uno y otro de los Arquetipos de hombres llevando la “Imagen” de Uno y del otro... Así como en el hombre redimido, regenerado, el Cristo presente es una prenda, una “esperanza de gloria” (Col. 1, 27), así “por” un solo hombre –per o diá {a través}– “a través” de él, por tanto en él, soy constituido en pecador y destinado a la Muerte (Rom. 5, 12). Y este hombre, este Adán, “era la figura, el símbolo de Aquel que debía venir” (Rom. 5, 14). Se trata de una pasaje capital para nuestra tesis. El primer Adán, fons et origo, lo es en el sentido de que de Él procede toda una humanidad que viene a la vida en el pecado. El segundo Adán, es Él también, fons et origo, en el sentido de que de Él procede toda una humanidad que nace a la vida en la justicia. Uno es el jefe, el germen, y con todo, desde ya, el tipo perfecto de la vieja creación natural; el Otro, el jefe (San Pablo), el germen (Zacarías), es, con todo, desde ya, el tipo perfecto de la nueva creación espiritual (San Pablo y San Juan). El capítulo quince de la Primera a los Corintios, al igual que el Apocalipsis (sobre todo 2, 7 y 22, 2), ponen de manifiesto este paralelo con mucho vigor. ¿Por qué la semejanza-desemejanza, la similitud invertida, se detendría precisamente en el umbral de la noción de un Anti-Cuerpo místico?
Concluyamos con el Apóstol: “En Adán todos mueren; y del mismo modo en Cristo todos serán vivificados” (I Cor. 15, 22; cf. Rom. 5, 12-18). Si existe un Cuerpo místico del Segundo Adán, “espíritu vivificante” que da su vida por todos los hombres, sus amigos (I Cor. 15, 45; Jn. 15, 13), la lógica de las posiciones paulinas no puede sino desembocar en la hipótesis de otro Cuerpo “místico” –en el sentido de: metaempírico, que requiere una fe en lo invisible manifestado por lo visible– y es el del otro Adán, “recibiendo la vida” y agarrado como el ladrón a su botín (Fil. 2, 6)... Sólo que si el Cristo ha podido hacer manar la fuente de la Gracia, es en virtud de la unión hipostática, y porque el Verbo, esto es, Dios, el mismísimo Perfecto, “ha querido hacerse (como una creatura, en Juan 1) partícipe de nuestra humanidad para que nosotros (como el Logos en Juan 1) a nuestra vez nos hagamos partícipes de su divinidad” (Ordinario de la misa). Pero si la humanidad de Jesús debe su justicia a su divinidad, porque la Persona misma de Cristo, siendo divina, no tiene, sino que es, su propia divinidad, Adán, creado en la justicia, ¿cómo ha podido contraer esta sífilis espiritual que ha transmitido a todos los hombres? Por un contacto, y por un contacto que alcanza y mancha las fuentes más íntimas de la vida (espiritual). Por tanto hay un transmisor primero de la polución ontológica. Desempeña (entiéndase bien, mutatis muntandis, que aquí se establece toda la distancia que separa lo finito de lo infinito), respecto del protoplasta, el papel que asumió el Verbo respecto de la santa humanidad: la sujeción de Adán haciéndose siervo de Satán es caricatura de la unión hipostática en virtud de la cual la naturaleza humana de Cristo halla en sí mismo cómo “aprender la obediencia” perfecta (Heb. 5, 8). El Verbo es el Arquetipo eterno del Hombre deificable y deificado; la deificación, operada por el Espíritu Santo, cuenta con un punto de inserción que para nosotros está en Jesús. En un mundo que se precipita hacia el caos, la “justicia”, la “naturaleza divina”, en la medida en que la creatura inteligente y responsable participa de ella, comienza por el Cristo y en el Cristo; tiene por modelo, arquetipo, al Verbo, en quien la idea del Bien se encuentra objetivada, concretada, viviente y personalizada. El Pecado, el Mal moral, la Depravación espiritual, ha comenzado su carrera por Adán y en Adán. A falta de un Arquetipo divino, ¡se le concibe! el Pecado, en cuanto a su existencia concreta, su presencia objetiva, manifestada en una “forma” –toda “forma” no tiene por qué ser material–, su modelo, y en el sentido más riguroso del término, su Protagonista, en quien el Mal se encuentra invididualizado, viviente y personal. Al querer igualarse al Verbo, el Diablo, a falta de mejores recursos, no ha logrado más que convertirse en una caricatura deformada, la simiesca pseudo-efigie del Logos. A la Palabra de Dios no ha podido sino oponerle más que la Mentira, detrás de la cual no hay nada. Por tanto, Tertuliano tenía razón: “El diablo es el mono de Dios”. Lo es hasta lo más profundo de su íntimo ser, de la constitución que se ha dado, de su ontología adquirida, de la segunda naturaleza de la que está tan orgulloso por ser él sólo su único creador, como un empleado fraudulento que funda una firma rival con la plata que ha robado de la caja de su patrón.
Excursus II
Una mistificación: el “Jehová negro”
El R. P. Bruno de Jesús María ha querido indicarnos que tal vez valga la pena detenernos sobre una tesis “nueva” que está de moda, a propósito del pretendido dualismo Dios-Satán. Según los defensores de esta doctrina “reciente”, Yawhvé habría sido concebido antes que nada, de manera “primitiva” (¿?), como una especie de cuco, a veces buenazo, a veces feroz. A medida que iba progresando y se iba purificando la religión de Israel, “se” habría comprendido la incongruencia de esta ambivalencia y se habría creado a este personaje que llamamos Satán para verter en este cubo de basura toda la escoria que tenía Dios. Me siento muy inclinado a enojarme con los inventores de esta “reciente” teoría –si no fuera que es más vieja que la escarapela. Grant Allen ya la presentó en su Evolution of the Idea of God; Davidson la insinúa bastante vigorosamente en su Book of Job; Simcox lo hace, más sumariamente, en The Revelation of St. John the Divine, donde por otra parte, en su primer Excursus se ocupa –a propósito de Apocalipsis 1, 20–de los “Ángeles de los Siete Iglesias”, los Ángeles elementales, etc.
Pero hay más: esta doctrina “nueva” de la que hablamos más arriba, no hace más que renovar la tesis que algunos cabalistas excéntricos han expuesto a propósito de Satán, “sombra de Dios”. Con la firma de “Elifás Leví”, el ex-cura Constant ha puesto de moda esta idea en varias de sus obras: Dogme et rituel de la Haute Magie, Histoire de la Magie, Le Tarot égyptien, etc... En realidad se trata de la concepción, cara a tantos ocultistas (con excepción del hebraizante A. O. Waite, que la combate con potente erudición en The Secret Doctrine of Israel), del “Jehová negro” y del “Jehová blanco”, frecuentemente fundada sobre una interpretación “geométrica” de Isaías 45, 5-7. Se lo desdobla a Yawhvé para hacerlo desempeñar el papel de Shiva, el creador y destructor, que hace el mal porque es superior al bien, porque la moral –elipsis con dos fogones– es metafísicamente inferior, para los que sostienen esta tesis, a la esfera de lo absoluto, a la dimensión de lo incondicionado, en donde el Dios de Cankara posee, no digo ni siquiera su ser, sino su “no-dualidad”, su adwaita, “más allá del bien y del mal” 198.
En el Sefer Yetsirah o Libro de la Creación –que nosotros citamos según la edición de David Castelli, y cuya señalada antigüedad (pre-cristiana) ha sido demostrada por Paul Vulliaud en su precioso Kabbale juive– se lee, en el pereq IV, mischná I, lo siguiente: “Siete letras duales [sin duda se trata de los Siete Espíritus en presencia del Trono, uno de los cuales originalmente era Satán, ya hemos visto que cada uno de esos Espíritus tiene su “contrario lógico”], adaptadas a dos lenguas [=ideas correlativas]... para la formación [=creación] de opuestos complementarios: vida y muerte, paz y mal, sabiduría y locura, etc.”. Y en el pereq 6, mischná 2: “El Dragón está en el mundo como un Rey [celeste] en su trono [cf. I Jn. 5, 19]... En todo lo que se desarrolla, Dios ha creado al uno contra el otro: el bien contra el mal; el bien procediendo del bien, y el mal del mal; el bien poniendo a prueba al mal, y el mal al bien; el bien subsistiendo para los buenos, y el mal para los malos”. Se corresponde con este curioso texto lo que dice el Eclesiástico 33, 13-15: “Como el barro está en manos del alfarero para hacer y disponer de él, y pende de su arbitrio el emplearle en lo que quiera [cf. Rom. 9, 21], así el hombre está en manos del Hacedor, el cual le dará el destino según su juicio. Contra el mal está el bien, y contra la muerte la vida; así también contra el hombre justo el pecador; y de este modo has de contemplar todas las obras del Altísimo; las veréis apareadas, y la una opuesta a la otra”. Así, “pareadas son todas las cosas, y una opuesta a otra, y nada ha hecho Él que fuera a la ruina” (ibid. 42, 25). ¿Hará falta citar aquí los innumerables textos a lo largo de todo el Antiguo Testamento en los que se reafirma la perfecta santidad de Dios, el cual ni siquiera quiere bajar su mirada sobre el mal (Hab. 1, 13), y que sin embargo lo permite, precisamente para que “nada vaya a su ruina”? (Si así fuere, el lector hará bien en reportarse, por orden, a Job 2, 3; 1, 11; I Cor. 10, 13; Job 38, 2; 60, 2; Salmo 51, 15; Job 33, 16-20; Heb. 12, 7; Job 37, 21; 13, 15; 42, 5; Heb. 4, 15; 5, 8-9; Fil. 2, 7-11; Job 42, 12.)
Pues bien, resulta perfectamente imposible encontrar en los midraschim y targumín un solo texto de los pasajes satanológicos del Antiguo Testamento del que pudiera inferirse algo así como un “Jehová doble” (“negro” y “blanco”). Contra la noción de Satán como individuo distinto de Dios se alega el hecho de que su nombre no indicaría más que una función (el Adversario). Equivale a ignorar que todos los nombres en hebreo de Ángeles designan su correspondiente misión. Según la más antigua tradición judía, muy anterior a la era cristiana, la carencia de designaciones funcionales desembocaría en confusiones, anarquía y rivalidad (Abhot de Rabbí Natán, 8). De aquí que el nombre califica su ser y es significativo de la misión que tienen que realizar, misión esencial que suministra su razón de ser: es que no tienen ser sino en la medida en que han de realizar tal o cual voluntad de Dios, precisa y determinada, ya que cada uno de ellos es tal o cual verdad particular hipostasiada. Cada vez que Dios formula una voluntad, un Ángel surge al ser; una vez cumplida esta voluntad el ángel desaparece en el “río de fuego” o Nahar-de-Nur (“materia prima” angélica) de donde salió. Por tanto, cada día “nacen” y “mueren” Ángeles (Chaghigah, 14 A; Bereschît Rabba, 78).
Así debe interpretarse Lamentaciones 3, 23. Cada palabra o pithgama que sale de la boca de Yawhvé se convierte en un Ángel o Mensajero (unidad perfecta de la Palabra y la Acción). Una vez realizado el “mensaje”, la “misión” cumplida, el Ángel ya no tiene razón de ser y se reabsorbe en el “río de fuego”. No tienen más permanencia que los “espíritus”: Ofanim, Kerubin, Serafin, etc... Mas todos tienen nombre compuesto: EL (que es el nombre del Altísimo como principio de todo poder) + la designación de la misión instantáneamente llevada a cabo por el Ángel (Schemoth Rabba, 29). Por tanto el nombre de cada Ángel depende de su función: si ésta cambia, el Ángel llevará, ipso facto, otro nombre (Bereschît Rabba, 78). Cada Ángel lleva sobre su corazón una tablita con una inscripción que combina el Nombre de Yawhvé y el suyo propio (Yalkuth Schimeoni, vol. II, 797). Esto último nos recordará al Apocalipsis, cuando los elegidos llevan sobre su frente nuevo nombre “que es también el de su Dios” (Apoc. 2, 17; 3, 12). Cuando Dios le cambia el nombre a un Angel, éste se encuentra incapacitado de continuar con sus antiguas funciones (Yalkut Shimeoni, II, 1.001).
¿De dónde entonces puede colegirse que el valor “funcional” de los nombres angélicos permiten considerar a Satán como un “aspecto” hipostasiado de Yawhvé, su “cara negra” como sostiene “Elifás Leví”? Este equívoco era tan extranjero a la tradición judía, que reporta lo siguiente: el día en el que un Rabí apóstata, después de haber visto al “Ángel de la Faz” (Malakh’ Yawhvé o Metatrón) sentado gloriosamente en lo más alto del cielo, solo con Yawhvé, “del otro lado del Velo”, el apóstata proclamó, como un perro cristiano, que “la Potestad suprema es doble” razón, por la que Dios le hizo propinar al Ángel de su propia Faz una formidable tunda administrada por un espíritu de orden inferior para ponerlo en su lugar y destacar su condición subalterna (Chaghigah, 15 A y B). Cuando Manué, el futuro padre de Sansón, interrogó al Ángel que venía de anunciarle a su mujer estéril que engendraría: “¿Cuál es tu nombre?”, el otro respondió: ¿Por qué me interrogas sobre mi nombre? Me llamo Milagro” (Jueces 13, 18). Y la Anunciación es confiada al Ángel Gabriel (virilidad de Dios), aquel que preside sobre la fecundación de todo lo que vive, hasta el punto de hacer madurar las frutas (Debharín Rabba, 5). Ahora bien, por interesantes que sean estas constataciones, ¿de dónde se quiere ver en ellas la justificación de una interpretación de Isaías 45, 7 y de Amós 3, 6 (por no hablar de Génesis 19, 19) según la cual deliberadamente se deja de lado el sentido medicinal de los castigos divinos, atribuyéndole un sentido de pura perversidad, de mal por el mal mismo? Por lo demás, si la idea de Satán debía su existencia a no sé qué “purificación” de la existencia de Dios, deshaciéndose de todo lo que podría implicar la operación del “mal”, habría que concluir que esta catarsis no ha servido para nada, ya que, tanto antes como después de la pretendida “invención” del Diablo, el mismo Yawhvé no deja de ser y de proclamarse, a lo largo de ambos Testamentos, como un Dios que recompensa y castiga, que pone aprueba y criba a los que ama, que poda su Viña –brevemente, como dice San Pablo, siguiendo al Deuteronomio: Dios es “un Fuego devorador (Dt. 4, 24; Heb. 12, 29). ¡Verdaderamente no valía la pena imaginar al Adversario para finalmente llegar a este Padre que, por amor, “abandona” en la Cruz a su Hijo bienamado!
En realidad, en la Biblia Satán aparece constantemente como “el espíritu que siempre niega”, por amor al desorden, a la anomía {iniquidad}, al caos. Si ocurre que sea, como quiere Goethe, “aquel que quiere el mal, pero que realiza el bien”, es porque hay Otro quien, en última instancia, pone al servicio del bien las obras de una voluntad únicamente aplicada al mal. Es lo que afirma explícitamente la Epístola de Santiago, 1, 12-18: “Bienaventurado aquel que es tentado” por el Demonio, ¡lo que le espera es “la corona de vida”!
Excursus III
Espiritualidad de los demonios: relativa o “pura”
Para aventar de entrada toda clase de recriminación, citemos a A. Van Hove, Doctor y Maestro en Teología, Doctor en Filosofía, tomista, Profesor especial de Teología Dogmática del Gran Seminario de Malines, quien, en su obra Tractatus de Deo creante et elevante (Malines, 1944, cap. II, De Angelis, art. 2, De natura Angelorum) dice lo siguiente: “Los Ángeles son substancias únicamente espirituales, esto es, puros espíritus. Esta afirmación de ningún modo es de fe. En efecto, no hay definición de la Iglesia sobre el particular: es cierto que del cuarto Concilio de Letrán se infiere, en efecto, la incorporeidad de los Ángeles, por cuanto allí se estableció un paralelo entre la creatura espiritual y la corporal. Pero no se define directamente. El magisterio ordinario hace análoga inferencia, de suerte que no se puede afirmar que esta incorporeidad ha sido propuesta como de fe. Ahora bien, esto no quiere decir que esta creencia de la pura espiritualidad de los Ángeles no encuentra bastante fundamento en la Escritura, de tal manera que se puede sostener con bastante solvencia. Con todo, la Tradición pone de manifiesto una gran duda sobre este particular: así, esta pura espiritualidad, fundamentada en prejuicios filosóficos y exégesis erróneas, ha sido redondamente negada, y habiendo desaparecido estas razones, todos los teólogos católicos, a partir de los grandes escolásticos, afirman con unanimidad, del modo más firme, la pura espiritualidad de los Ángeles” 199.
En contra de la noción de incorporeidad, Van Hove cita a: Justino, Atenágoras, Irineo, Clemente de Alejandría, Tertuliano, Orígenes, Cipriano, Lactancio, Hilario, Basilio, Ambrosio, Jerónimo y Fulgencio. San Agustín se inclina por una cierta corporeidad angélica. Del mismo modo: Gregorio de Nacianceno, Ruperto de Deutz, San Bernardo, Cayetano y Bañez (¡indudablemente para Van Hove estos últimos no se cuentan entre los “grandes escolásticos!). Pero Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, Buenaventura, Duns Scoto “y otros de la escuela franciscana” (¡nunca considerados como grandes escolásticos!) ven, en los Ángeles, “forma” y “materia”, “elemento determinante” y “elemento determinable”. Los Ángeles no son “simples” sino “compuestos”. Tienen a los Ángeles por espíritus “pero estiman, como filósofos, que la espiritualidad en cuestión no necesariamente excluye alguna forma de corporeidad”. Brevemente, “hoy la concepción de Santo Tomás es la más extendida” (pp.130-134).
Maurice Blondel escribe en L’Etre et les êtres (París, 1935, pp.411-412): “No rechazamos la posibilidad de que haya seres espirituales con superioridad sobre los que tienen pensamiento discursivo, con dimensiones corporales y con esa extensión que Leibnitz definía como continuatio resistentiae. Pero Leibnitz distinguía dos grados de la materia: la que está “vestida” y que comporta una multiplicidad de elementos subordinados, de tal modo que nuestros sentidos pueden percibir esta diversidad de vínculos y fenómenos”. (Es lo que llamaríamos materia ponderable, “configurada”, o lo que los hinduístas llaman roupa.) Pero Blondel también admite una materia “desnuda”, primitiva, inaccesible a cualquier percepción empírica... inextensa... exigentia extensionis; se trata de lo imponderable, del aroupa hinduísta y, en Shakespeare, the stuff our dreams are made of. Es que, según Blondel, “Santo Tomás [...] en modo alguno se opone, y aun estaría conforme con esta doctrina [...] Porque habitualmente emplea el vocablo «materia» con la acepción de lo que Leibnitz describe como «materia vestida» o segunda [...] pura potencia que se expresa por la cantidad y las cualidades sensibles [...] Pero, por lo demás, «materia» connota también un sentido anterior y más exclusivamente metafísico, toda vez que congénitamente el ser creado no se encuentra completamente actualizado”. Se trata aquí, dice Blondel, “de la materia prima, materia que trasciende tanto la cualidad sensible cuanto a la cuantificación que especifica a los individuos de un género; entendida en su acepción propiamente metafísica, resulta entonces posible hablar de una materia inherente a la contingencia y a la imperfección natural de toda la creación. Sólo de este modo se puede comprender coherentemente la doctrina aquí propuesta”. Por tanto, “estas naturas angélicas, que comparadas con nosotros se llaman legítimamente espíritus puros 200, consisten en una potencia que, para la mirada de Dios, marca indeleblemente su inadecuación, no sólo respecto de la Causa primera, sino también respecto de su propia esencia. Por tanto Santo Tomás considera a la materia en dos sentidos diferentes: 1º, una materia en tanto físicamente compuesta y que resulta perceptible por la multiplicidad misma que la «reviste», como dice Leibnitz; y 2º, en tanto que entra en composición metafísica, por más simple y por más uno que parezca. En este sentido, nada es puro delante de Dios, sino solamente su propio y puro espíritu”.
Así, “el Ángel mismo no es llamado espíritu puro sino relativamente y considerado respecto de nosotros pero de ningún modo considerado respecto de Dios”. Es la razón por la que “las naturas angélicas entran –en virtud de su solidaridad con los hombres, comprometidos como están con el universo material– en el conjunto de la creación formando una conexión, desde los fundamentos cósmicos hasta la más señalada altura concebible para los espíritus [...] Sin formar jamás, por ella misma, una substancia propiamente dicha, la materialidad de los Ángeles tendría una función co-extensiva a la arquitectura total del mundo. Convendría entonces que nos guardáramos de fundar toda la ontología cosmogónica sobre una concepción antropomórfica de la materia”.
Excursus IV
La Serpiente, ¿símbolo ambivalente?
René Guénon ha escrito un libro que suscita simultáneamente nuestro absoluto desacuerdo respecto de sus posiciones de base, así como también en lo que se refiere a su “clima”, pero que a la vez cuenta con nuestro apasionado interés por su riqueza y densidad. Allí, cuando se refiere a la ambivalencia de los símbolos, se queja de que frente a “los dos aspectos opuestos” de una sola y misma realidad simbolizada (aspectos no señalados por una diferencia exterior que fuera reconocible a primera vista), ante “las figuraciones de lo que se ha dado en llamar –muy impropiamente por lo demás– el culto de la serpiente, a muchos les resulta imposible decidir a priori si se trata del Agathodaimón o del Kakodaimón; de allí [...] numerosos desprecios, sobre todo de parte de aquellos que, ignorando esta doble significación, se inclinan a ver en todo tiempo y lugar un simbolismo maléfico y nada más; lo que, desde hace ya bastante tiempo, es el caso de la generalidad de los Occidentales”. Y precisando un poco más, nota que “incluso el Dragón de extremo oriente, que en realidad es símbolo del Verbo, frecuentemente ha sido interpretado como un símbolo «diabólico» por razón de la ignorancia occidental” 201.
El drama de la metafísica à la Guénon, de la “contemplación pura” (Buddhi), y, en particular de este último libro, está en que, después de haber acordado un admirativo asentimiento a cada una de sus páginas –una vez liberados de la incantación intelectual con que se adueña del lector, no obstante su combate contra el enemigo común y pese a algunos pasajes dignos de una firma cristiana–, nos vemos obligados a constatar que el todo reposa sobre un equívoco, puesto de manifiesto no tanto por sus doctrinas sino más bien por el tono del autor, con frecuentes transposiciones puras de la teología católica, bien que en de una forma congelada 202. “Todo conocimiento que no conduce al amor es estéril y vano”, dice Bossuet. Así en este caso...
Pues bien, resulta perfectamente exacto que autores taoístas presentan a la anáfora y el descenso del Dragón en el trigrama fundamental como el símbolo del Verbo creador (siguiendo el doble ritmo que recuerda al Salmo 103, 29-30). Ahora bien, todo está precisamente en saber si el “Verbo” del taoísmo es el Verbo, el Hijo eterno del Dios viviente, o acaso un personaje que estaría encantado de pasar por Él, al que Claudel identifica con el Quinto Querubín caído de Ezequiel 29 203, mas al que el Talmud y la Cábala colocan, bajo el nombre de Metatrón, incluso a la cabeza de los Serafines. El drama de la “iniciación” –desviada, secreta, nos diría Jesús, porque es la gran obra del Mal (Jn. 3, 19-21; Ef. 5, 11-13), aunque también el hilo de Ariadna y la piedra de toque, ¡la “piedra infernal” sería el caso de decir!– es que “Satán, vice-rey de los Ángeles antes de su caída, el Ungido de Yawhvé (Ez. 28, 14), jefe y mediador desde su nacimiento, creía que el universo creado no podía tolerar el hecho de estar sometido a una raza carnal, débil y despreciable y no ha cesado, en su indignación y su defensa de lo que tiene por legítimos privilegios del espíritu, de considerarse a sí mismo como el Mesías o el Cristo, para la manifestación de Yawhvé a sus creaturas” 204.
Queda por ver si la Revelación cristiana justifica la tesis de Guénon: el símbolo de la Serpiente ¿aparece en las Escrituras como ambivalente?
Pasaremos en silencio los innumerables pasajes en los que, prácticamente, la Serpiente, o el Dragón, personifican al Mal y aun al Maligno. Decimos “prácticamente” porque, en griego clásico, significa serpiente. Y los monstruos marinos, los grandes ofidios surgidos del mar que vemos aparecer en las tradiciones judías retomadas por la Biblia –el tannin’ o livyathan’– aparecen en los comentarios rabínicos, al igual que la Serpiente del Génesis, como pterosaurios (Pirqé del Rabbí Eliezer, cap. 13; Yalkut Shimeoni, 1, 8 C; Bereschît Rabba, 19). Toda imagen de un Dragón debe ser arrojada al Mar Muerto, a sus ondas malditas (Abhodah Zarah, 3:3). Por su parte, el Apocalipsis (12, 3; 5, 9; 20, 2) identifica muy rigurosamente al Dragón 205 con la Serpiente, el Diablo y Satán. Y el texto hebreo de Job 3, 8 asocia a “aquellos que maldicen los días”, que los convierten en nefastos, a los magos, al Dragón o livyathan’, que estos magos “tienen la capacidad de evocar” (hablando con propiedad, si nos atenemos a los matices implicados por las raíces etimológicas, aquí se trata de “la serpiente lové”, a la que se “despierta”, y uno puede preguntarse si no hay aquí una alusión a los kundalini, conocidos por los hesicastas atonitos como yoguis).
Pero, de hecho, en toda la Biblia sólo dos textos pueden ser invocados como connotando otra noción de la Serpiente. Veámoslos.
En primer lugar, estaría la conminación del Señor a sus discípulos: “Estad prevenidos, sed astutos (frónimoi {astutos}) como las serpientes, y simples, sencillos, francos, de una sola pieza (akéraioi {inocentes, puros}), como las palomas” (Mt. 10, 16) 206.
Se concluye que, a decir verdad, hay algo de bueno en la serpiente.... Pero hay que tener en cuenta que, como tantas otras veces, Cristo parafrasea aquí un dicho popular de su pueblo, tomado del Midrash sobre el Cantar de los Cantares 2, 14: “Respecto de Dios, sed sencillos como las palomas; respecto del mundo pagano, que os es hostil, sed astutos como la serpiente”. En el mismo versículo, el Cristo pronuncia: “Os envío como ovejas entre lobos”; se trata de la misma fórmula que hallamos en el Midrash sobre Ester 8, 2, aplicada al pueblo judío rodeado de naciones paganas. Por lo tanto, si los discípulos debían comportarse como palomas, es respecto del Padre celeste; pero respecto de los “hombres”, de los “gobernantes” y “reyes” de los que se trata en los versículos 17 y 18, como serpientes. Así se entiende que se trata de volver la astucia de la Serpiente contra sus servidores, precepto análogo a aquel que cierra la parábola del Administrador Infiel 207. Uno se pregunta cómo se puede colegir de aquí bondad, o aun sencillamente ambivalencia en la Serpiente. Un ladrón es un criminal; si mi llave se ha perdido y no puedo entrar a mi casa y le pido a un vecino una ganzúa para forzar la puerta de mi propia casa, ¿acaso con eso el criminal deja de ser un criminal para convertirse en un hombre honesto?
El segundo (y último) texto ambivalente sería Juan 3, 14-15: “Y así como Moisés, en el desierto, levantó la serpiente, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado. Para que quienquiera crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna”. Se hará bien en reportarse al capítulo 21 del libro de los Números. ¿Qué fueron las “serpientes seráficas” o “abrasadoras” del Desierto? Según ciertos textos rabínicos, se habría tratado de Levitas sublevados, en guerra contra Moisés; porque “Dan es una serpiente en el camino, una víbora en su senda” (Gén. 49, 17), y se le aplicaba a los Levitas el texto de Isaías 30, 1-6: hijos rebeldes... víboras... dragones abrasadores... Poco importa, por lo demás. Pero lo que es seguro es que el Decálogo prohibía a los Judíos cualquier representación en figuras; José le recrimina a Salomón los bajorrelieves del “mar de bronce” en el Templo (Ant. Jud. 8:7:5). Sea cual fuere la naturaleza de las “serpientes-seráficas” (Núm. 21, 6; se sabe demasiado poco que, en la Tradición Universal, cuando se trata de serpientes “aladas”, las alas, las plumas y el vello representan su aura, la emanación del mana, las invisibles llamas de las energías “sutiles”), lo que importa, antes que nada, es que constituyen una extraordinaria violación del Segundo Mandamiento: “No te harás imágenes talladas”. ¡Y qué imágenes! ¡La imagen de la Serpiente! Sobre todo si consideramos que las “serpientes” –poco importa su naturaleza– ¡matan física o espiritualmente a “mucha gente en Israel! Justino el Mártir le exige a Trifón que dé cuenta de esta violación del Decálogo: “Imposible, responde el rabino, muchas veces he interrogado a mis maestros sobre esta cuestión, pero ni uno solo sabe cuál es la llave” (Dial. 94). El comentario más antiguo de este acontecimiento se encuentra en el libro de la Sabiduría: “Ellos [los Judíos que rechazaban el sustento que Yawhvé les suministraba cuando estaban en el Desierto] fueron apartados recibiendo luego una señal de salud para recuerdo de los mandamientos de tu Ley. Y quien miraba la insignia quedaba sano; no por virtud del objeto que veía, sino por Ti, oh Salvador de todos” (Sab. 16, 6-7). En Israel esta interpretación se convirtió en un clásico: “Quienquiera, habiendo sido mordido, mire esta insignia, vivirá, si dirige su corazón hacia el Nombre de la Memra [Palabra cuasi-hipostasiada] de Yawhvé” (Targum del Pseudo-Jonatán sobre Números 21, 8-9). En cuanto a esta mordida de las serpientes, uno puede reportarse a Génesis 3, 15 y a su comentario rabínico: “Cuando los hijos de la mujer violaren los mandamientos de la Ley, será para los tuyos la ocasión de morderles el talón” (igual Targum, sobre Gén. 3, 15). Si bien el Antiguo Testamento no dice, como Jesús, que la Serpiente de Bronce fuera elevada (verbo típicamente joánico: Jn. 3, 14; 8, 28; 12, 32-34), uno puede preguntarse si el Salvador no ha tomado prestada esta expresión del Targum de Jerusalén sobre Números 21, 8-9: “Moisés hijo una serpiente de bronce y la erigió en un lugar elevado [talé]. Y quienquiera que fuera mordido, si volvía su rostro, con una humilde oración, hacia su Padre que está en los cielos y contemplaba entonces la serpiente de bronce, resultaba curado” (igual texto en Rosch ha Schanah, 3:8). Todo texto sapiencial citado sigue centrado sobre el mismo tema para llegar a esta conclusión: “Es Tu Memra [tu Palabra], oh Yawhvé, que todo lo sana” (Sab. 16, 12). No hay más salud que en los “rayos” (la gracia) del “sol de justicia”, del Mesías-Verbo (Mal. 3, 20).
No obstante, bajo el nombre de Nehuschtan (“Bronce”) la Serpiente de Moisés, o alguna reliquia identificada con ella, en Jerusalén era objeto de alguna clase de culto idolátrico (II Rey. 18, 4), fundado, sin duda, sobre la misma “magia simpática” que aparece en el episodio de los “tumores de oro” y “ratones de oro” que encontramos en I Rey. 5, 12 a 6, 10. Y los comentarios rabínicos reaccionan francamente contra esta idolatría de la “buena” serpiente, del Agathodaimón, como diría Guénon. Sin duda Filón, en compañía de algunos doctores judíos, ve en la Serpiente de bronce la antítesis de aquella que sedujo a nuestros primeros padres: “La Serpiente de Eva era el gozo; la de Moisés, templanza y resistencia sofrosýne {sobriedad, dominio de sí mismo} y kartería {perseverancia}; es casi los frónimoi {astutos} y akéraioi {inocentes, puros} de Mt. 10, 16], no se triunfa sobre los encantos del vicio sino mediante este espíritu de abnegación” (De Legge all. 2; De Agric. I). Algunos Padres adoptaron esta exégesis. San Ambrosio, por ejemplo, que no carece de predecesores, habla de “mi serpiente, mi buena serpiente, que, por su boca, escupe, no veneno, sino los antídotos [...] Ésta es la serpiente que, pasado el invierno, se despoja de su revestimiento carnal para aparecer en toda su belleza” (In Psalm. 143; Sermo 6:15). Por su parte, Knobel recuerda que el culto de la serpiente, fuente de vida y curaciones, tenía fieles en las poblaciones paganas que rodeaban a los Judíos: según Tertuliano, de allí procedían los Ofitas (De Praescr. Haer. 47).
Mas a lo largo de toda la Escritura, este símbolo permanece monovalente (Apoc. 12, 9; II Cor. 11, 3; Gén. 3, 1 et seq.). Pareciera que en el libro de los Números la Serpiente de Bronce se exhibió como el signo de la plaga vencida por Yawhvé (cf. Col. 2, 15: como la Cruz, en la que el Mesías aparece devorado por la muerte, aniquilado por el mal, “convertido en irrisión”, las Potestades aparentemente victoriosas). El mal es, en el Desierto, representado como fulminado, vencido, no bajo su forma natural, individual (serpiente viviente), sino bajo su forma típica (serpiente de bronce). Por lo tanto, el símbolo debía entenderse con sentido universal. Al aplicárselo, el Cristo anuncia que “no habiendo conocido el pecado, fue hecho pecado por nosotros, a fin de que en Él nos convirtiéramos en la justicia de Dios” (II Cor. 5, 21); también Él debe ser exhibido, para ser fuente de vida por poco que uno, con fe, fije los ojos en Él. Es a lo que alude Juan 12, 32. La Epístola de Bernabé pone en boca de Moisés lo siguiente: “Si entre vosotros hay quienes han sido mordidos, que se aproximen a la Serpiente que cuelga del madero; que pongan su esperanza, con fe, en esta Serpiente que, condenada a muerte, puede otorgaros la vida e, inmediatamente, serán salvados” (Ep. Barn. 12). En cambio para Orígenes, la Serpiente de bronce “no era verdaderamente una serpiente, sino que representaba una Serpiente, al igual que el Salvador representaba la humanidad pecadora” (Hom. XI in Ez. 3). “La ley nos dice –explica Gregorio de Nyssa en su Vida de Moisés– que lo que aparece colgado del madero no es una Serpiente, sino la apariencia de una Serpiente, tal como lo ha dicho el divino Pablo: en una carne semejante a la del pecado (Rom. 8, 3). La verdadera Serpiente es el pecado; quien abandona a Dios por el pecado, se reviste con la naturaleza de la Serpiente. Así es que el Hombre es liberado del pecado por Aquel que asumió [hypelthóntos {asumió}] la forma exterior [éidos {apariencia exterior}] del pecado y Se hizo semejante a nosotros [guenomenu kat hemás {se hizo semejante a nosotros}] cuando nosotros habíamos tomado la forma de la Serpiente”.
Brevemente: al contemplar el Signo en el Desierto, los Judíos encuentran el símbolo de una nueva Vida, resucitada, pues su Muerte les fue exhibida, ya no como activa, “viviente”, sino como muerta ella también, reducida a la impotencia. La Serpiente de bronce, sustituida al ofidio viviente, representa el pasado borrado, la abolición del pecado perdonado, la muerte de la Muerte; todavía hará falta que, siguiendo a la Escritura, vuelvan sus ojos hacia esa Serpiente con fe y esperanza, y se arrepientan. Esta interpretación judía fue retomada por Jesús, pasando sin solución de continuidad de Juan 3, 14-15 a Juan 3, 16. Se lee en el Yalkut Shimeoni, 1, 240C: “Mira: si Dios ha querido que, por la apariencia de la Serpiente que introdujo la muerte en el mundo, los moribundos sean devueltos a la vida, ¡cuánto más Él, que es la Vida misma, resucitará a los mismos muertos!”.
Por tanto, la Serpiente permanece como el signo de la Muerte por el Pecado; sólo que, felix culpa, Dios ha convertido la Culpa en nuestra redención. Aquí, ningún rastro de ambivalencia o de Serpiente intrínsecamente buena.
Índice
Estudio preliminar. Albert Frank-Duquesne: una odisea espiritual, por P. Carlos A. Baliña
Vida de Albert Frank-Duquesne
1. Ascendencia, primeros años de vida y formación inicial
2. Adolescencia y vida de aventuras por el mundo
3. Primeras búsquedas espirituales
4. Matrimonio y vida de publicista
5. Ingreso en la Ortodoxia
6. Regreso a la Iglesia Católica
7. Prisionero en el Lager
8. Últimos años
Pensamiento y obras de Albert Frank-Duquesne
Conclusión
Advertencia del traductor, por Jack Tollers
Noticia biográfica
SATÁN
I. La cuestión en el Antiguo Testamento
1. La serpiente del Génesis
2. El Mal y el Maligno
3. La caída de los Ángeles
4. “Dereliquerunt suum domicilium” (Judas, 6)
5. Tenor de la Falta en los Ángeles
6. ¿Son los demonios “espíritus puros”?
7. El “caso” de Satán
8. Desde el Edén
II. Demonología rabínica en tiempos de Jesucristo
1. Los tres roles de Satán
a) El Acusador de los hombres
b) El Seductor de los hombres
c) El Destructor de los hombres
2. Satán según Job
3. El mundo de los “escorzos” o “cáscaras”
a) Origen
b) Número
c) Clasificación
4. Posesión, enfermedad y magia negra
III. Hojeando el Nuevo Testamento
A. Los Sinópticos: Satán en el desierto
1. Si los Judíos preveían la Tentación del Mesías
2. Bosquejo general de la Tentación
3. Psicoanálisis de Satán
4. La primera gran Tentación
5. Segunda gran Tentación
6. Tercera gran Tentación
B. En San Juan
1. El “padre de la mentira”
2. Ontología “natural” de la Verdad y la Mentira
3. Ontología “sobrenatural” de la Verdad y de la Mentira
4. Satán, “hipóstasis” de la Mentira
5. El “arconte de este mundo malo”
C. En San Pablo
1. El “dios del eón de aquí”
2. El Contra-Cuerpo místico
3. “Salario” y “don”
4. “El Pecado” = Alguien
5. Dos Reinos y dos Leyes
6. La “atmósfera espiritual de perversidad”
7. Todo “gregarismo” es satánico
D. Satán en el Apocalipsis
1. Sinagoga y Trono de Satán
2. Abbaddón = Apollyon
3. Intermedio indispensable
4. La Mujer y el Dragón
5. Et portae inferi non praevalebunt
6. Guerra en el cielo
7. Golpe de vista sobre la Guerra descripta
8. ¿Qué puede ser una Guerra de Ángeles?
9. La irremediable derrota
10. ¿El fin de Satán?
Excursus I. El otro “cuerpo místico”
Excursus II. Una mistificación: el “Jehová negro”
Excursus III. Espiritualidad de los demonios: relativa o “pura”
Excursus IV. La Serpiente, ¿símbolo ambivalente?
Índice
Este libro se terminó de armar
el 7 de octubre del año del Señor 2015
Fiesta de Nuestra Señora del Rosario
Notas
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Ponencia presentada en las VII Jornadas de Cultura y Cristianismo, Intelectuales cristianos del siglo XX, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina.
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Debemos a France Windal, colaboradora durante muchos años de nuestro autor, la mayor parte de los datos biográficos de que disponemos; ella escribió poco después de su muerte el siguiente opúsculo: “Albert Frank-Duquesne. Un aventurier de l’Esprit”, dans Fernard Lelotte (dir.), Convertis du XXe siècle, Volume 4, Casterman / Foyer Notre-Dame, Paris-Tournai / Bruxelles, 1958, pp. 231-246. Asimismo, es de inapreciable valor el sitio de Internet Sombreval, http://www.sombreval.com, dedicado principalmente a la difusión de la obra del escritor belga. Allí se encuentran las Notes biographiques de l’auteur (novembre 53) : 2 pages dactylographiées, que utilizaremos frecuentemente. Otro sitio de internet con abundante material sobre Frank-Duquesne traducido al castellano es Et Voilà, http://www.etvoila.com.ar/traducciones.php?id=7
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Notes biographiques, p. 1. Jacob Frank (1726-1791) fue un judío polaco líder de una extraña secta que predicaba un delirante sincretismo entre el judaísmo y el cristianismo.
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Idem.
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Frank-Duquesne, Albert, Seul le chrétien pardonne, Paris, Nouvelles Editions Latines, 1953, p. 89.
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Notes biographiques, p. 2
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Mon odyssée spirituelle, 4 conférence.
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Frank-Duquesne, Albert, Création et Procréation, Paris, Éditions de Minuit, 1951.
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Notes biographiques, p. 2.
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Mon odyssée spirituelle, 4 conférence.
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Idem.
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Se trata de una Iglesia cismática desprendida de la Iglesia Católica luego de la definición de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I, en 1870.
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Notes biographiques, p. 2.
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Los dos fueron editados en Bruselas en 1937 y constan de 16 y 32 p. respectivamente.
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Catholique et Orthodoxe, p.14.
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Ibid., pag 15.
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Llega a escribirle en 1939 una carta de 22 páginas al P. Congar, mobilizado en la Línea Maginot.
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Monasterio benedictino de rito oriental, dedicado a la cuestión de la unión con las Iglesias Orientales. Está ubicado en Bélgica.
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“No reniego de nada de mi vida en el seno de la Ortodoxia. Ni me resigno al Vulgärkatholizismus ni me sumo al intelectualismo tomista al cual prefiero, en cualquier caso, la doctrina de Buenaventura y Scoto –o, finalmente, al centralismo del vaticanismo sin contrapeso desde la interrupción del Concilio en 1870, el cual no me encanta y no me parece inspirado por el espíritu apostólico [...] Positivamente, mi situación no es nueva en la Iglesia. Ella fue, en el cristianismo antiguo, la de todos los orientales unidos a Roma, en la libertad”, Mon odyssée spirituelle, 4e conférence.
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Notes biographiques, p. 2.
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Sólo los pasajes con argumentos eclesiológicos y teológicos comprenden cuarenta apretadas páginas.
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Duquesne resalta el tono de la respuesta de Mons Alexandre. En una carta fechada el 8 de abril de 1940, nuestro autor agradece la respuesta de Mons Alexandre, “su contenido, su tono conciliador y caritativo, la ausencia de rayos y de maldiciones”.
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Cfr. Yves Congar O.P., Chrétiens désunis.
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Será detenido de nuevo el 15 de agosto de 1942 y encarcelado durante algún tiempo en una bodega en la sede de la Gestapo. En 1943 allanaron su casa y se apoderaron de sus muebles y de muchos de sus papeles. Además, a lo largo de todo este período debió reportar todas las semanas a la Gestapo como “sospechoso político”.
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A él dedicará su libro Seul le chrétien pardonne, Paris, 1953.
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Se trata del Canónigo Pierre Gillet, amigo de nuestro autor.
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←27
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Eliade, Mircea, Fragmentos de un diario, Madrid, Espasa-Calpe, 1979, p. 64.
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San Teodoro Estudita (759-826), santo abad del Monasterio de Studium en Constantinopla, reformador monástico y debelador del iconoclasmo.
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Monasterio de la Unión en Amay-sur-Meuse fundado por Dom Lambert Beauduin y transplantado luego a Chevetogne.
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Bouyer, Louis, Gnosis. La connaissance de Dieu dans l’Ecriture, Paris, Cerf, 1988.
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En realidad, hablando con propiedad, el primero en darle este sentido trascendente es Filón del Alejandría.
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Cfr. Bouyer, Louis, Gnosis, pp. 155-156.
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En consecuencia no es dificil imaginar lo complicado que es traducir a nuestro autor: puedo dar fe de ello por haber colaborado mínimamente en esa ardua tarea.
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Creo que no está de más consignar, aunque sólo sea a modo de nota al pie, cómo fue que conocí al polígrafo belga. El primer contacto con nuestro autor se produjo hace unos cuantos años durante la primera lectura de El Apokalypsis de San Juan del P. Leonardo Castellani, obra en la cual cita cuatro veces a Frank-Duquesne llamándolo “gran exégeta judeo-cristiano”. Y si de recepción en la Argentina de nuestro autor estamos hablando, no puedo dejar de mencionar la publicación en el número 3 de la revista Diálogo del P. Julio Meinvielle (año 1955), de un artículo de nuestro autor titulado “Rahab, La Cortesana, Ascendiente de Cristo”, con una nota necrológica por el reciente fallecimiento del escritor belga.
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Los vocablos griegos se encuentran en la versión en pdf; en los demás formatos digitales (mobi, epub, fb2) sólo se conservó la transliteración de los mismos y su traducción. [Nota del editor]
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Ver edición digital en Biblioteca Digital Vórtice (sólo en pdf). [Nota del editor]
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La Historia se inserta entre dos “eones” igualmente misteriosos e irreductibles a las nociones derivadas de nuestra experiencia: el “eón” que precede a la Caída y el que se encuentra después del Último Día. La vida edénica es a la escatología como la relación que tienen entre sí las dos mitades, derecha e izquierda, del cuerpo humano.
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Battifol ha demostrado que, para los Antiguos, el símbolo es un mito, no íntegramente imaginado en todas sus partes, sino tomándole prestado a lo real los elementos con que se presenta. Nada de dualismo cartesiano entre la “cosa” y el “signo”, sino simbiosis y sinergia, dualidad complementaria, síntesis realizada por la unidad superior del sentido, del alcance. Es por esto que el símbolo puede otorgarnos ese conocimiento obscuro, casi connatural, de lo inefable, cosa que los conceptos y las estructuras son incapaces de hacer. Jesús, que nos quiere poner en contacto con realidades “vivas” e inducir a ciertos estados del alma, enseña por tanto mediante parábolas.
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En la tradición rabínica, la Serpiente está dotada no sólo de un lenguaje articulado, sino también de miembros y patas: su apariencia evoca la del camello (Pirqé de R. Eliezer, 13; Yalkouth Schim, I:8; Bér. Rab., 19). Nos recuerda a los grandes saurios de los orígenes.
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Según la tradición judía, la Serpiente sedujo a la primera pareja encareciendo la prohibición divina: Dios ha prohibido comer; y, según el Tentador, incluso está prohibido tocar el árbol. ¿Y bien? Adán lo toca y no le sobreviene ninguna desgracia: “¿Ven que no pasa nada?”. Entonces Eva también lo toca y de repente ve al Demonio bajo las apariencias del reptil, se asusta, pierde la cabeza y en un acceso de vertiginoso “pánico” y desesperación, come y hace comer a su esposo. La Caída sería entonces el efecto del escrúpulo, esa falta de esperanza y de fe, una suerte de rigorismo jansenista avant la lettre: se comienza por “tertulianizar” y se acaba por perder coraje y largarlo todo por la borda (cf. el cap. II de la Démonologie rabbinique au temps de Jésus y el nº 1 de Les trois rôles de Scammaël).
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Cf. Rom. 8, 20. En el Símbolo de Nicea, terrae se encuentra explicitado por visibilium omnium. Se verá en la nota 7 que la “tierra” puede connotar un sentido aún más universal y metafísico.
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Algunas tradiciones rosacruces, reasumidas en nuestros días por Steiner y Heindel, imaginan dos potencias demoníacas: Ahriman, der ungeistige Geist, el “materializador”, que intenta reducir la creación al máximo de densidad basta (se trata del coagula del solve et coagula hermético), y Lucifer, que tiende a precipitar la espiritualización radical de todas las cosas (se trata del solve de la fórmula alquimista, la realización hic et nunc de la pretendida “ley de Vishnú”: el paso de todas las cosas a un estado más allá de toda “forma” o determinación alguna, el retorno a ese estado “incondicional” (¡acerca de lo cual conviene entonces preguntarse por qué alguna vez lo dejaron!). A propósito de su Lucifer, Steiner cita, evidentemente, Génesis 3, 5.
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En el simbolismo taoista, la “tierra” (Ti) corresponde a la moulaprakriti hindú, o “materia” del aristotelismo –el caos de Soloviev, la sophía creatural de Boulgakov. Es la “pura potencia”, a la que sólo el Acto Puro puede conferir existencia, la presencia objetiva y concreta.
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El hebreo pone, en lugar de “imagen”: sombra, reflejo, tselem.
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Con los Padres griegos, distinguiremos entre la imagen, analogía del ser, impresa en el hombre de una vez y para siempre –la naturaleza social de Adán reproduciendo como en un espejo la esencia trinitaria de Elohim–, y la semejanza, analogía del obrar, que para nosotros consiste en desenvolver manifestando, como “testigos fieles y verdaderos”, esta “imagen”, siendo para nosotros posible afirmar o desmentir, con nuestras vidas, este “Nombre” que debemos “santificar” (Apoc. 3, 14; Mt. 5, 16; 6, 9).
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El Mal, dice aproximadamente Jesús, “no tiene nada en mí”.
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Agere sequitur esse.
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Jenseits vom Guten und Bösen: fórmula de la aseidad nietzscheana.
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Ahora bien, supuestos dos Necesarios que se excluyen recíprocamente, por definición, y dos Absolutos que se revelan ontológicamente indiscernibles, cada uno no puede, en esta hipótesis, sino acaparar, al menos intencionalmente, todo el ser, arbitratum rapinam (Fil. 2, 6).
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“Conocer el bien y el mal” no es sólo cuestión de distinguir entre uno y otro: Dios considerándose a Sí mismo, conoce positivamente el Bien, con el que Se identifica, y niega, rechaza el Mal, le niega acceso a su pensamiento. El conocimiento mismo que tiene del Bien implica inmediatamente la posibilidad del Mal y su exclusión. Mas un conocimiento del Bien y del Mal, presentados como términos iguales, que se ofrecen al pensamiento como intercambiables e indiferentes, puestos en paralelo como valores del mismo orden y aun complementarios, significa la postulación de un conocedor que los trasciende, incondicionado, absolutamente neutro. Equivale a identificar al hombre con el Advaita de los vedantas, convertirlo en algo-más-que-Dios.
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El taoismo hablaría aquí del wou-weï, de la influencia o actividad “no-actuante” del “Cielo”, de su “acción de pura presencia”; el hinduismo habla del chakravarti, aquel que “hacer girar la rueda” cósmica, mientras permanece, él mismo, inmóvil. Por su parte, los tomistas dirán que la creación consiste –sin ningún “acto” que alcance (por su carácter transitivo) la inmóvil e inmutable simplicidad de Dios–, en la relación de absoluta dependencia que tiene la creación a Su respecto.
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Afirmar un ser, es, para la Ipsissima vita, establecerlo en la presencia objetiva.
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Lo que hay de mal en la creatura es, ante todo, una injuria, no a la creatura misma, sino a Dios; porque lo que tiene de realidad, de ser positivo, lo que la mantiene en su presencia, es Él. Todo pecado tiende a “desdivinizar” a Dios, hacerlo servir de instrumento, de objeto. Se trata de un intento fundamental e invertido de transubstanciación.
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El género humano es una “sociedad de personas de responsabilidad limitada”.
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Según el esoterismo musulmán, Dios, antes de objetivar bajo forma de creatura la idea divina del hombre en la persona del Mediador universal –tangencia del Creador y de la creación, Iglesia dada a partir de la eternidad, teantropía subsistente, esencia participable del Altísimo– lo ha manifestado bajo la figura o sura del Adán celeste al mundo de los espíritus, para que lo adoren. Satánás se niega, por desprecio de la encarnación futura de esa species viri, como dice Daniel (el Adán Qadmón de la Cábala, el “hombre celeste” de San Pablo, el “hombre universal” del Islam”). De allí su condenación. Este protognóstico tiene por indigno prosternarse ante la idea celeste de la creatura mediadora. Jefe de los Siete Espíritus ante el Trono –ángel del Rostro y metatrón “que permanece en el interior del velo”, destinado a convertirse en la teofanía por excelencia, el “mensajero de la [divina] presencia”– helo aquí entonces degradado al rango de principado, de kosmokratôr o de potencia cósmica, en este universo físico que su “angelismo” execra. Y, justo castigo, según ciertos cabalistas cristianos –Guillaume Postel, por ejemplo, y, en nuestros días Gabriel Huan–, episcopatum ejus accepit alter, la Virgen, flor suprema de la simple humanidad, se convierte en “Reina de los Angeles” en su lugar. En el “eón” cristiano, es ella, de ahora en más, la teofanía por excelencia (La Salette, Lourdes, etc.).
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Ecce qui non posuit Deum adjutorem suum, sed speravit in multitudine divitiarum suarum, et praevaluit in vanitate sua... Propterea Deus destret te in fines, evllet te, et emigrabit te de tabernaculo tuo, et radicen tuam de terra viventium (Sal. 52, 7-9)
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Al hagiason autoùs en tê alêtheia de Juan, XVII:17 se corresponde el alêtheuontes en agapé, de Efesios 4, 5.
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Al Haqq, “la Verdad”, tanto en el Corán cuanto en el Cuarto Evangelio, es un Nombre reservado a Dios como “participable”.
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Jn. 14, 2 (monaï); Apoc. 3, 14. Toda vez que el Verbo es a su vez la Verdad, el Camino y la Vida, sus preceptos son principios, y se los “guarda” cuando nos constituimos en sus “vasijas” (II Cor. 4, 7).
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Como si, en relación al Ser en Sí y por Sí, todas las creaturas no pesaran, en la balanza de lo real verdadero, ¡exactamente nada!
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Aquí entendemos forma en el sentido del sánscrito roupa, lo determinado, lo configurado-condicionado: lo “finito”. Por su parte, los demonios parecen confundir “espiritual” con “inmaterial”.
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Será salvada, dice San Irineo. Cf. nuestro Cosmos et gloire, París, Vrin, 1947. El espíritu y la materia creados –en el taoismo, “Cielo” y “Tierra”– son equivalentes ante Aquel que les dispensa el ser (Taî-ki).
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Cf. Ef. 1, 4-10.
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Ecclesia ex angelis et hominibus.
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Se refiere al “eón” cristiano –en la teología rabínica Malkoutha dimeschicha– que se inauguró con la Encarnación (cf. Lc. 10, 18; Jn. 16, 11).
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Este texto del Apóstol lleva, en varios manuscritos, en lugar de oïkonomia toû mystériou –“dispensación, plan del misterio”–, otra expresión: koïnonia toû mystériou, es decir, el misterio colectivo, la comunidad del misterio (el Sod de ciertos salmos). La edición crítica del Nuevo Testamento publicada por la Universidad de Cambridge, prefiere la versión koïnônia. Cf. Hê kaïnê diathékê, ex edit Stephanii IIIª, crit. vers. for the Syndics of the Univ. Press., etc, Cambridge, 1878. Esta versión no hace sino acentuar el carácter eclesial de la manifestación creatural, en el mundo, de la “polícroma Sabiduría” de Dios (Ef. 3, 8-11).
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Sin duda, “los demonios creen, pero tiemblan” (Sant. 2, 19), porque tienen la creencia sin la fe, que es sobrenatural, incoación en nosotros de la vida divina y por lo mismo trascendente al hombre que la posee, a los “conceptos” con que la expresa transponiéndola. El problema del acto de fe en los Ángeles previamente a su elevación o confirmación en el orden sobrenatural –pues la concomitancia en la duración puede ir junto con la anterioridad lógica– plantea el de su naturaleza. ¿Espíritus absolutamente puros, como lo quiere la Escuela, o relativamente? “Materia con relación a Dios, espíritu con relación al hombre”, dice San Gregorio el Grande. Las nociones hindúes de “forma” (roupa) o “envoltorio” (koça), “sutil”, es decir psíquica –the stuff our dreams are made of, diría Shakespeare, la “materia” de las imágenes oníricas (papel de los sueños en la Escritura)–, permiten comprender a los numerosos Padres, y tras ellos a San Buenaventura y a Newman, quienes atribuyen a los Ángeles “una cierta corporeidad” (un cuerpo no es necesariamente ponderable). Según el Salvador, los justos resucitados, en posesión de un “cuerpo glorioso” –sea cual fuere su naturaleza– “serán semejantes a los Ángeles en los cielos” (Lc. 20, 36). Esta concepción hace posible una duración de la prueba para los Ángeles, toda vez que su “pura espiritualidad” no los condena desde ya a una fijación inmediata; y textos como Ef. 3, 10; I Pe. 1, 12; Col., 1, 20 cobran un relieve distintamente vivo, como se verá más adelante. Así es que, ni todos los demonios se han convertido en tales a la vez, ni la caída de cada uno de ellos ha sido inmediatamente consecutiva a su confrontación con la prueba, ni todos los “espíritus” son, aun hoy en día, irremediablemente “buenos” o “malos” (cf. J. H. Newman, Apologia, trad. L. Michelin-Demiloges, París, Bloud & Gay, 1939, pp.58-59). No es necesario aclarar que aquí sólo nos interrogamos sobre la plausibilidad de una mera hipótesis.
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Falta de lo que los viejos teólogos llamaban fides formata (cf. Gál. 5, 6). Si el mundo rechaza la “locura de la Cruz”, los demonios se han negado a admitir la deificación del ser contingente, la participación del no-ser en el Ens a Se. Es que se trata de que la creatura contingente juzgará a los Ángeles (I Cor. 6, 2-3).
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Cf. Sab. 2, 23-24: “Dios creó inmortal al hombre, y formóle a su imagen y semejanza; mas por la envidia del diablo entró la muerte al mundo”.
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Operatio eorum est hominis eversio (Tertuliano, Apol., 22).
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En la medida en que se pudiese hablar, en este caso, de una sola Falta, las jerarquías pervertidas desprendiéndose del Árbol de la Vida como un pesado racimo (la Contra-Viña). Dudamos mucho de que así haya sido...
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Pero, de golpe, se constituye un “eón”, “este eón malo”, dice el Apóstol (Gál. 1, 4), quien retoma sin saberlo el tema hindú del kali-yuga.
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Conservaron, en el sentido “existencial”, neotestamentario, de encarnar, de objetivar en sí mismos. “Conservar su origen” es permanecer inalterado, fiel a la idea creadora que los estableció en el ser concreto.
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Esta traducción no es literal, pero apunta a mostrar los matices del original griego.
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Cf. W. Soloviev, Russie et l’Eglise Universelle, 3ª ed., París, 1922, p.240: Aquila traduce el in principio de Génesis 1, 1, bereschît, por en kephalaïô.
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Es por esto que Dios crea todas las cosas be-Reschît, en su Sofía, que es ousía con relación a su ser, physis con relación a su obrar interno, sofía en cuanto al mundo, creable en virtud de esa participabilidad divina que es su “polícroma sabiduría” (Ef. 3, 10). Y es por esto también que Cristo –en quien esta sabiduría se encuentra como tal, como principio de comunicabilidad, de “contagion” ontológico– es el rosch, el caput, principium creaturae Dei, arkhê de todas las cosas, visibles e invisibles, de modo que en Él se halla la universal plenitud tanto de lo creado como de lo increado (Apoc. 3, 14; Col. 1, 19; 2, 9).
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Cf. Ef. 3, 18.
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San Pablo lo llama “este eón” (I Gál. 1, 4; Tito 2, 12). Es aquí donde se aplicaría la definición de Einstein: ilimitado, pero no infinito (ilimitado para sus habitantes, finito para toda existencia que lo supera).
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Cf. el “cielo”, la “tierra”, el “purgatorio”, los “limbos”, el “infierno”, etc.
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Leer, en la obra de Newman mencionada en la nota 31, las pp. 57-59 (en la edición inglesa de Dent & Sons, 1934, pp.50-51) y Latham, The Service of Angels, Cambridge, 1894.
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Cf. Éx. 10, 23: “ No se veían unos a otros” –ya no más communio en una multitud sin contacto o contemplación recíproca: soledad de los condenados, están juntos sin unidad (definición del caos en Soloviev, op. cit., pp.225-228, 231-239)– “y nadie podrá levantarse de su lugar” –ya no libertad, por consiguiente, sino fijación–. Sab. 17, 14-18, va más lejos y coincide con el griego de Judas, 6: “Esta noche de impotencia, vomitada por el Scheol abisal... los tiene a todos atados” no por la koïnônia de Lo Alto, sino “por una misma cadena de tinieblas”. En el simbolismo escriturario, Egipto = tierra de esclavitud, servidumbre del enemigo (cf. Rom. 6, 16), Judas 5 se refiere expresamente a “Egipto”. En la Ascensión de Isaías y otros apócrifos (las Actas de Tomás, por ejemplo), Egipto simboliza el “mundo inferior”, más “bajo” que los “siete cielos”, el “aire” y la “tierra”, y del cual el infierno propiamente dicho es la “zona” última. San Gregorio el grande retoma por su cuenta ese esquema. En Judas 6-7 se encuentra ya el anticipo de II Tes. 1-9 (poenas in interitu aeternas a facie Domini): la Parusía “eterniza” ese castigo.
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“Fornicar”, no como en el Apocalipsis, en el sentido de “idolatrar”, sino, como el contexto inmediatamente a continuación lo indica, en sentido propio (manchar, es decir, desnaturalizar).
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Sarkos = carne, vida. Los sodomitas se llenan de deseo, no por el sexo opuesto, sino por el suyo. Ese narcisismo se convierte, aquí, en un “homo-angelismo” (desprecio de la materia, del hombre, de la Encarnación: una especie de “homosexualidad” espiritual).
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Manchar “deliberadamente” = despreciar. Se encuentra esta identificación en el vocabulario del insulto popular de las lenguas eslavas.
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Sarka, la carne en general, y no “su” carne, como traduce Crampon.
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Miguel se resiste a juzgar él mismo (habría seguido el ejemplo de Lucifer). Nolite judicari.
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Cf. I Pe. 1, 12.
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Cf. Soloviev, op. cit., pp.225-228.
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Aunque lo mismo se dice de los hombres cuyas funciones sociales “vienen de lo Alto”: los jueces, por ejemplo, en el texto citado por Jesús en el IV Evangelio. Cf. Lc. 3, 37.
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Cf. Apoc. 20, 9-10: “Subieron a la superficie de la tierra y cercaron el campamento de los santos y la ciudad amada; mas del cielo bajó fuego [de parte de Dios] que los devoró. Y el Diablo, que los seducía, fue precipitado en el lago de fuego y azufre [...] y serán atormentados”. Todo el cuadro de la derrota definitiva de los demonios está formulado en tiempo pasado, pero el castigo se expresa en futuro.
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Cf. el (taoísta) Tratado de las influencias errantes, traducido al francés por A. De Pouvourville (“Matgioï”). El Conde de Pouvourville fue quien introdujo el taoísmo en Occidente, amistando con René Guenón y colaborando en su revista, La Gnose. [N. del trad.]
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Para designar a los malos espíritus, el Nuevo Testamento usa preferentemente la palabra arkhôn –que es el correspondiente de arkhêgos (Heb. 2, 10) y donde tiene el sentido del jefe que marcha a la cabeza de su tropas, de guía que abre camino y arrastra a sus hombres– más que de arkhé, nombre reservado a Aquel que, solo, puede ser calificado de “principio” en el sentido ontológico (arkhegós es su equivalente “económico”).
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Algunos cabalistas han visto en el Demonio a la primera de las Sefiroth. Éstas son “órganos” de la actividad de Dios. Sin estar “afuera” de la Deidad –en Sí latente y no manifestada– no son de su misma substancia y se encuentran a su disposición, como energías a la vez suscitadas (¿creadas?) e inmanentes, como modos de manifestación (nótese la analogía con la doctrina de las energías divinas que la teología ortodoxa ha tomado de Gregorio Palamas). Kéther Elyón, “Corona suprema de Dios” –el Ángel de la Presencia, por excelencia, y el Métratron del Talmud– es la primera de estas potencias que se encuentran “junto a Dios” y operan en su unidad. Se comprende a la vez la grandeza y la envidia (Sab. 2, 24) de Kéther, amenazado de “destronamiento” ante la visión anticipada –aunque sin la revelación de la unión hipostática– ante la gloria suprema prometida a la Figura de Hombre (Dan. 7, 13-14; 8, 15-16).
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Apoc. 12, 4, texto en el que San Gregorio el Grande ve una alusión neta a la Caída de los Angeles, al punto que a sus ojos la Redención debe substituir con los hombres salvados y glorificados a los espíritus caídos.
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Cf. Ef. 1, 4-5.
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Acerca de la función de los Ángeles, cf. el Dict. de Th. Cath., Vacant-Mangenot, t. I, col. 1214-1215. Para Justino, Atenágoras, Hermas, rigen “todo lo que hay bajo el cielo”, luego, “en el mundo, cada criatura”. En Orígenes, “presiden los elementos, el fuego, etc., el nacimiento de los animales, el crecimiento de las plantas”. Epifanio les atribuye el gobierno inmediato de las nubes, de la nieve, de la escarcha, del hielo, del calor, del frío, de los relámpagos, del rayo, de las estaciones. Juan Crisóstomo opina que administran “el universo, las naciones, las criaturas inanimadas, el sol, la luna, el mar, la tierra”. Son, según San Agustín, los regentes “del mundo entero, de toda vida, de los seres sin razón, de toda cosa visible”. Clemente de Alejandría, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno conocen a los Ángeles de las Ciudades, y, como Orígenes, a los de las de las Iglesias. Tertuliano habla del Ángel del Bautismo, el de la Oración. En la Sinaxis eucarística las jerarquías celestes participan aquí abajo, invisiblemente (Cirilo de Alejandría, Basilio, Hilario, Ambrosio y Jerónimo). Se encontrarán más referencias en Vacant-Mangenot.
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Indudablemente el Concilio Vaticano [Primero] define que Dios ha creado a todos los seres, tanto espirituales como corporales. Pero una definición dogmática ha de ser entendida formalissime. Sólo está formalmente definida la tesis a la que se apunta en la definción del magisterio. Aquí se trata de definir la naturaleza, la potencia y las operaciones de Dios, toda criatura dependiente de Él. Si el hombre, sin embargo, dotado de alma y espíritu (I Tes. 5, 23 ss.), en virtud de una esquematización tan legítima como la del Símbolo de Nicea –visibilium et invisibilium–, es calificado de “corporal”, porque en este mundo es la forma material la que manifiesta principalmente a la persona, ¿por qué el Ángel no podría ser llamado (principalmente) “espiritual”, aun cuando aun cuando posee una “forma” (por analogía), un medium o vehículo, del cual las imágenes oníricas pueden sugerirnos lejanamente la naturaleza?
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El “sic” pertenece a Duquesne. [N. del trad.].
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J. H. Newman, Apologia pro vita sua, 6ª edición, Londres, Dent & Sons, 1934, pp.50-51. A los “étnicos” aludidos por Newman se les podría agregar el Ángel de Macedonia (Hech. 16, 9).
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Esta diferencia ha sido a menudo analizada con penetración por el Dr. Gustave Le Bon en sus diversos estudios consagrados, hace cosa de ochos lustros, a la psicología de las masas.
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Cosa que por tradición sabe José Hernández, como se ve cuando pone en boca del viejo Vizcacha que “El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo”. [N. del trad.]
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En el caso de este salmo hemos preferido traducir la versión de la King James. [N. del trad.].
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Typhôteis = I Tim. 2, 6; tetyphôtai = I Tim. 6, 4; tetyphômenoi = II Tim. 2, 4. El todo, de tyfos = vapor, humareda.
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Nuestras fuentes: 1º. El Midraschim o comentarios sobre la escritura y la predicación. Los judíos atribuían tradicionalmente su origen a Esdras (I Esd. 7, 6, 10, 11, 12); pero esta colección, largo tiempo transmitida verbalmente por los soferîm, ha sido finalmente codificada y “estereotipada” definitivamente por el Rabbí Aquiba, en tiempos de Adriano, y por Jehouda el Santo, hacia 150-170 de nuestra era. 2º. Los Targumîm o parafrásis del texto inspirado, después de haber constituido el objeto de enseñanza verbal durante siglos, y que acabaron por ser fijados por escrito, bajo su forma definitiva, hacia mediados del siglo II después de Cristo. Su antigüedad ha sido atestiguada por la leyenda contemporánea a su codificación que pretende que Moisés recibió, sobre el Sinaí, el Targum de Babilonia sobre el Pentateuco. 3º. El Talmud o Guemará (que tiene el mismo sentido que Vêdanta: perfección de la Escritura) representa, en sus dos versiones (Babilonia y Jerusalén), una tradición multisecular y que se remonta considerablemente más allá de Hillel y de Shammaî, al tiempo de su inmovilización por el texto escrito (fines del siglo IV después de Cristo para el de Jerusalén, un siglo más tarde para el de Babilonia). Un tratado como el de Pirqé Abhôt (Tradición de los Padres) contiene elementos de diferentes fechas, de entre los cuales los más antiguos datan al menos de tres o cuatro siglos antes de nuestra era. Se trata de un inextricable baturrillo en el que aparecen mezclados al azar los obiter dicta de innumerables rabinos totalmente desconocidos y cuya fecha resulta imposible fijar. Basta con saber que todas las opiniones aquí reportadas eran contemporáneas de la enseñanza evangélica. Citamos aquí el Talmud de Jerusalén siguiendo la edición de Krotoschin, el de Babilonia según la de Vienne. No hemos podido servirnos aquí de los Septem libri talmudici parvi Hyerosolimitani, publicados por Kirchheim en Frankfurt. El Dr. Paul Kahle, profesor emérito de la Universidad de Bonn acaba de publicar en la Oxford University Press for the British Academy, The Cairo Geniza, del cual afirma el Church Times (9-I-1948) que se trata “del resultado de una historia de más de cincuenta años de erudición concerniente al texto de la Biblia hebrea y a la vez una muestra de la personal consagración del Dr. Kahle a esta rama del saber durante más de cuarenta años [...] la inestimable coronación de la obra de toda una vida. El estudiante profesional de Historia y de la crítica bíblica deberá calibrar en detalle la enorme masa de erudición que atiborra este libro”. Pues bien, “los manuscritos de la Cairo Geniza confirman el parecer” –negado por los exégetas que se pretenden actualizados– según el cual “los Targumîm judíos existían antes del s. V antes de Cristo”. El autor lo escribe con todas las letras: “Resulta más probable que la tradición judía por la que se atribuye el origen de los Targumîm a Esdras sea absolutamente correcta”.
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La locución “fuerte armado” sugiere que nuestro Leonardo Castellani se inspiró en este texto de Duquesne para su formidable comentario a Mc. 3, 27: “Nadie puede saquear la casa del Fuerte Armado y sus alhajas si primero no ata al Fuerte, y entonces podrá si acaso saquear su casa” (cf. La Parábola del Fuerte Armado en Las Parábolas de Cristo, Jauja, Mendoza 1994, pp.227 ss.). [N. del trad.]
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Se nos excusará nuestra insuficiencia al intentar transcribir fonéticamente al francés las palabras hebreas.
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Si Job figura en este capítulo consagrado a la demonología sistemática de los téologos rabínicos es porque: 1) es en este libro (y no sólo la Serpiente en el Génesis) que Satán juega un papel en la vida religiosa del hombre; 2) pero también porque aquí aparecen las primeras disputas rabínicas.
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Para los Rosacruces, los animales habrían salido del hombre. En la época de su primitiva “plasticidad creadora”, sus pasiones se habrían exteriorizado, objetivado, bajo forma de seres puramente... de pasiones. Supongo que no hará falta aclarar que lo que mencionamos y citamos en este estudio no necesariamente cuenta con nuestra aprobación.
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←109
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Las espinas dorsales: recordar numerosas y concordantes tradiciones esotéricas concernientes a los kundalini, el “fuego sutil” de la columna vertebral, salido de los “centros lumbares”, y que la ascesis debe sublimar (los hesicastas del Monte Athos lo conocían): “He hecho salir un fuego de en medio de tus entrañas y es él el que te ha devorado” (Ez. 28, 18). Castus est qui amorem amore ignemque igne excludit (San Agustín). Existe un texto aun más explícito de Clemente de Alejandría, pero no alcanzamos a encontrarlo.
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Tolstoy estaba persuadido de que los “microbios” eran la forma física de los demonios, concepción no lejana de lo que aquí se recuerda (cf. La Guerra y la Paz).
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←111
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A quien me objetara que en este Salmo se trata de una “peste” o “contagio”, le respondería que, precisamente, para los rabinos las enfermedades de ese género manifestaban una presencia demoníaca.
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←112
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Pensar en las supersticiones modernas sobre los números impares que “dan suerte”.
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Lo que nos trae a la memoria al “Familiar”, mito asaz difundido en el Norte argentino y en varios lugares de América del Sur. Como se sabe, se trata de una suerte de diablillo que en la provincia de San Luis, por ejemplo, suele adoptar la forma de una serpiente con pelo negro corto y muy brillante –como de un caballo–; en Jujuy y en Salta, en cambio, es más frecuente que tenga la forma de un perro. El “familiar” se instala en las casas de quien así lo desea como una suerte de inquilino. A cambio del alojamiento suele asegurar prosperidad material a sus dueños, aunque eventualmente se cobrará su alma. [N. del trad.]
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Evidente anacronismo.
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Cf. Josefo, Antiq. Jud., VI, 8:2; VIII, 2:5. Para él, los demonios son las almas desencarnadas de los pecadores difuntos (los Baraas): concepción racionalista que sólo se encuentra en los rabinos muchos después; por ejemplo Yalkouth Schim (sobre Isaías), 46 B, en donde consta que los schedîm son las almas de los que perecieron con el Diluvio.
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Si estas fórmulas contienen algún versículo bíblico, no se podrá llamar a los demonios por su nombre (Schabbath, 67 A).
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Nada de todo esto en el Nuevo Testamento.
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En el hinduismo, los gandharvas son dêvas que, literalmente, se sustentan de sonidos (musicales).
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Flavio Josefo, De Bello jud., I, 2:2.
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El muerto “sube” desde el Scheol con los pies en el aire, la cabeza para abajo; ¡su voz le sale de abajo de sus axilas!
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Ayunaban sobre las tumbas para poder comunicarse con los espíritus impuros.
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Adivinaciones legítimas siempre y cuando se les negara un determinismo ineluctable (Chullin, 95 B).
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A menos que no se lo hubiera recubierto de tierra, o que se hubiese escupido encima, o que uno se hubiese descalzado (Pesaj, 111 A).
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Se sabe que en numerosas tradiciones iniciáticas los muertos forman el “desecho de una generación terrestre” –verdaderos trombi de la evolución humana–. Se encontrarían, ora sobre el hemisferio entenebrecido de la luna, ora en el cono de sombra que se proyecta sobre la tierra.
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Mt., 1, 7-8; 4, 14; Lc. 3, 16-17; Jn. 1, 26-27, 32-24; Mt. 3, 16-17; Mc. 1, 10-11; Lc. 3, 21-22; Salmo 2, 2, 6-9, 12.
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Evidentemente, me refiero a la ciencia adquirida y experimental, expresada en imágenes y conceptos.
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En Zac. 8, 23, “diez hombres de todas las lenguas de las naciones [pues hay setenta naciones] se asirán de la falda del manto de un Judío, diciendo: ¡Iremos con vosotros porque hemos oído que con vosotros está Dios!”. Ahora bien, el talith judío tiene cuatro faldas. Cada Judío tiene entonces 70 x 10 = 700 x 4 = ¡2.800 servidores! Curioso ejemplo de las conclusiones a las que puede llevar una exégesis exclusivamente aferrada al sentido obvio, más inmediato, sin preocupación alguna por sus resonancias espirituales. Filón, si hubiese comentado este versículo, seguramente habría hecho la descripción de los Diez Sefirot que envuelven como un aura invisible al Mesías salido de Israel. En aritmesofía cabalística, 2800 = 28 = 2 + 8 = 10 = la plenitud (1 + 0 = Dios + la creación): 4 es el número de la expansión espacial.
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“No nos dejes caer” es, se admitirá, más semipelagiano que barthiano... No se saborea suficientemente la introducción de la palabra “pobre” (mediocre, minúsculo) en las fórmulas ora pro nobis povres peccatoribus... ad te clamus povres exules filii Evae. Notar también, en el Memorare, la traducción “me prosterno a tus pies” por coram te.... assisto. Hay como un prejuicio de multiplicar las repeticiones estupidizantes. El temible Ponêros del Pater, apestosa hiena rondante a nuestro alrededor, los ojos llenos de un fuego rojo, se convierte en el “mal”, un mal cualquiera, abstracto. Propongo un grado más de aplanamiento: “Ruega por nosotros, pobres pequeños pecadores”.
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Noción vudú del folklore de Santo Domingo y de Haití: zombi = cadáver galvanizado por un brujo que retoma todas las apariencias de la vida salvo que es incapaz de amor, y, en el plano físico, de propagación sexual. Dura lo que dura la voluntad de quien le confirió existencia.
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Parodia: no se me haga decir que aquí hay una asimilación, sino una tentativa de analogía, sobre el plano creatural, del “mono de Dios”.
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“Hablarte así...”. Se ha querido subrayar la insolencia del Diablo vertiendo sus palabras en “argentino” (aunque es cierto que en el discurso así vertido se connota un Satán considerablemente menos temible). De todos modos, la opción parece adecuada en cuanto ayuda a la inteligencia del texto –así el lector no duda de quién es el que habla según el castellano utilizado. Por lo demás, parece tanto más legítima desde que el episcopado criollo modificó el “vosotros” de la Escritura por el confuso, poco serio, y en algunos casos insolente, “ustedes”. [N. del trad.]
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Como es obvio, las diferentes traducciones del texto griego enfatizan más o menos el sutil detalle que analiza el autor. [N. del trad.]
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Elifas Levi reporta tradiciones iniciáticas en las que el Diablo es “el gran Agente magnético universal”, el “Escriba cósmico”, la “luz astral”; en nuestros días, los “Polares” han recurrido a él para su “oráculo de la luz astral”, suerte de urîm y tumîm sobre los cuales informa, entre otros, un curioso libro de Zam Bothiva, Asia mysteriosa. En la iniciación a ciertas sociedades deliberadamente satánicas, actualmente se interroga al que hubiera de iniciarse con, entre otras, la siguiente pregunta: “Diga cuál es el verdadero sol, y la verdadera función de su luz”. Nuestros conocimientos en la materia resultan de más de treinta y cinco años de investigaciones consagrados al ocultismo, no superficialmente como la efectuada por algunos polígrafos católicos, sino en profundidad; hemos tenido en nuestras manos instrucciones destinadas exclusivamente a los adeptos.
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Además del conocimiento intuitivo de sí misma que tiene la conciencia humana del Cristo, en su ciencia experimental y práctica, el Salvador posee un conocimiente empírico en la medida en que cada hombre se conoce como objeto, como conoce a otro. Es una de las conclusiones que emergen de Lc. 2, 52.
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Cf. Rom. 8, 20. La palabra mataïotês se encuentra tres veces en el Nuevo Testamento, con el sentido de “vacío”, de “hueco”; San Pablo lo usa con referencia al caos, al barullo consecutivo a la Caída. Acerca de este efecto de la Primera Falta, conviene recordar que Jeremías tiene un pasaje curioso que hemos comentado en Cosmos et Gloire (Vrin, París 1947). Hay que acercarlo al “Vacío” de la doctrina budista (en sánscrito Schûnyata, en tibetano Stong-pa-gnid), que es el estado primordial de lo increado de Buda (Le Bardo Thödol, París, 1933, p.9).
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“Las palabras del Apóstol sugieren lo mismo que lo que es sugerido por los relatos históricos del Antiguo Testamento: a saber, que esas páginas no fueron solamente escritas como historia, sino tambien como una parábola”.
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Aquí remitimos a nuestro Castellani: “Se puede decir osadamente que la exégesis antigua no te resolverá ninguna dificultad; y la moderna, muy pocas. Tienes que arreglarte por ti mismo: meditación, psicología, sentido común y lengua griega: oración si a mano viene” (cf. su brillante ensayo “De exégesis”, en Cristo ¿vuelve o no vuelve?, 3ª ed., Vórtice, Buenos Aires 2004, pp.228-231). [N. del trad.]
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El francés particularmente alambicado de este párrafo me hace dudar de la fidelidad de mi traducción. Por eso, y para quien quiera quiera examinar la original “ontología natural” de Frank-Duquesne, he aquí el texto original: “Seulement, pour nous, créatures, incapables de’acquérir et de garder l’être par nous-mêmes, a fortiori de l’impartir –nous ne faisons que le transmettre– la verité reste un rapport abstrait, la correspondance (toute conventionnelle) en vertu de laquelle un être individuel, concret, objectivement présent, incommunicable en ce qu’il a de propre, de posé-dans-l’être, est censé, suite à la convention qui rend possible par exemple l’alphabet phonétique, nous être rendu présent en effigie, alors qu’il ne l’est pas en fait”. El texto sirve también para advertir al lector de las dificultades en el texto original que acotaron mi empeño en querer verter a buen castellano todo este intrincado capítulo. [N. del trad.]
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Recuérdese que tanto en francés como en griego se designa “principio” y “príncipe” con la misma palabra. Cf. la nota 40. [N. del trad.]
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Famoso payaso contemporáneo al autor. [N. del trad.]
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“Polares”, Rosacruces de todas las obediencias, Teosofistas, Martinistas después de Saint-Yves d’Alveydre, epígonos y discípulos que protestan filiación de Lupukhín (el “Senador” de las Veladas de San Petesburgo), de Echartshausen, de “Sedir”, e incluso... de Ana Catalina Emmerich (sic), Babistas y, sobre todo, afiliados a la Agarta. [El (sic) pertenece al autor: n. de trad.]
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Luego de su curioso retorno al Cristianismo, “Sedir” (Y. Leloup) sostenía la existencia de dos jerarquías rivales: aquella, completamente luciferina, del “Rey del mundo” (ver más arriba); y esta otra de origen “crística”, del “Señor de la tierra” (cf. Zac. 4, 14 y el contexto precedente), suerte de “sucesión apostólica” que regentearía a la “Iglesia interior” y que provendría de San Juan (cf. ciertas alusiones en Lupukín, Considérations sur l’Eglise interieure, y, que aparecen en el prefacio a las Maximes des Saints de Fenelón, amigo de esoteristas como Ramsay, sobre el cual sería interesante investigar sus relaciones amicales con medios de los que J. de Maistre obtuvo, más tarde, su catolicismo mechado con salsa órfica; cf. el Joseph de Maistre mystique de Dermenhem).
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A propósito de “eones”, “Matgioï” (A. de Pouvourville) escribe en La Voie métaphysique (2ª ed., París, 1936), p.126: “Al decir que la especie [humana] es al ciclo (= eón) lo que el indidivuo es a la especie, demostramos que [..., etc.]. El estudio de la especie, encerrada entre el estudio experimental de los individuos que la componen y el estudio metafísico del ciclo de las modificaciones (= eón) al que pertenecen [..., etc.]. La especie humana es un «momento» del ciclo; el individuo es un momento de la especie”. Se hará bien en consultar también la excelente definición de “eón” en Le Signe du Temple, aquel admirable opúsculo del R. P. Daniélou.
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Sustitúyase “Amazonas” por “Río de la Plata”. [N. del trad.]
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Porque hay Edemas espirituales sintomáticos de una avitaminosis y “miseria” del alma.
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El profético libro de Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (1926) había dado patente a las nociones de “masas” y “masificación” en la lengua castellana con considerable antelación a este tratado. Pero en francés y otras lenguas recién comienzan a popularizarse tales nociones después de la Segunda Guerra. Presumo que por eso el A. utiliza esta expresión “espíritu gregario” que, como se verá, viene a denotar lo mismo. [N. del trad.]
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←147
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Lo hemos intentado del modo más exhaustivo posible, sobre todo en base al testimonio tan patente de la liturgia católica y del Ritual Romano, en Cosmos y Gloria, obra aparecida en 1947 y editada por Vrin.
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Recuérdese que esto fue escrito hace medio siglo. ¡Qué no diría hoy el autor! [N. del trad.]
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A guisa de exégetas “profesionales”, sobre todo Alló, Féret, Charles, Simcox, Völter, Vischer, Bossuet, Swete, Hort, Milligan, Scott, Selwyn y Burkitt.
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Incluso se ha dicho que, en ciertos templos –bien que no ha sido demostrado que sea el caso de Pérgamo–, una serpiente viva era adorada como una encarnación de Esculapio. En el simbolismo esotérico universal, el caduceo, ora adornado por una sola serpiente monocéfala o bicéfala, ora por dos ofidios, no simboliza otra cosa que el doble ying-yang de la Tradición china y por tanto representa la dinámica polaridad de la “manifestación cósmica”, o la doble actividad –el solve et coagula de los hermetistas– de aquel “Gran Agente magnético universal”, de aquella (seudo) “Luz astral” que un Fabre d’Olivet (en su Langue hébraïque restituéee) pretende reencontrar en Génesis 1, 3 y con ella sustituir al Verbo Cristiano, en tanto que Elifas Levi (el ex-cura Constant) pretende encontrar allí al “Agente mágico por excelencia”...
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Con todo, remitimos a nuestro Excursus III: “La Serpiente: ¿símbolo ambivalente?”.
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←152
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Véase A. Laurent, Relation sur les affaires de Syrie, etc., París, 2ª ed., 1860.
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←153
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“Hacéis bien en ateneros a la Escritura profética, como a una lámpara que alumbra en un lugar oscuro hasta que amanezca el día y la Estrella de la Mañana se levante en vuestros corazones” (II Pe. 1, 19). Según San Pedro, este astro ha de venir de improviso; “hasta que Yo venga” dice el Cristo en el Apocalipsis para aportar “la Estrella de la Mañana”. Aquí se encuentran opuestos los dos Porta-Luces, como en la liturgia católica del Sábado Santo: Lucifer, inquit, qui nescit occasum, alusión a la Caída del “Otro”.
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←154
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Cf. Jn. 14, 30, II Cor. 4, 4 y multitud de textos análogos. Luego, I Cor. 15, 22-28. Más aún, Daniel 12, 3, texto que debe compararse con Apoc. 12, 1. En fin, en lo que se refiere al verdadero Lucifer: Zac. 3, 8; 6, 12; Mt. 2, 2; Lc. 1, 78; I Cor. 15, 40-41, citas a cotejar con Daniel 12, 3: los elegidos recibirán, para reflejar su Esplendor (que es el Espíritu Santo, cf. Sab. 7, 22-26) la más resplandeciente de las Estrellas que los rodeará de su gloria: amicti sole... et in capite eorum corona stellarum duodecim. Un Religioso que en 1946 leyó algunos de nuestros textos nos reprocha: 1) citar la Biblia demasiado, con el visible propósito de adormecer y embrutecer al lector, al que se lo presume demasiado perezoso para verificar nuestras citas; 2) citar los textos bíblicos sin orden ni concierto, como si todas las partes de la Escritura no formaran un solo Libro: esclarecer un texto de la Biblia con otro ¡no sería cien-tí-fi-co! A este célebre exégeta herido de hipercrítica le contestamos: 1) No citamos los textos bíblicos como referencia para que el lector concluya: “Por tanto el autor tiene algún fundamento para avanzar en tal dirección”, sino así como todas nuestras tesis provienen de una lectura viviente y vivida de las Escrituras, para que el lector vaya a ver, siendo el encadenamiento de los textos nuestra mejor demostración; como nos falta espacio para reproducirlas in extenso, por fuerza allí remitimos al lector, con el deseo, por lo demás, que reciba de tal ejercicio el deseo y el don de leer, como nosotros, la Biblia como una Palabra vivificante; 2) conocemos perfectamente el resultado de la crítica que tiene su valor en su propio terreno: los empleados domésticos que rellenan nuestro tintero, limpian nuestra pluma y barren nuestro escritorio, también tienen su gran valor, sui generis. Pero hay gente para quienes la crítica consiste en leer a Lamartine como lo haría un corrector de imprenta: las comas y las cedillas le impiden apreciar la poesía. De esta crítica “moderna”, Edgar Poe, con su genio profético, se vengó con su propia crítica en su Génesis de un Poema, que aquel pedante de Griswold debía ciertamente tomar en serio (grave como un sabio asno, Poe descascara su propio Cuervo). A la vuelta de todo, la Biblia comentada por los Padres me “alimenta”; comentada por mi eminente censor privado, me hace morir de hambre.
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←155
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La Vulgata trae Génesis 15, 1 como Ego merces tua magna nimis. Por su parte, Crampon traduce “Tu recompensa será muy grande”, sin ninguna asociación entre esta recompensa y Yawhvé. Pero la Tradición judía, que nuestros críticos harían bien en tener en cuenta, vierte este texto como sigue en los tres Targumin (Onkelos, Pseudo-Jonatán y Jerusalén): “La pithgama (palabra articulada, mensaje, voz) de Yawhvé fue proféticamente dirigida a Abrahám, diciendo: No temas, Abrahám, porque mi Memra (Verbo quasi hipostasiado con Yahwvé) será tu muy gran recompensa”. A lo largo de setenta y nueve pasajes del Antiguo Testamento, los Targumin afirman, con perfecta seguridad, que allí se trata de la Memra, la manifestación divina, ella misma, de la Personalidad divina. El Apocalipisis nos muestra cómo se realiza Gén. 3, 5, o por lo menos, cómo se incoa desde ahora, bien que embrionariamente, la idea central de los dos Reinos y de los dos Porta-Luces (cf. II Cor. 11, 14).
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←156
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No “sobre” la tierra, sino “hacia” la tierra que la atrae: va sin decir que aquí los términos “cielo” y “tierra” tienen una acepción más metafísica que geográfica; hay que acercarlos a los sentidos que tienen “cielo” y “tierra” en el Extremo Oriente (el del Credo, los “invisibles” y los “visibles”).
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←157
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Sobre este tema se encontrarán textos de Santo Tomás citados en Cosmos et Gloire, París, Vrin, 1947, pp.114 ss. [N. del trad.]
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←158
]
Acerca del simbolismo bíblico de las “aguas”, véase Cosmos et Gloire, pp.130 ss. [N. del trad.]
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←159
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Más exactamente Chur: el que se aleja (de Dios). El mismo desierto se llama también Etham: su “signo”.
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No os inquietéis entonces preguntándoos ¿qué beberemos?, porque vuestro Padre celeste sabe de vuestra necesidad” (Mt. 6, 31-32).
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←161
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Según tradiciones iniciáticas desparramadas universalmente, los “Señores de la Llama”, los Siete Maharichis, proceden de Venus (Lucifer). Después de haber alumbrado aquí abajo el fuego prometeico de la iniciación habrían ganado la Gran Osa, desde donde inspiran a sus sucesores de aquí abajo, al “Rey del Mundo” y a sus adjuntos. Esta doctrina da lugar a diversas glosas... pero el espacio nos falta para desarrollarlas.
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←162
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Aquí es obligada la referencia a la genial intuición de C. S. Lewis, quien efectivamente analoga la acción de los demonios con el “comer” a sus víctimas. Cf. Screwtape Proposes a Toast and other pieces, Collins, Londres 1959 (hay versión en castellano titulada El diablo propone un brindis). [N. del trad.]
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En Apoc. 11, 8 se nos advierte expresamente que debe entenderse “Sodoma” –como las dos mujeres y las dos montañas de Gál. 4, 22-31– alegóricamente. En todos los Apócrifos neotestamentarios de los primeros siglos, Egipto aparece siempre como símbolo de la “tierra de esclavitud”, es decir, del mundo maldecido en el Edén a causa de la Culpa primera y, desde entonces, prisionero de su maestro caído. El egredere de Gen. 12, 1 inaugura la perpetua “salida de Egipto”.
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Augusto representante contemporáneo de la Tradición que ve a los ángeles rigiendo el cosmos, J. R. R. Tolkien también hizo el difícil ejercicio de representarse cómo se relacionan los ángeles con la creación física en un espléndido relato, El Ainülindale, con que inaugura su colección de cuentos reunidos bajo el título de El Silmarillion. [N. del trad.]
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1) La interpretación preterista afirma que San Juan prácticamente redujo sus profecías a los acontecimientos que le eran contemporáneos, para lo cual habría recurrido sobre todo a las anticipaciones de los profetas judíos y al Salvador. Los que sostienen tal interpretación, actualmente la más extendida entre los “sabios”, harían bien en acordarse que Isaías, al discutir acontecimientos “contemporáneos” con Acaz, anunciaba sin saberlo la Encarnación, ¡que ocurriría siete siglos más tarde! 2) La interpretación futurista ve en el Apocalipsis sobre todo la descripción “extra-lúcida” de los hechos que precederán a la Segunda Venida de Jesucristo; como nos falta un criterio desde donde juzgar estos criterios, trataremos de no desvariar. Por otra parte nos parece que no faltan en el Apocalipsis alusiones a hechos históricamente sucedidos. 3) La interpretación historicista ve en la Revelación joánica la historia del conflicto entre la Iglesia y el mundo, desde la redacción de esas visiones hasta el “fin del mundo”. Ésta es tan popular en la masa como la “preterista” entre los exégetas profesionales. Se le debe la identificación, en los Protestantes, del Papado con la “Prostituta vestida de escarlata”, y al descubrimiento, por los Católicos, de “Martín Lutero” o “Napoleón Bonaparte” en el “número de la Bestia”: 666. Generalmente, quienes sostienen esta interpretación anuncian para bien pronto el “fin del mundo” o, al menos, de “grandes tribulaciones” muy cercanas. Pero esta manera de ver me parece contradecir todo lo que resulta posible inferir en lo que se refiere a la ocasión, a la utilidad inmediata, al fin de este libro, escrito por Juan para sus contemporáneos; por lo demás, frecuentemente, los protagonistas de esta escuela hacen su elección de los acontecimientos con pasmosa arbitrariedad. 4) En fin, la interpretación moralista sostiene que no se encuentra ninguna referencia a la Historia en todo el Apocalipsis: según ellos no habría que considerarlo más que como la grandiosa expresión de grandes principios que inspiran el gobierno divino del mundo y cuya realización se deja adivinar en cada período de este universo. Sin duda, San Juan quiere mostrarnos la eficacia de estos principios, pero por lo menos le preocupa igualmente suministrar respuestas a sus corresponsales. 5) Brevemente, me pregunto por qué debería yo elegir: el mismo Juan, ¿era preterista, futurista, historicista o moralista? ¡Nada de eso! Un ser no compartimentado, sino viviente, completo, capaz de ir de un punto de vista a otro, incluso de sostenerlos todos más o menos conscientemente, todos a la vez, en un ilogismo aparente y una incoherencia puramente superficial de un hombre concreto, que a veces se permite contradicciones sin esperar el permiso de los críticos que vendrían veinte siglos más tarde. ¡Se me permitirá no ser más “ista” que San Juan! [Hasta aquí Frank-Duquesne. Pero ya que estamos en la Argentina, señalemos que el P. Leonardo Castellani se expresa con parecido tono: “Yo no soy un exégeta, y no soy ni siquiera un poeta; pero no soy un bárbaro. Soy un humanista, un hombre que sabe escribir... acerca de lo que conoce –que es un poco de todo. ¡Y que quisiera al fin con toda su alma conocer a Dios!” (en Los Papeles de Benjamín Benavides, Dictio, Buenos Aires 1978, p.181); y en otro lugar: “Se puede decir osadamente que la exégesis antigua no te resolverá ninguna dificultad; y la moderna, muy pocas. tienes que arreglarte por ti mismo: meditación, psicología, sentido común y lengua griega: oración si a mano viene” (cf. “De exégesis”, en Cristo, ¿vuelve o no vuelve?, 3ª ed., Vórtice, Buenos Aires 2001, p. 228). Por otra parte, Castellani hizo magníficas distinciones sobre la cuestión de las escuelas exegéticas en El Apokalypsis de San Juan (5ª ed., Vórtice, Buenos Aires 2005). En particular remitimos a los Excursus “A” y “B” del Cuaderno Primero. Por lo demás, cabe señalar que Castellani se interesa por otras dos escuelas, la “Alegorista” y la “Literalista”. Sobre el particular, nos parece de gran interés su tesis sobre “La Virazón de la Exégesis” que explica, en buena parte, las contradicciones entre las diferentes escuelas. Se hallará este ensayo en el Apéndice “B” de La Iglesia Patrística y la Parusía (Paulinas, Buenos Aires 1962, pp.339 ss.): n. del trad.].
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←166
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Aquí no se trata de “historia” humana como en la interpretación historicista, sino del drama que se juega entre Dios y el hombre; a Juan no le interesan las peripecias de las luchas que se libran entre las potencias de la carne y de la sangre (comparar Ef. 6, 12).
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¡Es la concepción de los esoteristas para los que Yawhvé es un “dios lunar”! Pero Bollando intentó identificarlo con ¡Saturno!
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Cf. Plinio, Hist. Nat., 36:23; Pausanias, Cor., 2:2; Vitruvio, De Archit., 3.
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Artemisa se corresponde con los Chaktis de las divinidades hinúes (noción alterada de la Sophia, de la Esencia divina, hipostasiada). Efeso = en turco Aya-Suluk, “la Ciudad de la Luna”; pero graves personajes prefieren la etimología Hagios Theologos, en recuerdo de San Juan... [Otra: Billot –apud Castellani– dice que Efeso quiere decir “ímpetu”: n. del trad.]
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Acerca de la astrología judía, ver: G. Brecher, Das Transzendentale im Talmun; Rabbí Thein, Der Talmud oder das Prizip der Planet. Einflüsse; A. Hausrath, Neutestam. Zeit-geschichte; Hamburger, Realencycopädie für Bibel und Talmund; Jellinek, Beth-ha-Midrasch.
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Moëd Qatan, 16 A.
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Los astrólogos judíos los clasificaban en cuatro trígonos: el del fuego (Aries, Leo, Sagitario); de la tierra (Tauro, Virgo, Capricornio); del aire (Géminis, Libra, Acuario); del agua (Cáncer, Escorpio, Piscis). Por ejemplo, el Targum del Pseudo Jonatán interpreta astrológicamente Génesis 8, 22. El “Campo de los Santos”.
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Castellani coincide: “Se cae en absurdos enormes si se quiere ver aquí a María Santísima literalmente: como por ejemplo el alemán William en su Vida de María. ¿Es la Iglesia? Por ahí vamos mejor. Es la Iglesia de los últimos tiempos, el Israel de Dios, todos los constantes en la persecusión del Anticristo, cristianos y judíos convertidos: el Israel de Dios, que tantas veces en los Profetas es simbolizado en una mujer [...] Los actuales intérpretes alegoristas dicen que la Mujer es la Iglesia en los tiempos del Emperador Dioclesiano (!). Eso lo creeré cuando crea que el Apocalipsis no es profecía, sino un manual de Historia Romana” (cf. su Parábola de la Parturienta en Las Parábolas de Cristo, Jauja, Mendoza 1994, pp.324-326). Castellani también se las agarra con los “exégetas” que entorpecen con sus devociones la recta inteligencia del texto, poniendo airadas palabras en boca de su Benjamín Benavides: “–¿Dónde has visto en el Evangelio, sacro charlatán –decía encarándose con el enemigo invisible–, que el Hijo de María fue llevado al Cielo recién nacido, si su Ascensión fue pasados los treinta años? ¿Dónde dice Lucas que la Virgen María tuvo una lucha personal e inmediata con el demonio? ¿Que se refugió tres años y medio en el desierto? ¡Contesta, charlatán lengua larga, cómo se verifica en Nuestra Señora esa descripción del Apocalipsis! ¿Y los dolores de parto? ¿No creemos con certeza que no los sufrió la Inmaculada? ¿De modo que tienes tanta devoción a la Virgen que para satisfacerla pasas por encima no sólo de la razón sino también de la Fe? Eso no es devoción, es sensiblería devota” (cf. Los Papeles de Benjamín Benavides, Dictio, Buenos Aires 1978, pp.262 ss.). Nos consta que Castellani escribió Los Papeles... contemporáneamente a este ensayo sobre Satán y que no había leído (aún) a Frank-Duquesne, creando su personaje literario, Benjamín Benavides, no sabemos con qué modelo –si acaso hubo alguno– a la vista. Con todo, es notable la afinidad que existe entre ese personaje de ficción y el autor de este ensayo, quienes coinciden en raza, vocación, temperamento, y general percepción de la Escritura y su recta interpretación. [N. del trad.]
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←174
]
Aquí el texto francés reluce con particular fuerza que no alcanzo a volcar en castellano: “Luc veut qu’on les tienne pour le signe sûr de la délivrance”. Téngase en cuenta que este último vocablo, délivrance, significa igualmente liberación y alumbramiento. [N. del trad.]
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←175
]
La andanada parece apuntar al P. Alló O. P. cuya exégesis apocalíptica también suscitó medulares consideraciones de Castellani: “para él, el Apokalypsis no sería más que una profecía de la caída del Imperio Romano y el triunfo de la Iglesia con Constantino” (cf. Los Papeles de Benjamín Benavides, op. cit., pp.403 ss.) [N. del trad.]
[
←176
]
[En inglés, en el original: n. del trad.]. Véase el Excursus III, “La Serpiente, ¿símbolo ambivalente?”.
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←177
]
Mons. Benson le puso “Julián” al protagonista de su Señor del Mundo.
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←178
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Se recordará el profundo opúsculo del P. Laberthonnière acerca de El idealismo griego y el realismo cristiano.
[
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Estas perspectivas hallaron magnífica expresión en Le Christ de l’âme franciscaine del P. Valentin Breton.
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Ya se ha visto antes, al principio de este opúsculo, que Frank-Duquesne exhibe una epistemología vacilante y una suspicaz visión del tomismo. Tratándose de un intelectual de sus quilates la cosa quizá merezca explicación. Por mi parte, conjeturo que en parte se debe a su formación auto-didacta y, además, a que seguramente ha conocido la filosofía aristotélico-tomista en su variante “manualera” y racionalista. Y efectivamente, la mayoría de los tomistas que integraron a Platón y San Agustín en su filosofía fueron conocidos y divulgados poco antes o después de la Segunda Guerra, tales como E. Gilson (cf. La unidad de la experiencia filosófica), J. Pieper (cf. Los mitos platónicos), y el mismo J. Maritain (cf. Arte y escolástica). Quizá le hubiese servido también la lectura de otro autodidacta como G. Thibon (pienso en El equilibrio y la armonía), aunque difícilmente se lo podría clasificar como tomista. Pero más allá de tales clasificaciones y aun sin ostentar el título de “filósofos”, habría aquí que mencionar a los grandes “amantes de la sabiduría” ingleses que también trabajaron mucho en el rescate de Platón para la comprensión de las Escrituras, como Newman, Lewis y Chesterton, por no mencionar a otros ingleses que también recurren a una epistemología platonizante: por ejemplo J. R. R. Tolkien y Gerard Manley Hopkins. Pero el más sorprendente de todos es ¡Belloc!: “Este primer rayo del sol es a la montaña y al valle lo que una palabra al pensamiento. Es a la montaña y al valle lo que el verso es a una historia común; es a la montaña y al valle lo que la música al verso. Y detrás, uno está muy seguro, hay una infinita progresión de tales exaltaciones, de modo que uno comienza a comprender, a medida que la pura luz brilla y crece y el nivel de las sombras desciende por las laderas de la montaña, lo que significaban esas grandes frases que aún nos llevan hacia adelante, que aún consuelan, y que todavía vuelven oscuramente sapiencial el derrotero desconsolado de la humanidad. Así la famosa frase: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni puede entrar en el corazón del hombre, lo que tiene preparado Dios para los que le aman»” (cf. Selected Essays by Hilaire Belloc, Methuen & Co., London 1948, p.259). Para una clarísima explicación del problema de los “Universales” véase la nota de L. Castellani a la Suma Teológica I-I, 12, 4 (Club de Lectores, Buenos Aires 1988, p.144). [N. del trad.]
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Se sabe que los satíricos romanos (Juvenal, Marcial, Horacio) le reprochan a los Judíos del Trastévere por “los gélidos saturnales sabáticos de su dios”.
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C. S. Lewis lo dijo mejor: “El lenguaje con el el que expresamos nuestras creencias y experiencias religiosas no es un lenguaje especial, sino que se trata de un lenguaje a medio camino entre el lenguaje común y el lenguaje poético. Pero aun cuando comienza por ser el mismo lenguaje de todos los días, normalmente, bajo presión dialéctica, se transforma en lenguaje Teológico o Poético. Las palabras «Yo creo en Dios» pertenecen al lenguaje común. Pero si nos presionan para que nos expliquemos mejor, probablemente tengamos que movernos en una de dos direcciones. Podríamos decir: «Creo en una entidad incorpórea, personal en el sentido de que puede ser sujeto y objeto de amor, y del cual todas las demás entidades son unilateralmente dependientes». Ese es un ejemplo de lenguaje Teológico, aunque está lejos de ser un buen ejemplo de él. Con este lenguaje estamos tratando, en cuanto nos es posible, de formular asuntos religiosos de una forma parecida a la que usamos para asuntos científicos. A menudo esto resulta necesario para enseñar, clarificar y enfrentar controversias. Pero no es el lenguaje con el que naturalmente se expresa la Religión. Estamos aplicando conceptos precisos –y por tanto abstractos– a lo que tenemos por el supremo ejemplo de lo concreto [...] Ese es uno de los rumbos por el que podemos marchar a partir de la afirmación «Yo creo en Dios»: el lenguaje Teológico. Pero en cierto sentido es un lenguaje ajeno a la religión, paralizante, que omite todo lo que realmente importa. Sin embargo, y a pesar de todo, algunas veces resulta necesario. Pero, por otra parte, uno podría seguir la otra dirección, a la que espontáneamente se inclina la Religión, la expresión poética. Preguntados por qué cosa es Dios, uno podría decir «Dios es amor», o «el Padre de las luces» [...]. Los cristianos creen que Jesucristo es el Hijo de Dios porque El lo dijo [...] Ahora bien, tal afirmación no puede significar que El está respecto de Dios en una relación física y temporal equivalente a la que existe entre el progenitor y su progenie en el mundo animal. Se trata de una afirmación poética. Y tal afirmación se ha de expresar necesariamente con tal lenguaje porque la realidad a la que se refiere es ajena a nuestra experiencia [...] El teólogo se verá aquí obligado a explicar que se trata de un lenguaje «análogo», tratando de alejarnos cuanto antes de las sutiles y conmovedoras evocaciones de la imaginación hacia las claras pero torpes analogías que se utilizan en el aula o en la sala de conferencias. Tratará entonces de mostrar en qué respectos las relaciones padre-hijo no son análogas a la realidad, con la esperanza de que así llegará a los que sí lo son. Incluso intentará quizá agregar analogías propias –la lámpara y la luz que fluye de ella y cosas por el estilo. Pero hay algo de muerte en ese proceso” (cf. “The Language of Religion”, conferencia incluída en Christian Reflections, Collins, Londres 1988, pp.171-174).
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La “materia” puramente intelectual, conceptual, de esta perspectiva paulina, puede haber sido inspirada por la noción estoica del “animal cósmico”.
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La salud consiste en que, en virtud de la Encarnación, Cruz y Resurrección, Dios puede, en nosotros, ver al Cristo, en quien el príncipe de este mundo no tiene nada (Jn. 14, 30). Y a la inversa, si este arconte del eón maligno nos poseyera del todo, ¿qué podría Dios descubrir en nostros, qué se querría que viese en nosotros, sino al mismo Satán? (Mt. 25, 41).
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Ver más adelante “¿El fin de Satán?”.
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Por esta razón, conviene andar con cuidado cuando andamos embroncados: “Debemos saber cómo usar el freno de la «continencia», pero no confundirlo con la verdadera virtud. Idealmente debería utilizarse sólo cuando fuera necesario, aunque de hecho a veces nos asustamos y usamos el freno sin pensar. Pero dentro de lo que sea posible, lo debemos usar sólo cuando es verdaderamente práctico, y cuando, por lo menos, no bloquee el camino que conduce a la adquisición de la verdadera templanza. La continencia siempre suena un poco al auto-control nervioso y propio de lo que aprendimos de la serpiente. En algunas situaciones, por ejemplo, la experiencia de nosotros mismos nos enseña que si conseguimos no dar salida a algún comentario desagradable, en cinco minutos lo habremos olvidado completamente, todo el mundo se beneficiará con nuestro silencio, y será el fin de nuestra ira. Ése es un uso razonable de la continencia. Pero supongamos que continuamos irritándonos, supongamos que seguimos rumiando; casi seguro que la otra persona se va a dar cuenta que algo se ha agriado en la relación y tendrá que conjeturar de qué se trata, probablemente se equivocará y entonces se enfadará también... Quizá un estallido sincero hubiera aclarado la atmósfera” (cf. Fray Simon Tugwell O. P., Orar, hacer compañía a Dios, Madrid, 1982, Narcea S.A., p. 64.). [N. del trad.]
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En sus Tres Diálogos, Soloviev pone en boca del Diablo las siguientes palabras dirigidas al Anticristo (= la Bestia): “Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy”. Hay aquí algo más que una figura de estilo...
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Tanto para San Pedro como para el Salmo 89, para Dios “mil años” tienen un valor relativo, al punto de considerarlos equivalentes a “un día”.
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Dios no tiene necesidad de nosotros, pero nos honra...
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Recibe de nosotros así como nosotros recibimos de Él (Apoc. 3, 20). El más profundo misterio del Amor divino reside en el abismo de humildad al que se opone –y se concibe fácilmente– el orgullo de ese advenedizo que es Satán. Detrás de todo orgullo hay un complejo de inferioridad. Dios es humilde porque es el Ser Absoluto.
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Castellani ahondó considerablemente sobre esta cuestión: “La exégesis patrística rectificó su punto de mira sin abandonarlo: el Imperio Romano es el Obstáculo; pero no propiamente su Emperador personal, sino su estructura formal, el Orden Romano, que se conserva y aún se completa en la inmensa creación político-cultural llamada la Cristiandad europea [...] El orden más o menos imperfecto pero vigente desta que llaman hoy «civilización occidental» atajó hasta hoy la inundación de la iniquidad [...] Ésta es la interpretación más sólida y respaldada del «Katéjon» de San Pablo” (cf. El Apokalypsis de San Juan, 5ª ed., Vórtice, Buenos Aires 2005, p.157). En el mismo libro vide quoque el Excursus “L” acerca de El Imperio (pp.278 ss.) así como también Juan XXIII-XXIV (Theoría, Buenos Aires 1964, p.137). Por otra parte, en Los Papeles de Benjamín Benavides dice algo más: “El misterioso «Obstáculo» de que habla San Pablo parece haber sido retirado o poco menos; y las fuerzas del mal, poder de la herejía y medios de destrucción de que dispone la humanidad, parecen no tener ya límites. La Iglesia gime impotente y las miasmas de la corrupción contemporánea se insinúan incluso dentro de ella; y no en la forma en que siempre se han insinuado; “cizaña en medio del trigo”, reconocible y condenada, sino en la forma más terrible de la sal que pierde salazón, el fariseísmo, y la corrupción especiosa del dogma, que llamamos modernismo” (ob. cit., p.61). [N. del trad.]
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En el capítulo VII (El Milenio), de la Parte Cuarta del Benjamín Benavides de Castellani, ya citado, se encontrarán llevados y traídos los distintos tipos de milenarismos y las razones a favor y en contra de cada cual. Igualmente, hay un excelente resumen de la cuestión en el capítulo X de la Parte Cuarta, Lacunza Vindicado, que concluye con la tranquila afirmación de que: “El milenarismo real no enseña otra cosa sino que Apokalypsis XX y I Corintios XV, pueden ser interpretados literalmente sin quiebra de la fe ni inconveniente alguno; que así lo entendieron los padres apostólicos y después de ellos, en el curso de la historia, innumerables doctores y santos; que de ello se sigue la probabilidad de dos resurrecciones, una parcial y otra general, con un período místicamente glorioso de la Iglesia Viante entre ellos; y que esta inteligencia resuelve fácilmente muchos lugares oscuros de la Escritura y es honrosa a la Grandeza, Veracidad y Omnipotencia del Creador” (p.418). V. q. “Las Parábolas de las Señales” en Las Parábolas de Cristo, Jauja, Mendoza 1994, pp.183 ss.; Catecismo para Adultos, Patria Grande, Buenos Aires 1979, pp.176 ss., y El Apokalypsis de San Juan, 5ª ed., Vórtice, Buenos Aires 2005, pp.233-241. [N. del trad.]
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Va sin decir que rechazamos toda sistematización “milenarista” condenada por la Iglesia. Por otra parte, si el “cuadro” de los acontecimientos por venir ya ha sido fijado, su detalle parece implicar que existe un margen de “posibilidad” que aún debe determinar la conducta misma de los cristianos. [Hasta aquí Frank-Duquesne. Vale la pena recordar que el Santo Oficio publicó un decreto sobre el milenarismo “mitigado” en donde se limita a decir que tal doctrina “no puede enseñarse con seguridad” (El decreto es del 21 de julio de 1944 –Denz. 2296–.) La desgraciada historia de este decreto del Santo Oficio ha sido referida por Castellani en Cristo ¿vuelve o no vuelve, 3ª ed., Vórtice, Buenos Aires 2004, pp.65-66, y en Alcañiz-Castellani, La Iglesia Patrística y la Parusía, Paulinas, Buenos Aires 1962, pp.350 ss. Se encontrará una relación de los hechos en la nota de Mons. Juan Straubinger correspondiente a Apoc. 20, 6: n. del trad.]
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Yalkut Schimeoni sobre Isaías 60, 1.
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Acerca de esta aniquilación mediante “el soplo de la boca del Mesías”, véase Tanchuma (o Yelamdenu), ed. Warsh, 2:115 A. Es Israel el que, por sus pecados, ha transformado lo que debía convertirse en el imperio universal de David en sujeción a los Paganos. Este cambio data del día en que Salomón casó con la hija del Faraón; en seguida Gabriel descendió sobre la tierra, tomó una rosa del borde del océano, lo plantó en un florero tomado del fondo del mar, y Roma fue fundada sobre esta “base” (Sifré, 86 A). Cuando Jeoroam inaugura el culto de las vasijas de oro en Dan y Betel, Yawhvé responde suscitando a Rómulo y Remo (ibid). Una vez las diez naciones paganas aplastadas, la fecha en la cual el Mesías debe instaurar su Reino universal constituye uno de los siete secretos desconocidos de los hombres (Bereschît Rabba, 65; Kethouboth, 111 A; cf. Mc., XIII:32).
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Hay edición en castellano. [N. del trad.]
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Del alemán, generalmente traducido al castellano como tendencia, impulso, motor. [N. del trad.]
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Cosa que pasó a las entendederas de algunos exégetas progresistas como Bultman, que en algún lugar sostiene que Dios está mucho más allá del bien y del mal, en alguna dimensión “pre-moral”. Lewis le contestó bien: en efecto, Dios es mucho más que un Padre que premia a los buenos y castiga a los malos; pero no es menos que eso. No encuentro ahora esta precisa referencia, pero hay un trabajo de C. S. Lewis en donde demuele a los racionalistas, cuya referencia doy aquí para cualquier interesado en permanecer fiel a las Escrituras (cf. Fern-seed and Elephants, un “paper” originalmente intitulado Modern Theology and Biblical Criticism y que se hallará en Christian Reflections, London, Collins, 1988, pp. 191-208). [N. del trad.].
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Evidentemente, veinte siglos de teología de la Iglesia Oriental no se tienen en cuenta. Y en primer lugar, ¿qué se sabe de ella?
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Se trata de la fórmula misma de San Ambrosio.
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Cf. el cap. 30 de El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, obra indispensable para quien se quiera hacer una idea precisa acerca de las perspectivas de la Agarta. Sobre el pensamiento de René Guénon en su conjunto, véase Los Grados del Saber de J. Maritain.
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Por lo demás, en su reciente Aperçus sur l’Initiation, hay significativas andanadas contra la humildad, la caridad, y la deiformidad pasiva de la vida mística...
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Cf. Paul Claudel, Présence y Prophétie, Freiburg 1942, p.280.
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Jonathan Edwards, Tractate on the Fall of the Angels, en Works, II, pp.608-610. [Para ilustrar este particular, insistimos en remitir al formidable cuento de J. R. R. Tolkien, “El Ainulindäle”, con que encabeza su libro sobre El Silmarillion: n. del trad.]
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Que es rojo: un grupo iniciático poderoso de origen mongol reclama para sí al Dragón rojo; cf. Apoc. 12, 3.
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En las pocas Biblias que tengo a mano encuentro que Straubinger, Scío de San Miguel, Casiodoro de Reyna y Nacar-Colunga traducen “prudentes” como serpientes y “sencillos” como palomas; Latinoamericana: “astutos” y “sencillos”; de Jerusalén: “astutos” y “cándidos”. Por su parte la King James utliza “wise” para las serpientes y “harmless” para las palomas. [N. del trad.].
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“Los hijos del siglo, en sus relaciones con los de su especie, son más listos que los hijos de la luz” (Lc. 16, 8). Como para recordar lo que contaba Castellani en un sermón donde le dio por citar a un tal Angel Cisera: “Éste era un italiano muy bueno, y filósofo; albañil era, y me enseñó varias cosas cuando yo era chiquillo. Me contó que la primera oración que hacía al despertarse era sentarse en la cama y decir: «Dios mío: ¿quién me querá coder hoy? ¿E como hago chó para que no me coda?»” (cf. Domingueras Prédicas II, Jauja, Mendoza 1998, p.59). Véanse los comentarios de Castellani a la parábola del Administrador Infiel –él lo llama el “Capataz Camandulero”– en sus sermones sobre el Domingo Octavo después de Pentecostés, en El Evangelio de Jesucristo (Vórtice, Buenos Aires 1997, pp.229 ss.). y Domingueras Prédicas (Jauja, Mendoza 1997, pp.201 ss.). También hay una buena fábula sobre el mismo tema en Doce Parábolas Cimarronas (Itinerarium, Buenos Aires 1960, pp.114 ss.). También resulta relevante lo que dice Castellani comentando la Parábola de la Paloma y la Sierpe: nada, que tampoco es cuestión de malcomprender lo que manda Cristo, quien también “previó que habría obispos melenos, pura palominidad; y obispos retorcidos, pura serpentosidad. Pero no se afligió demasiado por eso, como es bien no nos afligimos nosotros” (cf. Las Parábolas de Cristo, Jauja, Mendoza 1994, p.178, y, en otro lugar: “Este monje / lo dice la gente / es sencillo como una paloma / y astuto como una serpiente”. [N. del trad.].